Ella acarrea una melena teñida y amarilla. Él es pintor y ella, escritora. Se emborrachan los fines de semana.
Ella se enrolla en el brazo de su marido, que se asemeja en algo a Luis Eduardo Aute, tal vez en su gesto de sosiego trabajado, aunque hay una cosa diferente, un céntimo de vanidad en su mirada que intenta defender la humillación de su cabeza calva y de su pelo engordado artificialmente con el secador. Su cabello es como una ensaimada hecha donut a fuerza de repizcos, como el ojo de un huracán que se disipa.
Ella es escritora y él, pintor.
Okavango, El Sol. Ella pregunta la edad a los jóvenes y rápidamente sus dedos trastabillan sobre la pantalla del móvil para mostrar la foto de su hija. Por entre la bruma etílica de su carne surge un efluvio de orgullo.
Underground. El camarero la escucha mientras intenta trabajar, consigue escaparse unos segundos, recoge un par de vasos. Detecta en la puerta a dos amigos, levanta la barbilla urgentemente y los llama. “Mira”, avisa a la mujer, “con este chaval te va a encantar hablar, sabe un huevo de literatura, es poeta”. El joven se acerca y abre una sonrisa que cobija una ingenua presunción de celebridad que él nunca reconocería.
—Conque poeta, ¿no?
—No, mujer, este es que me quiere mucho… Pon un tercio bueno, hermano… Tus huevos ahí.
Ella le cuenta que es escritora y señala la mesa en la que departe un señor con tonsura: “Ese es mi marido, es pintor”. Luego relata que lleva escribiendo toda la vida, tiene mucha experiencia, mucho oficio.
—¿Qué poetas te gustan? —su lengua se mueve empachosa como una bayeta.
El chaval se entusiasma, menciona unos cuantos nombres (Gamoneda, César Vallejo, Octavio Paz) y le devuelve la pregunta con impaciencia, con ganas de que la literatura enjuague la noche. La mujer se ajusta en el taburete, “a mí me llena mucho Gil de Biedma, y hay un poema”, mira a la máquina de café como si auscultara el océano, “hay un poema…”, entorna un ojo y luego el otro en un juego de platos de balanza, prepara una voz descubridora y se arranca a recitar: “Que la vida iba en serio/ uno lo empieza a comprender más tarde…”.
El chico se deprime, pero no por el contenido de los versos, sino porque percibe la soberbia y la farsa en la cara de su interlocutora. Termina los versos y las dos brochadas de sus labios esperan un reconocimiento, una alabanza por haber recitado el poema más famoso de un autor muy famoso.
Después de ofrecer un par de consejos sobre la vida y los bolígrafos, la señora le pregunta por su edad y saca el móvil. El chico deja caer un cumplido al mirar la imagen de su hija. Ella asiente y repite que su marido es pintor.
Los dos artistas se retiran casi de amanecida, entonados y escuchando plácidamente el retortijón de la bohemia dentro del vientre de San Vicente del Raspeig. Sólo ellos perciben de esa forma mágica la iglesia, el ayuntamiento, la fuente seca y la brisa fresca por las terrazas dormidas. Eso los hace únicos.
No es difícil imaginar, por cómo bromean y se atusan, que empeñarán sus últimas fuerzas en un sexo pretencioso y que gastarán palabras lascivas en la persecución de la fantasía, la aventura y la juventud. Cuando se separen sofocados y sucios de fracaso, sonará en alguna parte la risa de Rimbaud.
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