a quien me enseñó a soñar despierto, en la víspera de su cumpleaños muchos, abrazo a la agüelita Zoila.

Pasaba apenas medianoche cuando el viento frío tomó rumbo al mar. Barcelona entonces me recibió con desdén. Estaba allí, en medio de la ciudad que no duerme, esperando la nada. Salí de la estación de trenes, olí la noche como se huele la montaña y pensé en mi abuela y sus consejos varios: viajar abre la mente.

Me dirigí a una caseta telefónica justo en la esquina donde la sombra se esconde. Unas gaviotas sin horario graznaron como diciendo adiós y mis pies estaban fríos como la arena. Caminé pasmoso, adolorido, sin sazón, cansado de las horas de viaje. Necesitábamos hablar por teléfono y me arrepentí de no tener un celular. Me remordió mi hippismo trasnochado y mi discrepancia ante la tecnología. Hubiera dado medio guevo por tener un movil en ese momento.

Me acerco a la caseta mientras cuento mis monedas. Un hombre de aspecto huraño ocupa el auricular mientras otro que le acompaña le dice no sé qué. Luego, luego empieza una gran discusión en la que el destino me puso como mudo intermediario. Estaba muy cansado, física e intelectualmente, para decir nada. Amén a ello, me ganó el mexicanismo que llevo dentro y que aconseja no meterse en problemas ajenos contrario al andaluz que parece gobernar las noches de España.

“Devuélveme mis dos monedas”, dijo con cara de muy poca paciencia el hombre que estaba al teléfono. Rostro magro como de mil noches sin sueño, parecía salido de una mala peli de villanos. ¿Se ha fijado en los vagabundos cuya mente es única y les dice “hace frío” en pleno verano por lo que portan abrigo sobre abrigo sobre abrigo? Pues así. Una gran cicatriz bordeaba su frente, dientes como elotes y mirada de muchos enemigos. Su contraparte era el hombre con el que discutía; de aspecto bonachón, daban ganas de invitarle un cigarrillo. Los estereotipos vuelan a mi mente mientras les escucho discutir: sobreviviente del paro español refunfuñe contra malandrín de Tarantino al que intentó auxiliar. “Pero qué va, yo no tengo nada tuyo”. La discusión sube de tono, el ambiente se acalora, no hay más teléfonos en la cercanía, “Esto me pasa por querer ayudarte”, “No me robes, regresa mis monedas, debo hablar a mi gente”, “Lárgate con tu gente, aquí no hay lugar para más como tu”,…

La escena es única, las posibilidades muchas: ¿y qué si el hombre blanco sí le ha robado un par de euros en un mundo como éste en el que dos euros son dos euros?, ¿y qué si el teléfono público se ha tragado las monedas?, no sería nada raro, ¿y qué si … Mientras mi mente vuela el hombre de ruin aspecto dice con voz profunda, sin duda alguna, con manos calmas y porte sereno mientras de sus ojos sale fuego: “Estuve diez años en la cárcel, hoy es mi primer día de libertad y no pienso gastarlo en este tipo de gilipolleces”. Entonces se giró, me miró, sonrió como un niño y siguió su camino.

Una caseta telefónica en una Barcelona de parábolas que vuelan como gaviotas.

 

Posdata en botella de mar:

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