El domingo es día santo en los lavaderos del barrio alicantino de Tómbola. Bajo las bóvedas de plástico se propaga un polvo de agua oloroso a jabón y a abrillantador. Humean las pistolas hidráulicas como incensarios. Un Chevrolet no-sé-qué irrumpe en el recinto, culea bruscamente y se mete en uno de los compartimentos. Al entrar, su pulcritud y su brillo ya es mayor que el de cualquiera de los demás coches al salir. Se abre la puerta y se apea un cani con los gemelos enormes como bíceps, y los bíceps duros como cabezas.
No cierra la puerta. Rodea el vehículo con expresión analítica, frota varias partes con la mano, da un paso atrás, medita… Viste de zafarrancho: pantalón corto de chándal y una camiseta ceñida de tirantes: los pectorales, el abdomen, los dorsales van envasados al vacío.
Levanta los limpiaparabrisas, rebusca una moneda en los bolsillos y empuña la manguera. Enchufa el chorro a presión. Impresiona su concentración de cirujano, sobre todo si la comparamos con las caras de agravio de muchos de los conductores que aplican el aspirador y refunfuñan y se quejan de que mañana es lunes y se acuerdan del soplido del aire acondicionado. Impresiona su agilidad para frotar en recovecos imperceptibles y su forma de retorcerse, sobre una pierna, sobre otra, de puntillas.
Luego saluda con familiaridad al chico del cambio, y yo imagino que es un sacerdote para él, que el cani contempla su riñonera de billetes sucios con la devoción y el respeto con que se miraría un alzacuellos, que se asoma a la caseta y recibe el pequeño bidón blanco con el que lavará las llantas y se emociona ante la pequeña sacristía llena de dones, de productos de limpieza, de esponjas nuevas y paños de fibra.
Algo después, cuando el joven del Chevrolet ha pasado a la zona de la aspiradora y ha extraído las alfombrillas, un Audi qué-sé-yo se adentra en el lavadero. De este surge un segundo cani. Se oye un grito ronco, una voz varonil que se aflauta. Al Chevrolet se le ilumina la cara y el Audi sonríe, chulesco, “maee míaaa”.
Se conocen. Qué alegría.
Aunque, en principio, Chevrolet parecía un cani atenuado, el encuentro con Audi confirma el vigor de su raza. Hay choques de manos apasionados, palpadas de hombros, miradas a los ojos, asentimientos felices. «Ya ves, ya ves, hermano, shh, shh». Se les intuyen los oros y los trasquilones en las cejas que ya no llevan. Han cambiado. Ahora no gritan entre semana por la calle, no pastan a la sombra de una parada de autobús, no se ríen dando palmas; eso era en la época de las motos y los «por-la-vieja, primo». Ahora absorben la peste de Mujeres y Hombres y Viceversa como si fuera el oxígeno del éxito. Eso sí, conservan el aire de dominio, la creencia en su superioridad sin tacha frente a los escuchimizados y los gordos, frente a los peugotes y los seatibizas de segunda mano.
Audi lleva unas gafas polarizadas que destellan cuando dice «Marmarela».
[Nota del redactor: Marmarela es una conocida discoteca de Alicante]
Inician una ronda por ambos coches. Uno se sienta en el vehículo del otro y adapta el asiento a su altura e inspecciona cada milímetro del interior sin dejar de asentir con un gesto lleno de respeto a las explicaciones y detalles que le brinda el compañero. Es fascinante. Al menos desde aquí no soy capaz de percibir un ápice de envidia. No hay una búsqueda de defectos en el carro contrario. Sólo encuentro complicidad y unión.
Vuelven a zona neutral entre el lavadero y los aspiradores. Repiten eso de «Marmarela», debe de ser un código, algo semejante a la palabra Amén. Se separan. Al poco, Chevrolet se gira y descubre cómo Audi ha repartido las alfombrillas por el suelo para descargarles el agua a presión y niquelarlas rápidamente. Sus ojos desprenden una absoluta admiración: a él no se le había ocurrido.
Los domingos no pierden su esencia, algo tienen esos días que, de una forma u otra, sirven siempre para lavar las almas.
Fotografía: Wiki Commons
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