Durante la mayor parte de mi infancia pasé los veranos en una urbanización en la que mi padre había comprado una casa, muy cerca de Alicante, aunque el pobre apenas llegó a disfrutarla.

Todos mis tíos tenían casas allí y nos juntábamos un montón de primos de todas las edades. Una especie de tribu, con sus reglas internas. Íbamos de piscina en piscina, cazábamos lagartijas, jugábamos a Los hombres de Harrelson o a Sandokán, explorábamos el bosque y nos asalvajábamos progresivamente y de forma implacable a medida que transcurrían las vacaciones. Nuestros padres sólo nos veían a la hora de comer y se dedicaban a sus cosas.

Yo tendría unos catorce años el verano en que apareció mi tío Damián. Era primo de mi padre, y nunca se habían llevado bien. En realidad, mi tío Damián no se llevaba realmente bien con nadie de la familia. Era distinto a nosotros. Hablaba a gritos (casi siempre de él) y era muy patoso. De hecho se fue a vivir a Francia porque tuvo problemas graves con Hacienda y con la policía. Creo que mi padre tuvo que intervenir para que no acabara en la cárcel. Un patoso integral, y de los que no aprenden de sus experiencias. Un torpe con muchos humos. Era como si tuviera un genoma distinto. De hecho, su padre había sufrido un infarto cerebral un año antes de que él naciera, y mucha gente sospechaba que su auténtico progenitor era el señor que vino a instalar el montacargas con el que subían la silla de ruedas de mi tío hasta el piso de arriba. Un hombre muy fornido que se parecía a Charlton Heston, pero en bajito. A mi tío, por cierto, le llamaban Ben-Hur. La gente ya se sabe, tiene muy mala leche.

Mi tío Damián hizo una fortuna en Francia con sus negocios, más o menos los de siempre. Y al cabo de unos años, cuando ya habían prescrito sus chanchullos, se volvió a España. Lo primero que hizo fue comprarse la casa más grande de la urbanización en la que veraneábamos todos. A mi tío le mortificaba saber que en el fondo le despreciaban, nunca pudo superar eso. La verdad es que no dejamos de ser chavales de 10 años por mucho que maduremos. No del todo, al menos. Y a mi tío Damián le hacían el vacío porque llevaba alzas en los zapatos y nunca aprendió a usar el tenedor con soltura.

Mi tío se había casado con una señora finlandesa muy guapa. Tenía el cabello tan rubio que parecía blanco. Era una persona muy relajada, muy tranquila, y le encantaba abrazar a la gente y quedarse un rato así, abrazada. No se depilaba las axilas y siempre vestía túnicas de lino, muy hippies. Luego nos enteramos de que cuando era pequeña se había quedado dormida una noche en el patio de su casa, a cuarenta grados bajo cero, durante un buen rato. Perdió los dedos meñiques de los pies. No es que se hubiera quedado tonta, pero pensaba de forma distinta a la mayoría. Poseía una especie de pureza de carácter y siempre te miraba a los ojos cuando hablaba. Los tenía de un azul tan claro que daba impresión. El problema era que solía hablar en finlandés y no la entendíamos, pero su mirada era tan expresiva que captabas el sentido de sus frases. Era toda pureza y sabiduría ancestral, una madre cósmica. Destilaba un amor tan puro que te penetraba hasta el corazón y te entraban ganas de llorar. Te la podías imaginar untándose el pelo de grasa de foca o destripando salmones con las manos, mientras sonreía, y no te daba asco. Era ese tipo de persona.

Pero lo importante, en este caso, es que llegaron con su hija. Mi prima Noe. Era tan atractiva como su madre, delgada y fibrosa, y de cabello rubio muy claro. También tenía los ojos de un azul casi blanco. El problema era que había sacado el carácter de su padre. Hablaba a gritos y comía con la boca abierta, ése tipo de cosas.

En los países que quedan muy al norte tienen el problema de la falta de sol. A causa de la inclinación del planeta tierra llegan a pasarse meses sin sol. A las once de la mañana ya es de noche. Muchos se vuelven locos o se suicidan, pero sin dar la nota. El sol es imprescindible para que el organismo pueda sintetizar una vitamina que nos hace mucha falta, o algo así.

El caso es que mi prima se volvió loca con el sol de Alicante. Iba todo el día con las pupilas dilatadas, en plan hiperactivo. Y casi nunca usaba ropa interior. A nosotros nos daba un poco de miedo. Empezó a acorralar a mi primo Iñaki, que era muy guapo. Muy moreno y con el cabello del color del betún, como su padre. Era guapo como los toreros guapos.

Mi primo Iñaki era el clásico sabelotodo de quince años. Siempre estaba alardeando de lo que hacía con las chavalas allá en Sanse, pero con Noe se vino abajo. Noe le iba muy grande, le rebasó por completo.

Lo acorralaba en la piscina. Era como ver a un gato jugando con una paloma que tuviera el ala rota. Y cuando lo pillaba le acariciaba la pollita con los ojos cerrados mientras se pegaba a él y le susurraba cosas en finlandés. Supongo que eran guarradillas. Noe era como un animalillo ansioso de vida. Puro anhelo.

El pobre Iñaki acabo cediendo a aquel fenómeno natural. Se entregó a ella. Noe se lo llevaba al bosque y se untaba la vagina con mermelada para que él merendara. Ése tipo de cosas.

Iñaki acabó asustándose de todo aquello. Un día me lo explicó con pelos y señales, llorando, y me dijo que estaba en pecado mortal. Sus padres eran muy religiosos y él, en el fondo, era un flojo. Como la mayoría de los que alardean. Estrategia defensiva.

Yo le convencí para que no les contara nada, porque sabía que se iba a liar en serio. Y lo que yo quería era merendarme la mermelada, claro. Heredar la vacante, por decirlo así.

El problema era que yo, en aquella época, era bajito para mi edad y muy cabezón. Y además llevaba alambres en los dientes, que me crecían hacia afuera. Y Noe, claro, no me hacía ni caso. Se pasaba el día rondando la casa de Iñaki, como un perro abandonado. No sabía disimular sus emociones.

Pero por aquel entonces yo ya era muy intuitivo. Me di cuenta de que lo que pasaba a Noe era que ansiaba era ser importante de verdad para alguien. No le habían dado cariño de pequeña. Su madre se dedicaba a pintar icebergs en cartones que recogía de la basura, y su padre casi no aparecía por casa. Si me lo hubieran preguntado no hubiera sabido explicarlo, pero lo intuía.

Mi madre tuvo que irse a Madrid unos días y me dejó con mi tía Marga en la urbanización. Y yo aproveché para impresionar a Noe. Le preparé una comida con velas y le robé unas botellas de cava a mi tía. A veces me sentía solo con los niños de mi edad, porque me gustaba hacer cosas muy distintas.

Noe se dedicó a comer los callos que le preparé y a llorar en mi hombro, borracha perdida, mientras yo le acariciaba la cabeza y le susurraba justo lo que quería oír. Olía a cava y a cloro de piscina. Al final me dejó que le arremangara la falda.

El problema era que yo estaba tan ansioso que le hice daño al practicarle sexo oral. Me la hubiera comido allí mismo. Por aquella época aún no me había comido a nadie, claro. Recuerdo que poco tiempo atrás le había preguntado a mi madre si era normal tener ganas de comerse a las chicas, y ella me dijo que no, que me fijara en que incluso las madres hablaban de comerse a sus hijos, que era la forma suprema de cariño. Una cosa, digamos, muy primaria. Y que las mujeres también decían que los chicos que les gustaban estaban “para comérselos”. Y me dijo, sobre todo, que si tenía impulsos que me parecían extraños no me preocupara mucho, que en el fondo todos los seres humanos nos parecemos bastante. Y ahí quedó la cosa.

Noe se volvió loca conmigo. Me compró una dentadura de vampiro, de aquellas de juguete que estaban hechas de plástico, y le rebajó los colmillos con una lija para protegerse de mis ortodoncias.

Enloquecía con mi vehemencia. Yo me hubiera pasado el resto de mi vida amorrado a su vagina. Pero llegó un día en que empezó a darle un poco de miedo. Me llamaba Tiburón, como el malo de Moonraker. Es curioso cómo nos atrae lo que nos asusta, a veces. Creo que ella intuía que había algo raro en mi ansia. Su madre, por ejemplo, nunca me abrazaba.

Yo me enamoré de Noe, claro. Cuando terminó el verano casi me muero de pena. Aquel invierno le mandé un par de cartas, pero no me contestó. Me quedé con la duda de si le habían llegado. Aquel año no me concentré apenas en los estudios.

Al verano siguiente tardamos mucho en bajar a Alicante, porque mi madre estaba mal de salud. Cuando llegué, Noe se había liado con un chico de dieciocho años que tenía moto y las piernas muy largas, y que usaba botas de vaquero. Y Noe se rió de mí delante de él y de sus amigos. Por cierto; cuidado con la gente que obtiene satisfacción riéndose de los vulnerables. Son mil veces peores que los que los engañan para robarles algo. Al menos, estos últimos tienen un objetivo práctico. Pero reírse de alguien para colocarse por encima es de zafios, de gente ordinaria. Y sintomático de problemas de difícil resolución. Inseguridad, ira mal gestionada, etc.

Fijaos en la gente que no se ríe cuando alguien fracasa o se cae. Fijaos en aquellos que sufren como si les hubiera pasado a ellos. Son los grandes, los que hacen el mundo mejor. Los que tienen auténtica clase.

Durante años me mortificó la risa de Noe y del gilipollas aquél. Fue la primera vez que me sentí indefenso y fracasado, a merced de la vida. Fue como si me apuñalaran a traición. Le dije, con la voz muy tranquila, que un día me la comería. Lo hice sin pensarlo mucho. Ella se creyó que me refería a comerle el coño, claro. Y todos se rieron. Hasta el idiota de la moto, que fumaba Camel sin filtro y usaba una cazadora de cuero.

Tardé casi veinte años en cumplir mi promesa.

El padre de Noe se arruinó, y su madre se suicidó acostándose en la nieve.

Lo de Noe fue tan tópico que parecía mentira. Se fue a Madrid y se hizo de azafata en programas de la tele. A veces me la encontraba en la pantalla, cada vez más triste. Se operó las tetas, se metió en la prostitución, se hizo drogadicta y acabó en la cárcel por traficar. Casi de manual.

Y al cabo de diecinueve años y dos meses, en octubre del año 2000, se presentó en mi casa para pedirme dinero. Estaba muy ajada, como una flor cortada.

El rencor es una puta semilla. Permanece en estado larvario durante el tiempo que haga falta, sin morir. Y un día cae cerca una  gota de agua, y entonces germina y crece como en un cuento de hadas. Con rabia.

Le hice la cena a Noe y la invité a cava del barato (total, ya estaba colocada). Luego me comió la polla como si le fuera la vida en ello y me puse muy triste. Las victorias sórdidas, etc. Y cuando le entraron ganas de mear la acompañé para que no se cayera, porque casi no se sostenía de pie, y la metí en el frigorífico que tengo en el sótano diciéndole que era el baño. Para cuando se dio la vuelta para preguntar que dónde estaba la luz yo ya había cerrado la puerta.

La muerte por congelación es una maravilla. Te vas quedando adormecido y tienes visiones. Dicen que te da tiempo a poner tu alma en paz. Noe estuvo un rato pateando la puerta, que tiene un palmo de grosor, mientras yo preparaba el sofrito.

 

 


 

Unos consejos para descongelar la carne:

http://es.wikihow.com/descongelar-carne

Y una receta para cocinar callos:

http://www.hogarutil.com/cocina/recetas/carnes/201109/callos-melosos-10734.html

 

mmiller

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