Pocas ciudades tienen los contrastes de Nueva York; desde la pobreza más absoluta, llena de desesperanza y locura, hasta la riqueza más excesiva y excéntrica, insultante por lo que tiene de desvergonzada y excesiva, y todo ello concentrado en la misma manzana, en la misma calle, hasta en el mismo portal.
Nueva York es una especie de bestia de cemento y cristal; la llegada siempre provoca cierto susto inicial, una sensación de agobio y de no ser nadie. Alzas la cabeza boquiabierto, sin acabar de creer lo que ves, desconcertado, como si de pronto te hubieras convertido en Gulliver en el país de los gigantes; pero poco va a durar el ensimismamiento, un excuseme o directamente un empujón te van a sacar rápidamente de ahí, porque en Nueva York no puedes perder el tiempo, parece que todo el mundo llega tarde a algún sitio y un turista parado en medio de la acera impidiendo el flujo normal de la marea de gente es un obstáculo ofensivo para los neoyorkinos.
Una de las primeras cosas de las que uno se da cuenta en Nueva York es de que todo el mundo tiene prisa; todo el mundo camina como si tuviese una importante misión que debe cumplir en un breve espacio de tiempo, ya sea especular en Wall Street, montar su paradita de burritos en la esquina de la siguiente calle, o simplemente llegar a su casa para descansar. Nadie tiene tiempo para nada, nadie te mira, nadie te espera, es una marea humana de pequeñas islas, aisladas entre sí, y que no interaccionan a no ser que sea absolutamente necesario.
En medio de esta vorágine, y en una ciudad llena de restaurantes con estrellas Michelin, para el 99% de la población, comer no es más que un trámite más en el ajetreado día, una carga de energía necesaria, como quien enchufa el móvil cuando se le acaba la batería o cambia las pilas de su despertador… Todo es de plástico, todo es para llevar, los homeless más pobres y los ejecutivos más ricos se juntan haciendo colas en restaurantes de comida rápida esperando sus dosis de energía. Una hamburguesa, un trozo de pizza, un rollito relleno de algo… cualquier cosa metida en una bolsa de papel con cubiertos de plástico con tal de poder salir de allí rápidamente, sin perder el tiempo y a poder ser comiendo mientras se camina, porque, claro, la rueda del capital no para, así que ellos tampoco pueden perder el tiempo en una cosa tan nimia como comer. Allí es muy difícil comer bien y, encima, cuando encuentras un restaurante con algo sano para comer (o un supermercado),resulta carísimo; una ensalada cuesta 3 o 4 veces más que una hamburguesa con patatas y bebida, o 7 veces más que un trozo de pizza, lo que crea un grave problema de obesidad entre los más pobres y entre la clase trabajadora; la dieta de los cuales está basada casi exclusivamente en comida basura, la única que se pueden permitir.
La sociedad neoyorkina
Otra cosa que resulta realmente sorprendente es ver la gran cantidad de homeless que hay en la ciudad, en pleno centro de Manhattan, gente expulsada de la gran rueda del capital y convertida en desecho humano por la sociedad. Y lo duro que resulta ser homeless allí; sin acceso a ningún tipo de sanidad, están muertos de frio, en la puta calle, convertidos de noche en pequeños fuertes de cartón en un intento desesperado de aguantar las temperaturas bajo cero y el fuerte viento que invade las calles la mayor parte del invierno. No hay bancos para sentarse ni sitios donde refugiarse, y están inmersos en la más dura de las soledades; nada peor que estar solo en medio de millones de personas. Todo esto en conjunto hace que la locura se apodere de ellos y se pasen el día hablando solos y gritando como si nadie les viera; y en verdad nadie les ve. Esta es otra cosa sorprendente de Nueva York, los homeless resultan invisibles, están allí, la gente en ocasiones llega a cruzar una mirada hacia ellos, pero en el fondo nadie les ve, nadie les mira, son solo una parte más del mobiliario urbano. Aquí nadie ve a nadie, nadie mira a los ojos, todo es superficial, son como grandes manadas de zombis cruzándose en medio de las calles, cada uno aislado del resto, metido en su pequeño mundo y sin interactuar con nadie…
Un peldaño por encima en el bienestar (o uno más abajo en el malestar) están las masas de trabajadores que llegan cada mañana a Manhattan desde los barrios periféricos para realizar, en su gran mayoría, largas jornadas laborales en trabajos aburridos y repetitivos. Jornadas de 12 horas en alguna de las barras o las cocinas de los miles de restaurantes de la ciudad, cobrando una miseria y confiando en las propinas obligatorias para llegar a fin de mes. Barrenderos que recogen sin ganas papeles del suelo o cientos de policías, en cientos de esquinas de la ciudad, mirando aburridamente su móvil o viendo pasar el tiempo como quien mira al horizonte. También están las masas de oficinistas trajeados que van a sentarse en su pequeño cubículo durante horas, inmersos en su pequeño mundo, negociando o vendiendo seguros, servicios, fondos de inversión o cualquier cosa que se pueda negociar y vender o simplemente analizando o copiando papeles y haciendo informes para su compañía. Un aburrido trabajo en cadena que ha salido de las industrias para instalarse en las oficinas.
También llama la atención la gran cantidad de trabajos extraños que te encuentras en Nueva York, desde pasarse el día tocando una campana y bailando sin ganas delante de alguna tienda para llamar la atención al transeúnte hasta gente aguantando carteles con una foto de una hamburguesa, su precio y una flecha indicando la dirección y la distancia donde está el restaurante que la sirve; pasando por ordenantes de cola que vigilan alguna de las múltiples colas que se forman por las cosas más absurdas en Nueva York (el lanzamiento de unas nuevas deportivas, una oferta limitada en el tiempo de pizza por 1$ o las típicas colas de los teatros de Broadway).
Y os preguntareis…¿Y que hay del sueño americano? Pues sí, existe, aunque a mí tampoco me convenció. Nueva York está también llena de ejecutivos, brókers, dueños de empresas y triunfadores en general; el resultado de eso que llamamos sueño americano y que en verdad se reduce a ganar mucho dinero, que acabarán gastando pero no disfrutando. Alguna vez, en algún bar, alguno de esos triunfadores me explicó su vida (otra cosa muy típica de allí, ir solo al bar a beber y desconectar y allí, sí, interactuar con otras personas del alrededor que están haciendo exactamente lo mismo), y la verdad es que para nada me convenció. Tienen exactamente el mismo tipo de vida que el resto de trabajadores, con horarios de trabajo que no dejan espacio para nada más, sin tiempo para descansar y muchos de ellos aburridos de su trabajo. La única diferencia (que no es poca), es lo que consiguen acumular con ese dinero: mejores coches, mejores casas, mejores muebles, mejores trajes y más ceros en la cuenta, pero nada de tiempo libre para disfrutar de esas casas, esos muebles o esos ceros. Una frase que me quedó grabada fue la de un supuesto jefe de una empresa de montaje de piscinas que, supuestamente también, ganaba 3 millones de dólares anuales (allí hablar del dinero que uno gana también es algo general y aceptado), y al preguntarle por lo que hacía en su tiempo libre o en sus vacaciones, se rió y me dijo: hombre, yo no tengo vacaciones ni tiempo libre, soy el jefe. ¡Tengo que estar allí!
Después de todo esto muchos pensaréis que para nada me gustó Nueva York, que es un sitio horrible, un sitio a descartar en la lista de futuros viajes y casi un sitio a odiar… Pues no, Nueva York es una ciudad dura pero me encantó. ¿Y porque? pues porque es un sitio increíble, lleno de contrastes y difícil de explicar, es como algo mágico. Ver cómo funciona esa enorme bestia llena de enormes edificios y de millones de personas es algo indescriptible. Siempre ves algo que te sorprende, algo bonito, algo interesante. Siempre hay cosas por hacer (si tienes el dinero necesario para hacerlo, claro), y no precisamente cualquier cosa. Ir a los mejores teatros para ver obras increíbles, a los mejores museos para ver las mejores obras de arte de la historia, a ver un partido de básquet con los mejores jugadores del mundo, o simplemente ir a tomar algo y hablar con alguien que te cuenta su vida en la barra de un bar sin que se lo hayas preguntado. Además hay diferentes ciudades en la misma y coger el metro y bajarte 8 paradas después, pueden llevarte a pensar que has cambiado de país, de continente y hasta de época. Chinatown, el barrio judío de Brooklyn, el Bronx, Manhattan; todo es totalmente diferente, diferente gente, diferentes construcciones, diferentes idiomas, diferentes culturas.
En esta ciudad, nunca alcanzan las horas del día para poder hacer todo lo que uno quiere y el tiempo se desliza rápidamente como si los relojes americanos avanzaran más rápido, así que si estás pensando en visitarla… ¡Prepárate para correr!