A veces, las ganas de odiar son irreprimibles. La Plaza Mayor de Madrid ofreció el martes la imagen más exacta de la fealdad. Como se sabe, unos seres salvajes, abotargados, enrojecidos, rubicundos y biliosos humillaron a unas limosneras. No fueron cuatro aficionados del PSV, no fue una minoría de locos: fueron decenas de personas. Las terrazas estaban llenas y se animaban unos a otros a lanzar monedas, y los que no lo hacían, reían y grababan. Grababan con el coltán de los pobres de África la humillación de los pobres de Europa. “No crucéis la frontera”, voceaban, alcoholizados.
Uno ve las imágenes y se apea de su moral sosegada, de su asertividad de persona bajo techo y de su talante de ducha diaria. Uno cae a las arenas del odio. “Odiar es rebajarse a su nivel”, “si odias, han ganado”. Da igual, es lo que apetece. Argumentamos incluso a favor de este odio. El odio es alimenticio ahora, ante el televisor, el odio nos ata, nos esclaviza, nos encadena, sí, pero así mejor, así no se nos escapan, así les clavamos el ojo hasta que los encierren o los multen o lo que quieran hacerles que será nada a fin de cuentas. El odio, la fijación, la obsesión nos mantendrá anclados al suelo mientras continúa el tsunami informativo y se evapora la humillación de las flexiones, del arrodillarse, del soplar la llama de un billete, de las carcajadas venenosas.
Los españoles, la mayoría, queremos odiar porque aún sentimos de dónde venimos. Venimos de jornaleros apaleados por robar un racimo de uvas o por la sola presunción del robo; venimos de abuelos que se retiraban la boina polvorosa y se la colocaban en el pecho para suplicar un par de horas libres para ir al médico, “amo”, decíamos, “señorito, si usted manda”; venimos de ser perros como Paco El Bajo de Los Santos Inocentes, perros contentos cuando se nos felicita por nuestro olfato y nuestro amaestramiento. Una flexión, dos, tres, cuatro flexiones. Por supuesto, no nos acordamos de aquellos abusos, y la ropa de temporada y la gomina disimulan a la perfección nuestros orígenes. Pero hay una vibración, un latido perdido en el código genético que nos inocula una rebelión contra la indignidad. O eso quiero creer hoy.
No debemos sublevarnos desde el paternalismo ni solidarizarnos desde el altruismo, debemos dolernos, sentirnos heridos. Los hooligans del PSV, feos como espumarajos, se arrogan el derecho a basurizar, a expropiar la condición humana de sus víctimas a golpe de monedas.
Ante la escena, sobrevuelan nuestra mente adjetivos, quejas, filosofías rotas; mientras, las mujeres corren a lo suyo, a buscar el brillo redondo en las baldosas de la Plaza Mayor… La miseria nos recuerda que la dignidad es un artículo de lujo. Debemos sentirnos heridos, son nuestras Santas Inocentes. Somos nosotros.