Miro sus rostros. Los repaso uno a uno y siento que el aliento se me escapa. Son hombres y mujeres de los pueblos originarios que conforman México: yaquis, tzeltales, ch’oles, zapotecos, mayas peninsulares, p’urhépechas, zoques, tzotziles, rarámuris, amuzgos, nahuas, otomíes, miztecos… vienen de todos los puntos cardinales; agita cada uno su bandera de sueños multicolores y promisorios. Se reúnen en torno a un altar otomí, compuesto por una asombrosa variedad de semillas y flores y dispuesta en los tres niveles de la concepción indígena del universo. Son hombres y mujeres, miembros de los equipos que acompañan los procesos de pastoral indígena de la iglesia católica en las distintas diócesis del país. Han venido al XI Encuentro Nacional de Pastoral Indígena, promovido por la Dimensión Indígena de la Comisión Episcopal para la Pastoral Social.
A los rostros, curtidos por los años y por los trabajos del campo, se unen caras nuevas, brotes de juvenil resistencia, muchachas y muchachos indios, orgullosos de su procedencia y herederos de la sabiduría de sus abuelos y abuelas. La reunión duró tres días, cada uno de ellos dedicado a un paso del método consagrado ya en América Latina como instrumento para la reflexión pastoral: Ver, pensar y actuar. En el ver desfilan, junto a la mención del despojo y la voracidad del capital dominante y sus proyectos extractivos en los territorios indígenas, la narración entusiasta de los esfuerzos autonómicos y de la búsqueda de una democracia comunitaria que se desarrolla al margen del corrupto marco de la política de partidos. Ningún partido recibe palabra alguna de aprobación de parte de estos representantes de los pueblos indios.
En el pensar se escucha la sabiduría antigua, la palabra sabia de los abuelos y las abuelas, la consonancia cada vez más clara entre proyecto evangélico y culturas originarias, el pensamiento indígena, que sigue un camino distinto al de la racionalidad occidental y que se dirige a un objetivo, acaso superior: no sólo la comprensión del mundo circundante, sino la realización aquí y ahora de la utopía del buen vivir (Sumak Kawsay, le llaman en la tradición andina). Y el pensamiento fluye, no como impetuosa cascada, sino como manojo de riachuelos que, desde un apacible lago de tradición se desbordan al mar donde todas las sabidurías encuentran cabida. El pensamiento indígena se confronta, en este momento de la asamblea, con el proyecto de Reino anunciado por Jesús de Nazaret y vivido conflictivamente por las comunidades cristianas del primer siglo, según nos cuentan los textos que componen el Nuevo Testamento. La urgencia de hacer que la matriz judía del cristianismo se abriera a las nuevas culturas en los inicios de la iglesia, ilumina el quehacer de la pastoral indígena de nuestros días. El panorama se completa con una reflexión sobre el magisterio católico y la atención pastoral de los pueblos originarios, conducida por el Obispo de Teotihuacán, Guillermo Francisco Escobar Galicia, responsable de la dimensión indígena, presente durante todo el Encuentro.
En el actuar se comparten las luchas de los pueblos, sus esfuerzos –invisibles para una buena parte de los habitantes de este país, pero efectivos para el bienestar de los pueblos y sus luchas– en la construcción de las autonomías y de un modelo de país en el que, por fin, se pueda ser dignamente maya y mexicano, rarámuri y mexicano, amuzgo y mexicano… Una esperanza que encontró una formulación inicial adecuada en los Acuerdos de San Andrés, y que se va realizando, a despecho de una oficialidad de partidos e instituciones que niegan a los pueblos indígenas su derecho, y se concreta en territorios en los que la palabra de las comunidades es la que decide. La reflexión viene acompañada de la exposición de la Lic. Carmen Herrera, acompañante de procesos de reivindicación de derechos de los pueblos originarios.
Miro los rostros, distribuidos en las mesas que llenan el auditorio municipal de la comunidad de Temoaya, estado de México, territorio otomí. Los adultos escriben y escriben en los cuadernos que la coordinación del encuentro ha repartido entre los participantes. En una mesa, en cambio, veo a Felipe, un joven tzotzil, escribiendo en su computadora portátil. En un momento de la reflexión, Felipe sube al estrado. Comparte con todos los asistentes la experiencia de autonomía de las comunidades indígenas en Chiapas, la mayor parte de ellas ligada al proyecto de resistencia zapatista. Menciona la sublevación de 1994 como punto de partida de su reflexión. Y yo me imagino a Felipe el 1 de enero de 1994, cuando tendría quizá dos o tres años. Pero él cuenta la historia como si hubiera sido uno de los que se levantaron en armas. No puedo evitar pensar en los judíos actuales, que cada noche de pascua, comienzan su cena familiar con las palabras “Nosotros éramos esclavos en Egipto…”, aunque esa celebración pascual tenga lugar en el siglo XXI y en ciudades tan disímiles como Jerusalén o Nueva York. Cuando, al terminar la misa de clausura, me acerco a despedirme de Felipe y a felicitarlo por sus palabras, un diácono tzotzil, sombrero de cintas multicolores, me dice con el rostro sonriente de padre orgulloso: ¡es mi hijo! Y yo me siento indigno testigo de la transmigración generacional de la resistencia.
La asamblea vota a favor de un pronunciamiento que será compartido con todos los pueblos que se encuentran representados en el encuentro. En dicho texto, la voz indígena logra expresar lo que el discurso occidental no alcanza: la voz de la Madre Tierra se queja con el lamento isaiano: “Pueblo mío ¿qué te he hecho o en qué te he ofendido? Respóndeme”. Y el elenco de las acciones depredadoras se desgrana desde la voz de una madre humillada y ofendida. Y el lamento es recogido por estos pueblos originarios, acaso el bastión último por el que la humanidad encontrará el camino de su supervivencia. Como bien dijo el teólogo indígena, Eleazar Hernández, en su exposición: “los pueblos indios éramos considerados antes como un problema. Hoy nos damos cuenta, cada vez más, que somos la solución”.
El encuentro termina con la celebración de la Eucaristía en el templo principal de Temoaya. Una decena de presbíteros indígenas preside la celebración. Los signos procedentes de las distintas culturas expresan con sus colores la fe de los pueblos originarios: flores, incienso, lecturas en otomí, ofrendas… En el marco de la celebración se hace la entrega del bastón de mando a quienes serán los anfitriones en el Encuentro del próximo año, el pueblo p’urhépecha que habita en el territorio de la arquidiócesis de Morelia. Salen todos con el compromiso de crecer en la articulación entre la acción pastoral de la iglesia, las experiencias de los pueblos y la acción de las organizaciones civiles que caminan junto a los pueblos originarios. Yo termino con el corazón recargado de energía y renovando mi decisión de vivir y morir al lado del pueblo maya, testigo insomne de su despertar y de sus esfuerzos de autonomía y vida digna.
Fotografía: Wikicommons