Mi abuelo era ebanista y luthier, aunque también hacía instrumentos sin ser de cuerda frotada o pulsada. Tenía su taller en el tejado de su casa, en la cuarta planta. Mi abuelo hablaba un perfecto castellano, muy andaluz («¡Apaga la lú!»), y me dijo una vez una frase que recordaré siempre: «Mucha gente solo vale para la guerra». No sé si se refería a cantidad o a calidad, pero supongo que a la primera. Me lo dijo cuando vino toda la familia de mi abuela; no le gustaban las grandes reuniones, se ponía nervioso y subía a su taller. Cuando una de sus hijas se quedaba embarazada, él les hacía una bandeja de madera para llevar el pan al horno, una hucha en forma de casita y un taburete para cada uno de sus nietos. De la casa de mis abuelos, ese taller (que lo construyó con sus propias manos usando madera, tapices, moquetas y cubierto en chapas azules) me lo dejó en herencia, aunque se lo tengo cedido a un primo mío. Es un taller muy pequeño y ahí se pasaba la noche, haciendo obras, escuchando la radio, fumando kifi y sólo con la compañía de una vela. «Me gusta la compañía de la vela, cuando se apaga, me voy a dormir. Cuando se apague me iré». Y un día la vela se apagó, pero la llevo dentro de mí. Yo quiero retirarme del mundo así.
Mi abuelo dijo una vez una frase que recordaré siempre: “Mucha gente solo vale para la guerra”. No sé si se refería a cantidad o a calidad
Le gustaba mucho el grupo Nass el Guiwan, que cantaban canciones reivindicativas con instrumentos folclóricos. Estuvieron en la cárcel por decir en un concierto: «¿Qué diferencia hay entre éste [señalando una foto del rey] y vosotros? ¿Qué diferencia hay entre vosotros y nosotros y entre nosotros y una granada [fruta]?» Mi abuelo decía que la modernidad solo había traído a la música luces y ruido.
Pero su cantante favorita, por encima de todos y todas, era Oum Khalthoum, una mujer egipcia muy famosa en el mundo árabe, que era llamada como «la incomparable voz» y que cantaba canciones larguísimas de melancolía, amor y desesperación con una voz que parecía que arrastraba una pena que estuvo flotando a la deriva durante miles de años; acompañada con maestros de cuerda y viento. Esta mujer era admirada por estrellas y artistas de la talla de Salvador Dalí, María Callas, Sartre, Marie Laforet o Led Zeppelin. Una voz y una mujer que a la larga se convertiría en la banda sonora de nuestras nostalgias, como lo fue Moustaki para los chicos del Mediterráneo europeo de mi generación.
Mi abuelo tenía las mandíbulas marcadas y unos ojos marrones como la miel templada. Se le veía un hombre solitario, no le gustaba la compañía ni el ruido. Tampoco hablaba mucho y se pasaba el día en su taller o en una esquina del salón de casa, en la que se había hecho un pequeño rincón con los pasos de los años desde donde miraba películas árabes clásicas o conciertos clásicos de música árabe. No era una persona autoritaria, de vez en cuando solo le gustaba la compañía de sus nietos que cariñosamente le llamábamos «Baba«, porque era así como le llamaban mis tías y mi tío; y nosotros, los nietos , de tanto escucharles, nos acostumbramos a llamarlo «padre» en vez de abuelo. Salía poco de casa e iba a rezar a la mezquita siempre que llamaban a la oración desde los megáfonos que están en la parte alta de los minaretes y que emanaban voces viejas, antiguas y rotas que sonaban a otra época mucho más lejana. También solía pasear solo por los viejos callejones de la medina antigua de Tetuán. Era una de las pocas personas del barrio que se conocía de memoria todo el entramado laberíntico de la medina antigua y la historia de cada puerta, de cada plaza y monumento; de cada mezquita, de cada fuente y de la historias de sus gentes. Los jóvenes del barrio se dirigían a él respetuosamente como si fuera su abuelo y le besaban la cabeza o la mano. Era el reconocimiento y el respeto que se les tenía a las personas mayores. Las medallas a toda una vida. Esas eran las medallas que le sacaban una sonrisa y le empañaban los ojos y no las conseguidas durante la Guerra Civil española.
No era una persona autoritaria, de vez en cuando sólo le gustaba la compañía de sus nietos que cariñosamente le llamábamos ‘Baba’
A mí me traumatizó un poco que mi abuelo estuviese en la guerra en el bando nacional, pero me traumatizó aún más que fuese a la guerra tan solo con 16 años y que la pasase entera: tres años seguidos sin descanso. Entonces me acordé de sus palabras: «Mucha gente solo vale para la guerra». El padre de mi abuelo fue asesinado por los españoles cuando él tenía cinco años y aquí es donde se barajan las hipótesis: no sabía si realmente se alistó por dinero y salir de la miseria; si fue por venganza, para matar a ateos y comunistas; o si sólo era que «mucha gente sólo vale para la guerra». Nunca le pregunté.
Mi abuelo formaba parte de los Regulares, sección del ejército formado casi exclusivamente por nativos. Es la sección más laureada y condecorada de todo el Ejército español. Su entrega, su valentía, su brutalidad y su nulo miedo a la muerte hacían que siempre fuesen la punta de la lanza. Casi siempre iban en primera fila y nunca retrocedían. Cuando un moro era capturado, se le fusilaba directamente. Ninguno fue detenido. Pese a todo esto mi abuelo no murió físicamante, pero dos veces estuvo a punto.
La primera vez fue durante un fusilamiento. Lo capturaron y directamente lo iban a fusilar, pero justo cuando el soldado iba a disparar, aparecieron refuerzos y el disparo acabó en su pierna. La segunda fue en una casa en un campo de Teruel. Había unos ocho soldados, entre ellos mi abuelo y un alto mando, cuando de pronto empezaron a dispararles. Siete de ellos salieron para contrarrestar los dispararon y mi abuelo se quedó escoltando al alto mando. Entre disparo y disparo una bala le alcanzó en el vientre. El decía que era «una bala fría», que significaba que venía de lejos y con menos potencia. Si hubiese sido más de cerca hoy yo no estaría aquí escribiendo estas líneas.
No creo que con 16 años mi abuelo fuese muy fanático de nada, ni de ideas políticas ni religiosas. Tampoco tan rencoroso como para ir a una guerra para vengar a su padre matando a personas. Tampoco creo que fuese tan valiente como para ir a la guerra por dinero, ni para ser atado casi al ala de un avión, que así fue como llegó a la Península, porque por barco era difícil ya que en ese momento la Marina era afín a la República.
Yo entiendo que lo bonito es decir que un familiar luchó en la Guerra Civil por los derechos, las libertades, y por un gobierno legítimo con el apoyo de la clase obrera. Yo entiendo que sea bonito decir eso y que su familiar leía y escribía poesía mientras disparaba con su amada, codo con codo, contra el enemigo, como diría aquella poeta. Yo entiendo que todo el mundo diga esto, pero es mentira. Si la historia de todo el mundo fue esta, no hubiera existido la guerra civil, ya que sólo habría un bando. Yo entiendo que se diga que la gente se alistaba para un ideal y que morían por una causa noble, pero la realidad es otra: a la mayoría se le enseña quién es el enemigo y se le decía que disparase.
Yo entiendo que sea bonito decir eso y que su familiar leía y escribía poesía mientras disparaba con su amada, codo con codo, contra el enemigo
Solo me imagino a mi abuelo como un adolescente pobre soltado en plena refriega, huérfano de padre y con una madre que apenas tenía qué llevarse a la boca, en un país extranjero donde si no disparabas estabas muerto y viceversa. Solo me lo imagino viendo atrocidades y llegando a la conclusión de que para mucha gente la guerra es un sitio donde ya no hace falta disimular.
Una vez le pregunté a mi abuelo que por qué se sometió a Allah. En ese momento paró de pulir un trozo de madera. Le dio un sorbo a su vaso de té, llenó una pipa de kifi y me respondió:
–Me someto a Allah para no someterme nunca a ningún hombre.
En ese momento no entendí esas palabras, pero años más tarde me recordaría a la escena en la que el Joker le dice a Batman: «No tienes nada con lo que amenazarme. Nada que hacer con toda tu fuerza». A mi abuelo le daban miedo muchas cosas, pero nunca otro hombre. Mi abuelo era la persona más solitaria y ensimismada que he conocido. Posiblemente después de la guerra dejó de confiar en los hombres y se condenó a un ostracismo consentido. No volvió a someterse jamás a la voluntad de otro hombre.
Me acuerdo de una vez que le dije que me dolía la espalda y me dijo que aprendiese a dormir con la cabeza alta. Justo de esa esa frase me acordé en el día de su funeral. «Aprende a dormir con la cabeza alta». Y no paré de llorar, no.
Mucha gente solo vale para la guerra, pero él no. Se lo veía en sus ojos de miel templada.