El camino hacia Lisboa desde el Algarve es particularmente curioso. Cualquiera diría que la península ibérica se suaviza a medida que abandona España por el oeste, como si dejase todo lo áspero, todo lo hirsuto de su paisaje y todo lo agreste en el lado español de la frontera. En el sur no hay paralelismo posible entre Andalucía y el Algarve. Andalucía se alza tras Sierra Morena, se levanta arrogante más allá de Despeñaperros, izándose al cielo del mundo como una bandera blanca rebosante en su fulgor. El Algarve, en cambio, aparece ante nosotros sin hacer ruido, como escondido o, mejor, mucho mejor: ensimismado. Desde Huelva va uno atravesando la fronda selvática que cubre Doñana por el norte y de repente se encuentra una llanura y un puente: el Internacional del Guadiana, un tiralíneas de acero sobre el río que huye y que nos deja en mitad de una carretera amable. Portugal se enrisca a poco de avanzar sobre ella. Cuando uno deja a su izquierda el Atlántico van surgiendo como motas blancas en un tapete bajo, entre verde y ocre, los pueblitos de esa Costa del Sol preservada en su semi-virginidad que es el litoral portugués hasta Sagres y el cabo de San Vicente. Tavira, Faro, Albufeira.
Si uno lo mira con perspectiva, se abstrae un segundo y hace de su mente un telescópico satélite, todo el sur de Iberia desde el cabo donde terminaba el mundo de los griegos hasta San Fernando, es una vasta marisma. Una depresión rota por infinitos acuíferos que fusionan la tierra con el Océano en una especie de abrazo primitivo, de comienzo del mundo. Luego el Algarve comienza a insinuarse hosco, pero con amabilidad, como cuando una mujer te mira de medio lado aparentando fugarse susurrando no pero sí. La combinación de paisajes es sugerente: el camino serpentea por unas colinas tranquilas, por un campo de lomas, quebradas y peñas carentes de esa agresividad salvaje que tienen las del norte peninsular, las del Cantábrico. Al final el monte endereza la carretera al asomarse hacia el Alentejo y Portugal nos ofrece una planicie sin fin hasta que de pronto se levanta Lisboa saliendo desde las entrañas de la tierra. En el camino hacia su capital, Portugal nos despista: es como si penetrásemos por una dehesa sin punto de retorno, sin posibilidad de evasión hacia ninguna parte. No es la sequedad amarilla de Extremadura ni tampoco el escurridizo verdor del Algarve, sino otra cosa. Pinares kilométricos arracimados en torno a la vía de asfalto que parecen cohortes abigarradas de legionarios romanos unidos entre sí. En testuccio. Fue fácil imaginar correteando entre los pinos a caballos encabritados, almogávares huyendo y condes castellanos desmochando turbantes de seda berberisca. La tierra portuguesa y la posibilidad cierta de ganar la Copa de Europa fertiliza la imaginación de cualquiera. De cuando en cuando, secarrales donde –según los carteles– pasa en realidad el inexistente cauce de tal o cual río.
Entre un viacrucis de peajes a los portugueses se les fueron colando pedazos de carretera que, sin saber cómo, te dejan de pronto cruzando el Tajo sobre el puente del 25 de abril, y es entonces cuando se produce el éxtasis. Nunca hasta entonces supe lo que era transitar por la acera de un campo elíseo. El entorno te engaña porque atravesando un lugar llamado Laranjeiro la sobrenatural estampa del Cristo Rey elevado frente a Lisboa sobre una colina te atrapa como en un sueño. Eso, o el cansancio tras siete horas de autobús, que yo ya no sé: quizá consista en eso la magia de las supersticiones, en que te cazan volviendo a la cueva después de una noche entera tirándole flechas al mamut. Debajo de ese puente de Mapfre que tienen los portugueses como rampa de entrada a su decadente fortaleza, Lisboa se desparrama sobre la fachada del Tajo como una línea recta que abarca todo el horizonte. Desde lejos es Cádiz, y más cuando por la punta Este uno divisa la lejanísima cúpula blanca –o semidorada, o color hueso, yo qué sé– de una iglesia, la cual se hurta ante mis ojos incluso varios días después de haberla visto en lontananza y se esconde de mí en Google. Sólo le faltaban las palmeras alrededor del óvalo marmóreo y un tipo vendiendo coquinas en una moto para hacerme creer que veía Cádiz, lo juro.
A la izquierda de la mirada, entre las traviesas diagonales del rojísimo puente, Lisboa ya nos cobra el primer impuesto revolucionario: esa vista perturbadora es un pontazgo casi religioso. Uno va con todo su ruido interior, excitado y nervioso ante la posibilidad de ganar una Copa de Europa y atormentado por las cuitas de la vida, e inmediatamente encuentra un trozo de paz minúscula y apenas perceptible en esa vista maravillosa de Lisboa quieta debajo de ese puente. Parecía que una mano gigante le había pasado a la ciudad una mano de barniz brillante, ocre, una brillantina: la línea visual era asombrosa, cálida, acogedora. Que está como a dos mil metros sobre el nivel del mar o a mí debió parecérmelo porque la ciudad de los reyes perdidos se mostraba bajo mis ojos tan pequeña y pacífica como la superficie de la Luna al verla por la tele. Lisboa perdura todavía en su condición de vieja metrópoli para los antiguos colonos mozambiqueños, brasileños, costaverdianos y angoleños. Sólo hay que pasear por cualquier calle, de cualesquiera de sus barrios. Dicen que Lisboa es decadente, elegantemente decadente, añado, y a lo mejor es verdad. Creo que es pura estrategia comercial, porque el país, a simple vista, está como herido. Como un toro que ya ha pasado el tercio de varas y también el de banderillas y pasea desorientado por la plaza regando el suelo con gotitas de sangre vieja. Paredes desconchadas, avenidas con socavones, estaciones de metro algo descuidadas. Casi lo normal en un Estado en bancarrota, aunque los españoles vayamos a menudo ahí creyendo adentrarnos en Zimbaue.
No obstante, el atrezzo urbano de Lisboa guarda el perfume del viejo emporio exótico, capital imperial de remotísimos territorios en América, África y Asia. Yo, que nunca antes había estado, tomé como referencia calles céntricas de la Sevilla más antigua y meridional. Lisboa es algo así, pero multiplicado por mil. Los edificios altos, fachadas devastadas por el tiempo y el abandono, tienen el toque justo de kitsch que algunos portugueses listos han esparcido por sus espacios públicos pretendiendo barnizar el ocaso inexorable.
Azulejos de viva policromía, paredes en carne viva, blanqueadas a la manera de Malasaña o el Barrio de las Letras madrileño; la proporción justa de madera añeja en quicios, pretiles y cierros claveteados, hendidos por cristaleras tan abundantes que a veces provocan el artificio de una Lisboa transparente a la manera de uno de esos lofts imposibles de Nueva York. Lisboa es un ático gigante, y eso es a un tiempo artificial y a otro reconfortante: caminé dos días por la ciudad decidiendo si quería quedarme a vivir allí o si todo aquello no escondía una desazón general, algo inquietante. Como si los lisboetas y los portugueses todos estuvieran reprimiendo una nostalgia lacerante y triste como la peor de las derrotas, bajo todo aquel aire vintage, bajo aquel ambiente general de poso lúcido y tranquilo que tiene la gente en Lisboa. En los bares, en las plazas, en el metro, en los kioscos.
Los portugueses me parecieron caballerosos y educados. Sobre todo, pacientes. Aguantar sin renunciar a la sonrisa a una horda de españoles vociferantes, con toda nuestra chulería ibérica de cartonpiedra, merece por sí mismo un reconocimiento. Me sorprendió el buen concepto que nos tienen, su íntima querencia a unirse con nosotros, ese ibericismo genuino que sólo habita en Portugal, a pesar de lo que le leí una vez a Saramago: de España, ni buen viento, ni buen casamiento. La mejor explicación la encontré en la plaza Luis de Camoes el sábado por la noche, tomándome un gintonic. Evidentemente, la mayoría de las certezas que adquirimos en la vida se presentan ante nosotros delante de un gintonic, y quizá habría que desarrollar esto en otro momento. Entre buena gente, se nos acercó un lisboeta joven y bastante simpático que, primero, nos felicitó en inglés, bastante borracho pero cómicamente agradable, nada pesado. Luego nos deseó que estuviésemos disfrutando Lisboa, y como para decirle que no si el Chiado nos mostraba las viejas cornisas de edificios que quién sabe si no llevarían ahí desde antes del maremoto en un color entre amarillo, naranja y oscuro, iluminadas a medias por las farolas. Aquel chaval terminó desvelándonos la otra razón de la morriña existencial portuguesa, después de la del sebastianismo amargo que les hace lamentar todavía la pérdida del imperio colonial: el Benfica. Y fue un retrato perfecto de la ciudad y el país: un joven borracho, posiblemente sin futuro, hablando en un notabilísimo inglés, halagándonos con su hospitalidad y brindando por alguna de esas Copas de Europa que el futuro le debe al Benfica.
Fotografías: Pablo Sierra