Con pintorescas maneras encaré el pago de la atracción, disimulando valentía y un francés decente. Así intentaba demostrar que me manejaba en mi nuevo idioma. Y mi hermano y un amigo asentían, asombrados de mi acento y esas palabras raras que yo repetía todo el rato. Pues no sabía más.
La noria se alzaba ante nosotros como un gigante quijotesco de aspas giratorias. Yo me planteaba entonces que aquello fuera no solo opcional, sino ocio puro y duro. Pagar siete euros por el placer de estar allí. Y miraba hacia arriba preguntándome qué disfrute iba a encontrar uno; pero desde el suelo firme me dejé rociar por un cierto fatalismo despreocupado de quien ha quedado luego a tomar algo, como diciendo: “venga, al lío”.
Un hombre rubio o moreno, no recuerdo, nos abrió la pequeña puerta de nuestro balancín, ese aposento de dos bancos a cada lado, sin mayor protección que un respaldo que no atajaba ni media columna vertebral. Y, ya sentados, como si no pasara nada…. la noria se empieza a mover. Yo miraba a todas partes, sobre todo hacia atrás, preguntándome dónde estaban los agarres, la protección, el casco o por lo menos el cinturón de seguridad, o una cristalera que nos protegiera del mundo exterior, que se desvanecía por momentos a medida que ganábamos altura; y agitaba las manos nervioso, como una madre angustiada que no encuentra a sus hijos.
Por lo visto las norias, o por lo menos la de Niza en navidades, se paran entre los diez minutos que uno anda subido allá, como un gesto de romanticismo, supongo, o para darle algo de nostalgia al momento. Qué mala pata que a las pocas vueltas nos hubieron de parar la atracción giratoria cuando nos encontrábamos en el punto más alto. Y aquello se balanceaba como si se derritiera la tierra unos metros (que bien me parecían kilómetros) más abajo. La ciudad del sur de Francia se extendía ante nosotros con una belleza asombrosa, desplegada la noche sobre las luces encendidas de la costa mientras la brisa marina abanicaba nuestras caras sonrojadas por el frío del invierno, que bien pudiera haber disfrutado y saboreado de no haberme visto obligado a tirarme al suelo y agarrarme al banco, ante el asombro de mi hermano y mi amigo.
– Manu, estás muy blanco- me dijo uno de los dos.
E intenté responder, y apenas pude balbucear algo como: “Decid que nos bajen de aquí, cojones” Y me agarraba, escurridizamente, con más fuerza a donde pudiera, y mi hermano por momentos se dejó llevar por ese vértigo asombroso que nos redujo a los dos a… a algo bochornoso. Mi amigo, como es normal, se moría de la risa y disfrutaba de las vistas. Incluso aprovechó para sacar varias instantáneas con su móvil. De nosotros, digo, no de las vistas. Nos fotografiaba sin parar. La noria volvió a seguir girando, y el vértigo ya estaba clavado en mí de tal modo que no hacía otra cosa más que resignarme a morir, casi tumbado, espatarrado en mi banco sin siquiera asomar la cabeza, que, de haberme atrevido, lo habría hecho, seguro, para sacar un brazo y gritarle al tipo de abajo: “¡Bájame, puto sinvergüenza!”.
Cuando la cosa terminó, me dejé caer al suelo unos metros por delante de la salida. Mi hermano me acompañó, creo que más por el mareo que por consideración, y nuestro amigo seguía echando fotos contentísimo. Hasta tal punto era el espectáculo que dos policías se acercaron a cerciorarse de que estuviéramos bien. No sé si pude decir nada o levanté el pulgar.
Días después, andaba diciéndole a una amiga, mientras paseábamos por la misma plaza, que cuando quisiera montarse en la noria yo repetiría con ella.
– Aunque me parece un poco caro, siete euros para tan poco rato…- decía yo muy convencido.
– ¿Merece la pena?
– Mm, bueno… no mucho.
– ¿Y si se nos parase arriba del todo?
– Yo te protejo- dije. Y miré un poco a todas partes, para asegurarme que nadie más me había oído.