Ilustración: Toni Planells
El declive de la Gerontocracia
Gerontocracia (del griego geronto, “anciano” y kratos, “poder”): Gobierno o dominio ejercido por ancianos.
Mariano se encuentra sentado. Le gusta pensar así, a solas, en su sillón de terciopelo, al margen de la agitación de los despachos y sumido en el silencio, fumando un cigarro en su salón oscuro. Pero esta noche es especial. El compás con el que su dedo índice golpea el brazo de la exclusiva pieza de tresillo es pausado. Observa el televisor y, de vez en cuando, mantiene los ojos cerrados durante dos segundos. Alexis Tsipras ha derrotado a su homólogo griego, que dentro de unos meses anunciará su dimisión.
Los cambios le repelen. (Mariano está pensando.) Sabe que el público es ignorante (Mariano está pensando), y por eso le embarga un cierto rencor revanchista (Mariano está pensando).
El fin de un modelo que funciona podría estar llegando. ¿Es este el comienzo del cacareado cambio? De pronto, Mariano se ve profundamente envejecido. Las siglas de su política están indudablemente sumidas en el siglo pasado, en una época anterior. Decepcionado por su propio partido y entristecido por la idiotez de su pueblo, cierra los ojos una vez más. Es el declive de la gerontocracia. Y la única forma de salvarse del desmoronamiento de la matriz es aferrarse al poder que aún indudablemente tiene. Y lo hará con la fuerza que sólo otorga el frenesí senil de los más ancianos.
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Tiene una responsabilidad con su electorado. Ese electorado fidelísimo, aquel que no le abandona jamás. Sus adeptos son siempre los mismos: amantes de la supremacía moral que sólo los clásicos otorgan. El silencio y la tranquilidad, aptitudes que cultivan, son fácilmente confundibles con la terquedad que ostenta una mula. Los parámetros en los que se mueven son primarios: no aceptan que nadie les quite la razón. Y lo cierto es tienen argumentos que se la dan.
El primero es la experiencia. El valor fundamental de su indudable liderazgo estriba en los largos años de gestión de todo tipo. Gestión pública, en el ámbito institucional; gestión privada, en el hogar; y también la necesaria gestión oculta, velada y de contrabando, aquella que tiene lugar en los despachos cerrados, ahí donde huele a humo de puro ilegal y donde también hay noches en las que se escuchan sonidos de alcantarilla.
A medida que pasan los años –sus canas extendiéndose, el tabaco y el alcohol abandonados por recomendación del médico—se sorprenden ansiando (cada noche más) una ampliación de su cuota de poder; un poder irrebatible que sólo otorga la universidad de la vida.
El baile
¿Han bailado un vals alguna vez? Seguramente no, a no ser que se hayan casado y sean amantes de lo pomposo o lo tradicional. Pero seguro que saben cómo funciona: seguro que lo han visto bailar. Vistan a Rajoy de hombretón pulcro y sin carcoma y a Artur Mas de Donna Mobile qual Piuma al Vento y tendrán una cómica –aunque fiel— representación de la política a la que han jugado tanto el Gobierno como la Generalitat en los últimos meses.
Con la fuerza que sólo el frenesí senil de los más ancianos otorga, Mariano decidió jugar a la forma de política más fácil y prolífica que se conoce: el nacionalismo. Y sólo pudo hacerlo con otro que tal baila, un President cuyo poder corría el mismo abismal riesgo de ser concedido por la ciudadanía a otras fuerzas políticas a no ser que, con celeridad, le diera caña a esto del independentismo y comenzase a bailar.
El vals es mágico: es capaz de encandilar al público durante muchos meses. Gracias al encanto de este baile, que tiene sus orígenes en el Siglo XII, Mariano y Artur han conseguido que la opacidad de lo ‘urgente’ eclipse por completo a lo importante. De pronto, los temas más delicados pasan a las páginas interiores –si es que aparecen—a favor de los pasos perfectamente bien ejecutados de esta pareja igualmente perfecta.
Mariano lo tuvo claro: ante el fracaso estrepitoso de sus políticas económicas, que no hicieron más que cabrear a la ciudadanía y crear un partido que en enero fue la primera gran fuerza en intención de voto; ante una quinta columna de matarifes, camuflados en su formación como uno más, sumergiéndolo en escandalosos y enfermizos casos de corrupción; ante la pujanza de un sector de la sociedad que él mismo ha dejado abocada al fracaso y al olvido; después de cuatro años de cimentar y construir austericidio, corrupción y desigualdad social no le quedó otra, a Mariano, que bailar.
Porque Mariano ha decepcionado incluso a sus más fieles. La gerontocracia del Partido Popular ha conseguido la proeza inaudita de repeler a un sector de su cuota asegurada de votos, a su núcleo duro, a aquellas personas que ya les votaban antes incluso de que se pudiera votar. Por eso, Mariano sabe que entrar en un debate a cuatro no entra dentro de sus márgenes. Sí entra dentro de sus márgenes, por el contrario, comentar un partido en la Cope, hacer giras por los pueblos de España y acercarse a los votantes de siempre, reconciliarse con aquellos que han visto horrorizados cómo sus nietos se encuentran en el paro tras dos másteres y un doble grado o cómo sus cuñados se arruinaron gracias a la carísima broma del emprendimiento.
Mariano quiere emprender una carrera a contracorriente: quiere renovar la confianza de aquellos que se saben engañados.
Y por eso Mariano está sentado a solas, lejos de los despachos donde a veces se oyen sonidos de alcantarilla, masajeándose las sienes, golpeando con la otra mano el brazo del sillón a un ritmo imperceptible, sumido en la humareda de un salón lustroso aunque oscuro, rompiendo con su respiración el silencio, cerrando los ojos durante dos segundos y observando entretanto la análoga caída de su homólogo en Grecia (un país que no es España). Por eso Mariano está pensando.