La libertad es uno de esos sustantivos que, de tanto usarlos, se desgastan por los bordes. El mal uso que suele hacerse de la libertad termina convirtiéndola en una esponja que ha perdido toda su suavidad; una esponja que ya no limpia, pero que lo absorbe todo, haciéndose inútil y por tanto, prescindible. Se ha aludido mucho a la libertad esta última semana, a cuenta de la pitada al himno nacional de España en el Camp Nou durante la final de la Copa del Rey. Se ha dicho que los que pitaban tenían el derecho a expresar su rechazo al himno y a la bandera. Naturalmente, tienen razón. Los que señalan el derecho de los pitadores, digo. Sobre la razón de los que pitaban habría que discutir algunas cosas.
El himno de España no es una música cuya partitura la soltó Dios sobre la Península Ibérica para señalarle a los hombres cuál era su pueblo elegido. El himno es un símbolo: concretamente, del texto constitucional que recoge el mayor nivel de libertad y derechos civiles de que han gozado nunca los españoles. Habría que ver si un nacionalista acierta cuando denuesta el himno que simboliza la Constitución que más autogobierno le ha concedido a todas las regiones de España. Habría que ver también si un nacionalista vasco o catalán no está portándose como un redomado cínico o un mezquino funcional al ciscarse en un himno que le da a su delirio nacionalista un coto mayor que el que tiene en este momento ningún otro disparate secesionista en cualquier Estado democrático de Europa.
Baste decir a este respecto que mi posición es la misma que la expresada por la famosa sentencia del Tribunal Supremo de los Estados Unidos de América, de 1989, en el que declaraba inconstitucional prohibir la quema de la enseña nacional. Como expresó en su explicación de voto el juez William J. Brenan en aquella ocasión, «el castigo de los que profanan la bandera no constituye una santificación de la misma, ya que al castigarlos diluimos la libertad de lo que este querido emblema representa. El Gobierno no puede prohibir la expresión de una opinión simplemente porque no está de acuerdo con el mensaje”. El debate, en el caso de la calumnia a los símbolos de un Estado democrático, debe circunscribirse a las fronteras de la educación, la gentileza, el respeto y el civismo. De todos estos valores, hoy tan olvidados, tan maltratados en la malhadada nación española, carecen quienes se comportaron como canaille durante la final de Copa en Barcelona, amén del cinismo que señalamos antes.
No obstante, al anuncio del Gobierno de estudiar posibles sanciones colectivas a la gran demostración de ruindad que se hizo en el Camp Nou por parte de una muchedumbre envilecida, emergieron de pronto numerosos adalides del libertarismo: tantos, que uno se sorprende del auge de partidos liberticidas, dadas las voces tan indignadas que saltaron a defender la pureza inmaculada de la libertad de expresión de quienes pitaron el himno. Es extraño este afán, digo, libertario, este culto insospechado del derecho individual a ciscarse en lo divino y lo humano, que arrebató de pronto cierto sector de la opinión pública: ¡Cualquiera diría que partidos colectivistas, que llevan años labrándose su fama con la democracia emocional, son votados con entusiasmo en tantos lugares de España desde hace décadas!
Casi como por casualidad, en la semana que siguió a los hechos de marras, los reyes de España visitaron Francia. Fueron recibidos con los honores más altos por todos los dignatarios de la República Francesa: llevados bajo el Arco del Triunfo napoleónico, ovacionados en la Asamblea Nacional, tratados con admiración y respeto por el Presidente de la República, el Primer Ministro, la alcaldesa de París y los parlamentarios de la cámara donde reside la soberanía y la grandeur de Francia. Oyendo a Anne Hidalgo, a Valls, a Hollande, hablar de Felipe VI y de España con reconocimiento, no pude sino enorgullecerme: que lo elogien a uno en la cuna de las luces de la vieja Europa tiene, digamos, un plus mayestático de sacralidad, un nosequé capaz de conmover los más pétreos espíritus.
No pude sino recordar cómo un año antes, durante la ceremonia de proclamación –que no coronación, puesto que en virtud de una honda tradición secular, en España los reyes siempre han estado sujetos a una cierta servidumbre de las Cortes, incluso, incluso cuando sólo era una mera formalidad simbólica– muchos diputados de Izquierda Unida, del PSOE, y nacionalistas de diverso pelaje, abandonaron sus escaños o simplemente, no hicieron acto de presencia. No me quedó sino comparar esa actitud tan miserable de gente capaz de ir en camiseta y chanclas a tomar posesión de su escaño parlamentario, con la dignidad senatorial de los parlamentarios de la República Francesa.
Nadie podrá achacarles un repentino acceso de monarquismo a los franceses, aunque quizá alguna mente disparatada de las que tanto abundan en España haya incubado tamaña tontería. Deduje de todo ello que la carencia de modales, de la más elemental hidalguía no ya democrática, sino vital, afecta en España no ya a la plebe tumultuaria y bajuna que pita en los estadios violentando todas las normas de la urbanidad, sino a los representantes legítimos de la canallesca. Y es que tiene razón quien dijo una vez que en España queremos tener Churchills en La Moncloa mientras Telecinco rompe todos los récords de audiencia; la clase política no es un virus de anticuerpos inoculados en nuestra sociedad por algún poder supraterrenal, sino la aristocracia de la masa. Aristocracia, que en su origen venía a significar el gobierno de los mejores; y que en nuestro tiempo, propiamente, podemos utilizarla para aludir al régimen triunfal de los más listos de entre los mediocres.