Lo han vuelto a hacer. Esa fama que no les bastó con Ocho apellidos vascos. Ahora van a hacer una con catalanes: Ocho apellidos catalanes, no vayan ustedes a creerse ni por un segundo que la antorcha de la creatividad ha chamuscado las pestañas a nuestros excelsos guionistas. Por lo visto será la secuela, la segunda parte del mayor éxito histórico del cine español. Leyendo la noticia en El Mundo, me he parado cinco minutos tras leer esto, porque, siendo honestos, se me iba a desencajar la mandíbula, del descojone:
Los responsables de la película han tratado de mantener el misterio de la secuela en todo momento , aunque el propio director reconocía a El Mundo que ya no contaban «con el factor sorpresa» de la primera parte y esto les ha condicionado.
El misterio. Desde aquí se lo agradezco a creadores, actores y productores. Que no nos destripen el argumento de Ocho apellidos catalanes, pues nada nos invita a columbrar qué nos deparará este film: ¿Acaso una revisión histórica de la tradición regionalista de Cataluña, desde el siglo XIX? ¿Podría ser, esta vez, el tan largamente anhelado largometraje sobre las grandes familias catalanas que establecieron fructíferas colonias comerciales en Cuba o Santo Domingo, durante los últimos tiempos de la América española? ¡Quiá, no quepo en mí de la emoción!
Y es que en España cuando nos nace una gallina que pone huevos de oro, la terminamos quemando hasta que ya no puede ni con las plumas. Tejiendo una historia previsible acerca de la nunca hollada narrativa de la contraposición entre la España del Norte y la España del Sur, unos guionistas avispados se hicieron de oro hace apenas un año. Construyendo una Gran Muralla China de tópicos, lugares comunes, clichés y sketches de Vaya semanita, recaudaron 57 millones de euros. La gente (esa abstracción) abarrotó los cines; el boca a boca funcionó como una enorme cadena de sugestión poderosísima, y en general, todo aquel cuñado que reniega del cine hollywoodiense (“¡americanadas!”) nos dio el coñazo durante semanas contando los chistes revenidos de Dani Rovira y el resto de actores. Ahora, como la amenaza cierta de un tsunami, llega la segunda parte.
Cuerpo a tierra, que vienen los nuestros. Del cine americano, por lo general denostado usando prejuicios absurdos y estupideces propias de quienes las sueltan mientras se enroscan fuerte la boina y publican en Facebook poemas de Neruda, no nos gusta que triunfe: ¡Nosotros, que hemos hecho nuestro paladar con el cine de Antonioni! Por eso apostamos en masa por el provincianismo audiovisual, esa suerte de prestidigitación de la dialéctica aquella con la que nos entreteníamos en la Universidad: los primeros meses, cada uno de un pueblo o una provincia, o incluso una comunidad autónoma diferente, nos dedicábamos a ensalzar lo nuestro, por ser mejor, y a reírnos del acento del otro o de aquella otra palabra extravagante que nos parecía menor y cosa de lerdos, sencillamente por no ser nuestra.
Sin embargo, el cliché es un resorte valiosísimo. Necesitamos relatos simples, y aunque nos preciamos de modernos, lo que nos pone de verdad es el chistaco del catalán tacaño, del andaluz perezoso o del vasco brutote. No seré yo quien le busque una funcionalidad social al cine, pues más que el séptimo de los artes, o antes, mejor, la industria cinematográfica es un negocio. No obstante, es digno de ver la manera en que este tipo de películas, que nos espolean lo más instintivo y primario de nuestra condición de españolitos de infantería, triunfan con desmesura. Mientras, los productos culturales que exigen una implicación emocional y cognitiva muy alta son, como siempre ha ocurrido y siempre ocurrirá, denostados por la muchedumbre y convertidos en culto de unas élites. No lamento que esto sea así, pero me río de los más preparados de la Historia, quienes se supone que somos nosotros. No existe ninguna diferencia entre el español medio de hoy, licenciado, aspirante a burocrático vital, y el romano que se tiraba todo el año esperando los juegos, el circo y la lucha de los gladiadores. No hemos cambiado, pero sí nos hemos vuelto más cínicos. Nos gusta aparentar que en el coche ponemos a Bach, pero no pisamos El Prado ni aunque nos paguen. ¡Oclocracia, yo te canto!