Fotografía: Juan F. López
Dialogados es un proyecto de periodismo tranquilo que quiere recuperar el tiempo para el diálogo. Son los testimonios personales los que muchas veces ayudan a entender un momento, un lugar, una obra, una generación. Son las emociones transmitidas las que pueden ayudarnos a comprender una utopía en un tiempo exacto.
El sociólogo, animal de costumbres, estudia permanentemente los fenómenos colectivos producidos por la actividad social de los seres humanos dentro del contexto en el que se encuentra inmerso. Por eso, cuando llegamos a la cita con nuestro protagonista, no nos extraña encontrarle disfrutando del descubrimiento de un rincón de Madrid, la plaza de las Comendadoras, y haciendo lo que mejor sabe, observar comportamientos: el de unos jóvenes skaters haciendo piruetas y el de los ancianos sentados en un banco; el de las madres dando la merienda a sus hijos a la salida del cole y el de esos mismos pequeños disfrutando de juegos que uno pensaría que están ya desterrados del centro de Madrid en el siglo XXI. Amando de Miguel, hoy jubilado pero nunca inactivo, desde el alejamiento de su alma mater observa la vida que pasa ante sus ojos. Como lo ha hecho durante toda su existencia. Como lo hará hasta el día en que muera y los obituarios le recuerden con el tópico del sociólogo de referencia en este país. Un tópico que, dicho sea de paso, es más bien un título ganado a pulso. En su última novela, Don Quijote en la España de la reina Letizia, le cede el protagonismo como observador social al ingenioso hidalgo, que confrontará al lector con el presente y el pasado para que juzgue él mismo si ha sido evolución todo lo que llamamos tal.
–No sé si es usted muy de etiquetas. Hace años le pusieron la de “el sociólogo de España”.
–Bueno, más bien “el sociólogo de cabecera”, así me llaman a veces, generalmente por viejo. Creo que muchos me conocen no tanto porque hayan leído mis trabajos de sociología como porque estoy en los medios.
–Vino al mundo en una España que se moría –o, más bien, se mataba–, en un pueblo, Pereruela (Zamora), donde paradójicamente es el barro el que cobra vida.
–Pereruela vive del barro. Es una seña de identidad. Allí llevan más de 2.000 años haciendo cacharros de barro, trasmitiendo ese oficio de generación en generación. Nazco en la guerra. No recuerdo mucho de ella, sólo que mi padre estaba en el frente. Ese es el recuerdo primero que tengo, que mi padre no estaba allí. Cuando terminó la guerra me trajo un caballo de cartón y eso para mí fue maravilloso. ¡Vino desde Barcelona con un caballo de cartón! Y luego recuerdo también como para dormir me cantaba, a modo de nanas, Ardor guerrero, Soy valiente y leal legionario… Vamos, un repertorio muy poco corriente.
–¿Recuerda su primera experiencia con un libro?
–En Pereruela no había libros, solo los tenía el médico. Por cierto, tengo todavía un libro suyo, un diccionario de latín. Cuando íbamos a casa del médico y leía sus libros a mí aquello me fascinaba. Ni en mi casa ni en ninguna otra había libros, solo en aquella. Mis padres emigraron a San Sebastián y ahí sí, ahí empieza enseguida mi relación con los libros. Mis padres me abonaron a Aguilar pagando una cuota mensual, esas cosas que se hacían antes. Me compraron muchos libros ya desde pequeño aunque éramos una familia muy humilde. Ahora tengo cerca de 20.000. Los he ido acumulando a pesar de los muchos que se han ido perdiendo, porque he tenido veintitantos domicilios en varios países y en cada traslado… Ya sabes.
–Acaba de nombrar el origen humilde de su familia. Usted fue instruido en la cultura de la superación.
–Estudié en el mejor colegio de San Sebastián, el de los marianistas, el más caro. Mis padres me matricularon hasta que les llamó el director un día y les dijo: “Pero ustedes están locos. No pueden pagar esto, ¿no? A partir de ahora su hijo es becario”. Y dijeron: “¿Y eso qué es?”. Nunca habían oído la palabra becario ni creían que podía existir un niño al que no le costará nada el colegio. Y ya fui becario toda la vida hasta que hice los estudios en Estados Unidos, ya después de la licenciatura y el doctorado. O sea, que siempre he tenido alguna beca. Por eso cada vez que oigo esta cosa que hay ahora de “la beca como derecho” me subleva, me irrita. La beca no es un derecho, es un privilegio que hay que ganárselo. No es un derecho, no todos tienen derecho a beca. Yo he sacado buenas notas precisamente porque tenía beca. Pero si me dicen lo de ahora, que con dos asignaturas suspensas te renuevan la beca, hombre, pues a lo mejor no hubiera pegado golpe, no lo sé. Porque, por otro lado, la ética de la familia era la del esfuerzo. Somos cuatro hermanos y los cuatro hemos sido profesores de la Universidad. Mis padres no pasaron de la Escuela Primaria. Realmente fue un esfuerzo notable.
–Amando de Miguel fue, como muchos de su generación, sujeto activo del éxodo rural. ¿Cómo recuerda la llegada a la ciudad?
–Eso lo recuerdo perfectamente. Tardamos desde Zamora a San Sebastián día y medio, ese trayecto que ahora son unas pocas horas. Había que ir primero en carro hasta la ciudad, con los bueyes. Después, de la ciudad coger un tren hasta Medina, allí hacer noche y, al día siguiente, coger un correo que iba parando en todas las estaciones y tardaba doce horas en llegar a San Sebastián [Nota del redactor: Los trenes correo, que estuvieron en servicio hasta 1993, fueron durante décadas la columna vertebral del transporte postal en España. Llevaban también vagones para pasajeros]. Pero para mí fue fascinante, era la primera vez que veía el tren, que veía España. Nunca había salido de mi pueblo y aquello fue fastuoso. Nada más llegar a San Sebastián lo primero que hicimos fue ir a ver el mar, directamente desde la estación. Hoy en día, y desde entonces, a mí me sigue impresionando el mar. Aquella visión, aquel mar desde la playa de La Concha de San Sebastián… ¡No creo que haya mar más bonito que ese en todo el mundo! Fue fascinante la experiencia.
–¿Se sintió en algún momento desubicado? ¿Percibió mucho contraste entre la España rural y la urbana?
–Muchísimo, el contraste era brutal. En el pueblo no había agua corriente; cuando yo vivía con mis abuelos no había electricidad. Pasar de ese mundo, que era la Edad Media, a San Sebastián, que era una de las ciudades más modernas de España y más europea, fue un gran salto. Luego, a lo largo de mi vida, he ido viendo cómo se introducían inventos como la radio, la lavadora, el frigorífico… Nosotros no nos los encontrábamos sin más, como los niños de ahora, que creen que han existido siempre.
–En su primera juventud se puso a estudiar profusamente a Marx. ¿Tenía vocación revolucionaria o necesidad de contrastar en el mundo de las ideas qué debería ser o qué no aquella España que despertaba del letargo?
–Bueno, en aquellos años de la Transición y en la etapa previa, como antifranquista, me moví en posiciones de izquierdas cercanas al grupo de Madrid, que más bien eran de UCD y socialistas, no comunistas. Aunque estuve en la cárcel en el año 70 por un artículo y entonces me decían insistentemente que yo era del Partido Comunista, que querían que confesara. Yo les decía: “Pero si no soy del Partido Comunista, qué quieren que les diga. No me importaría decirlo, pero no lo soy”.
–No sé si podemos hablar de fenómeno pero hay muchos casos significativos de intelectuales que, desde posiciones diversas en el espectro ideológico, a uno u otro lado, han migrado hacia espacios contrarios a los de sus orígenes. ¿El conocimiento le llevó al desencanto?
–Yo leía a Marx y a Lenin desde joven. Recuerdo que, después de unas vacaciones de Semana Santa, traje conmigo desde Francia un libro de este último, escondido entre la ropa sucia, naturalmente, porque estaba prohibido. En clase, un catedrático nos preguntó: “A ver, ¿qué han leído estas vacaciones?”. Cuando llegó mi turno contesté: “Yo he leído El Estado y la Revolución, de Lenin” [risas]. Aquello no dejó de ser una tontería, por llamar la atención, pero lecturas de ese tipo me hicieron no ser comunista. Si uno lee a Marx desde el principio es muy difícil ser comunista. Para ser comunista no hay que leer a Marx. Los comunistas que yo he conocido no habían leído a Marx. Yo sí me lo leí.
–¿Qué leen entonces?
–Muchos han leído más a Marta Harnecker, una divulgadora suya. Pero no, hay que leer a los clásicos, a Lenin y a Marx. Leer divulgación no vale.
–Algunos de los que militan en estas ideas han recuperado protagonismo político en una España que hasta hace poco creía que la madurez democrática era consolidar la alternancia de derecha e izquierda según lo dictara el momento económico y social, sin más.
–Yo lo profeticé hace un par de años en un libro. Dije que Podemos llegaría al poder. Tienen todas las características necesarias. Son revolucionarios profesionales, se dedican las 24 horas del día a eso. Tienen un perfil fanático y autoritario y hay un público para eso. La prueba es que tienen cinco millones de votos. Yo esto lo escribí hace dos años y la gente me tachaba de loco. Y hace cinco años era mucho más impensable.
–Bueno, hace cinco años lo que pasaba era que la indignación empezaba por fin a despertarse. Las derivaciones políticas vinieron después y están cargadas de matices. Los problemas surgen cuando varios divididos y no todos a una se quieren arrogar la maternidad del fenómeno. Luego unos piensan que los otros no representan el espíritu de aquel momento.
–Cuando una crisis económica coincide con otra política se produce un colapso, un cambio brusco, una transición. Ha sucedido así varias veces en la historia de este país en los últimos tres siglos. De momento, en torno al 15-M el cambio presupuso una alteración del lenguaje político. El descrédito y el vacío de los partidos existentes, de derechas y de izquierdas, nacionales y nacionalistas tenía que ser rellenado por otras formaciones.
–Parece lógico. Quizá el mayor problema fue que no hubiera pasado antes.
–Puede, pero es que la gente todavía dudaba mucho. Ya te digo, hace dos años no se veía tan claro el ascenso de un partido como Podemos. Yo lo vaticiné y lo argumenté y me tacharon de loco. Eso es todo.
–Loco como su Don Quijote en la España de la reina Letizia. Vamos a seguir hablando del país pero si le parece podemos seguir el hilo de la propia novela. Dando entrada al humor en ella hace lo que mejor sabe, una radiografía sociológica de España. Al final acciones particulares como esta van a resultar mejor homenaje a los 400 años de la muerte de Cervantes que el programa de fastos oficiales, que se va a quedar cojo, se comenta que por la falta de sintonía entre las instituciones organizadoras.
–En la obra, precisamente, se habla de ello. La acción sucede en el que sería el verano de este año y se critica cómo está siendo un desastre la conmemoración cervantina, lo cual es verdad. Este libro puede contribuir, modestamente, a esa iniciativa común.
–Volvió a ser profeta. Deteniéndonos en el título de la novela, que nos recuerda que vivimos en una monarquía del siglo XXI, quería preguntarle cómo ve la institución.
–El rey Felipe es el primero que ha nacido en España y creo que será el primero que no se vaya al exilio. Porque aquí, los reyes, desde Carlos IV, que se dice pronto, o han nacido fuera o se han ido fuera. Cuando se habla de la monarquía como una cosa estable pienso… ¡Cómo estable! Si los reyes han venido todos de fuera o se han ido fuera. Este es el primero que lo ve uno como algo más estable. Por otro lado, es también, yo creo, el primer rey que ha estudiado. De su padre se dice que estudió. ¡Yo creo que su padre no pegó ni golpe! Su padre no estudió nada. Este sí. Que Felipe VI sea el primer rey que ha estudiado no está mal, ¡caramba!
–En la obra, Alonso Quijano le pide a su nuevo Sancho que averigüe cómo sienten y padecen los españoles de hoy. El heredero del escudero le advierte de que “son estos tiempos de muchas necesidades insatisfechas”. ¿Cuáles serían las principales?
–La clave de los votos de Podemos está ahí, por ejemplo. En principio, aunque hay crisis económica, la crisis no nos ha empobrecido tanto. Además tenemos que hacer caso a los que nos dicen que ahora estamos saliendo lentamente. Entonces, por qué mucha gente tiene la sensación de no llegar a fin de mes, de vivir mal, de que no le alcanza el sueldo… ¿Qué es lo que ha pasado? No es que haya bajado tanto la renta sino que han aumentado muchísimo las necesidades. Yo, que ya llevo en esta vida muchos años, las vacaciones sigo considerándolas un lujo. Lo tengo metido en la cabeza. Pero en general se consideran un gasto normal. Ocurre lo mismo con los gastos en comunicación. ¿Qué se gastaba la gente hace 50 años en este concepto? El teléfono y muy poquito. Nadie llamaba “en conferencia”, como se decía. Hablabas con los de tu ciudad. Ahora todo el mundo tiene dos o tres teléfonos con internet, ordenadores, tabletas… Han bajado los precios pero ha subido la demanda. Igual ocurre con el ocio u otras situaciones. Que el niño fuera a estudiar a Inglaterra, por ejemplo, estaba destinado antes para gente de clase altísima. Ahora es algo que puede plantearse una familia de clase media, pero eso conlleva un coste.
–¿Somos esclavos como individuos de las necesidades que generamos como sociedad?
–Generamos más necesidades y ese decalaje entre los ingresos y las necesidades hace que nos sintamos sujetos de la crisis económica, subjetivamente, claro.
–Don Alonso tiene la idea de que los españoles, en general, como conjunto, estamos un poco mal de la cabeza.
–Dice: “¡Pero si están todos locos! Los veo corriendo de un lado para otro. ¿Dónde van? ¿Y por qué hay tanta gente en la calle? ¿No se chocan? ¡Están todo el día comiendo y lo hacen también en la calle!”. Quizá hay cosas, dentro de estas evoluciones de las costumbres, que nos las deberíamos hacer mirar.
–Dice también el hidalgo: “No veo yo ahora tanta libertad como presumen mis compatriotas». Se nos llena la boca hablando de libertad, la exigimos, la defendemos. ¿De tanto traerla” y llevarla hemos acabado por pervertirla?
–Sí. Por ejemplo, hemos subrayado mucho la igualdad, como una obsesión, y ahí hemos avanzado muchísimo. Digan lo que digan, nunca ha habido tanta igualdad en todos los órdenes como la hay ahora, incluso en el de varón-mujer, pero no solo, porque formas de igualdad o desigualdad hay muchas más. Sin embargo, en la libertad no hemos avanzado tanto. Hay todo tipo de controles, de inspecciones, de vigilancias… ¡Estamos observados continuamente! No nos sentimos libres, pero como vivimos metidos en esa dinámica no nos damos cuenta. Por eso cuando un don Quijote del siglo XVII viene y se encuentra con que hay que sacar el carnet de identidad, hay que abrirse una cuenta bancaria, hay que tener la tarjeta sanitaria… Todo son números, todo son tarjetas, todo son controles… Yo ayer saqué la de cliente de Correos. Si utilizas mucho sus servicios (y yo lo hago para enviar libros, paquetes etc.) sacas una tarjeta y te hacen descuentos. Pero en esa tarjeta ya van todos tus datos y en muchos casos acaban vendidos a otras empresas. Raro es el día en que alguien no me intenta vender algo a través de mi teléfono, que es una cosa privada.
–Sin irnos del teléfono, algo que nos puede dar muchas alas para la comunicación mal gestionado también puede restarnos libertad.
–Obviamente, la tecnología transforma nuestro comportamiento. Por ejemplo, antes la gente se miraba más a los ojos. Ahora subes al metro y todos miran su pantalla. Eso al final cambia nuestra forma de comportarnos socialmente. Parece que tenemos vergüenza. Luego subes a un ascensor y quién se mira a los ojos. ¡Parece una agresión! Eso es lo que yo llamo falta de libertad.
–¿Cuál es entonces su relación con la tecnología?
–Soy austero. Empleo el correo electrónico, como es lógico, y empleo el teléfono para llamar y que me llamen. Pero nada más. Tuve un perfil en Facebook pero me aburrí porque me llevaba mucho tiempo. Después de estar toda una tarde delante de la pantalla me pregunté: “¿Para qué sirve todo esto?”. Prefiero el contacto directo. Sí que leo mucho la prensa digital. A eso, pese a mi austeridad, le dedico varias horas al día.
–Ha sucumbido entonces solo en parte.
–Lo justo. Mira, me viene a la cabeza ahora otra pauta de comportamiento muy curiosa relacionada con los correos electrónicos. La gente se pone ahora muy nerviosa cuando envías un mensaje y el que lo recibe no te contesta inmediatamente. Antes, cuando recibías una carta no te sentías obligado a darle respuesta ipso facto, te podías tomar unos días. Ahora hay necesidad de que todo fluya rápido. Si no contestas antes de las dos horas tendrás otro correo recordándotelo.
–Y en esta vorágine en la que me incluyo hemos perdido la capacidad de admirar el silencio.
–Todo está lleno de ruidos, como se puede comprobar en esta entrevista [ríe señalando a una máquina de café que ‘lo da todo’ junto a nosotros, acústicamente hablando]. El silencio es un privilegio. Por eso vivo en la sierra. Mi vecino más cercano está hasta 150 metros. Solo oigo a los pájaros.
–Uno de los grandes males en tiempos de Cervantes y en los nuestros es la envidia. ¿La ha vivido usted en su propia carne?
–Sí. Todo el que tiene un poco de éxito profesional se ve sujeto a la envidia. Pero yo la veo con dos caras. Tener envidia es un pecado capital horrible, porque además no se goza nada. Con la gula, la lujuria o la pereza se lo pasa uno bien pero con este solo lo pasas fatal. ¿Dónde está pues el gozo de la envidia? Si todos los pecados capitales conllevan placer, dónde lo esconde este. Pues en la otra cara: dar envidia. Dar envidia es extraordinario. Si jugamos a la lotería y nos toca queremos mostrar a los otros nuestra suerte; si nuestro hijo se va a Inglaterra nos encanta enseñarle a los amigos las fotos con el móvil para que se enteren… La diferencia entre dar envidia o tener envidia es importante.
–Otro concepto interesante sobre el que se reflexiona en la novela es el de la fama. Para
Alonso, la auténtica fama se obtiene después de una larga vida y tiende a ser eterna. Podríamos pensar en el propio Cervantes. Pero en nuestros días el concepto se aplica con mucha gratuidad a perfiles de lo más efímero.
–Ha cambiado mucho el concepto de fama desde el Renacimiento. Cervantes es hoy en día famoso aplicando el concepto clásico. Ahora el que se maneja es prácticamente el opuesto. En la actualidad, famosos son normalmente jóvenes que tienen éxito en este momento pero que todo el mundo sabe que cuando sean viejos no se acordará nadie de ellos. La fama ahora es efímera.
–¿Qué hacemos con los políticos corruptos? ¿Los mandamos a galeras?
–Don Quijote diría que la corrupción solo se combate castigando. Yo creo que no solo castigando. Si es un delito hay que castigarlo, claro, pero la corrupción es más general de lo que se dice en España. Para mí es una consecuencia ineludible del sistema de poder que tenemos. El sistema de poder ahora consiste en tener algún cargo para nombrar más cargos, hacer favores o dar subvenciones. Tener poder es multiplicar tu capacidad de hacer favores y que te los agradezcan. ¿Cómo? Devolviéndote favores o dándote votos. Por lo tanto, todos los partidos, por definición, son corruptos. Porque todos quieren llegar al poder y tener cada vez más poder. Por eso no se pusieron de acuerdo para llegar a formar Gobierno, porque todos quieren ser jefes de ese Gobierno y no hay más que un sitio.
–O sea que, a sus ojos, la corrupción política es categóricamente consecuencia natural de ese poder.
–Consecuencia natural general. No depende, incluso, de la moralidad de las personas. Si entras en el juego político tienes todas las papeletas para acabar actuando en esa dinámica de los favores. Es casi imposible negarse a ser corrupto.
–En este mundo cambiante hemos pasado de tener miedo a cosas concretas –miedo a la soledad, miedo a la muerte–, a vivir instalados como sociedad en un clima de miedo permanente. ¿A qué le tiene miedo Amando de Miguel?
–A perder la memoria. El terrorismo u otras formas de violencia no me dan miedo. He sufrido por ello y he sido amenazado muchas veces pero me pilla muy viejo ya. Perder la memoria sí es una cosa que me da miedo, creo que es la mayor tragedia que le pueda ocurrir a una persona. Si yo no pudiera escribir ya me dirás qué hago yo en la vida. ¡Es lo único que sé hacer!
–Le iba a preguntar si sigue conservando su biblioteca intacta. Ya antes ha dicho que no, que se han ido perdiendo muchos libros por el camino. ¿Cuántos volúmenes tiene ahora mismo?
–Cerca de 20.000. Se han ido acumulando muchos. Tantos que me hice una casa para guardar los libros. No es que haya una biblioteca en la casa donde yo vivo, sino que yo vivo en una biblioteca [risas].
–¿Qué se trae ahora entre manos?
Estoy preparando un libro sobre la cantidad de creencias falsas que tenemos y que creemos a pies juntillas. Hay cientos de ellas. Las llamo paparruchas. Luego tengo novelas inéditas también. He escrito varias novelas cortas que quisiera editar ahora todas juntas. Me gusta mucho la novela corta. Los tochos no me atraen tanto. Ahora está la moda de las novelas de 800 páginas. Eso en España no se ha hecho nunca. El Quijote es gordo, pero hubo dos partes con diez años de por medio. Sin embargo las novelas ejemplares de Cervantes, por ejemplo, son novelitas cortas.
–Dice en su novela que los sueños, algo inmaterial y velado, como las sombras de la caverna, a veces nos llevan a la verdadera realidad, la que nos hace vivir. Regálenos un sueño para acabar.
–Yo sueño mucho pero de lo que más me acuerdo es de las pesadillas. Tengo una muy recurrente, la de quedarme en blanco en un examen. Se ve que estar desde niño y luego en la Universidad enfrentándome a tantas pruebas me ha dejado huella.