En el tiempo de las desapariciones, quien mandaba aquí arrasó con decenas de jovencitas de entre 17 y 22 años de edad por puro odio, sin que nadie viera nada, sin que nadie oyera nada. Y lo peor: sin que nadie denunciara nada. Fue durante la segunda semana de octubre de 2012, cuando Comandante Enano, jefe del grupo delictivo Los Zetas, al sentirse traicionado por un grupo de muchachas que lo acompañaban a las fiestas más íntimas, las invitó a una reunión en el municipio de Allende, considerado la “cocina” de la región de los Cinco Manantiales, zona enlutada por la desaparición de cientos de personas.
De ahí nadie supo nada; porque en Coahuila no pasa nada. En esta frontera sucedieron hechos difíciles de explicar, si es que la muerte violenta y el secuestro tienen alguna explicación coherente. Lorena, una muchacha que ahora tiene 25 años de edad, recuerda bien los pasos de David Alejandro Loreto Mejorado, Comandante Enano, o El Diablo. Un hombrecito apuesto y salvaje; buena onda con sus amigos y demonio con los enemigos. Lo conoció desde que era un adolescente en la colonia Mundo Nuevo, mejor conocida como San Judas, por la iglesia del Santo que llena de fe a los habitantes, acostumbrados a vivir con el narco en sus calles, en sus casas.
David Alejandro tendría trece años cuando estudiaba en la escuela secundaria Francisco I. Madero, para ese entonces ya le apodaban El Enano. Era respetado entre los jóvenes porque lavaba los coches de Celso Martínez, El Celso, capo de barrio que después perteneció a Los Zetas, convirtiéndose junto con Miguel Ángel Rodríguez Díaz, Alfa Metro, en líderes de la franja fronteriza de Coahuila. Ese muchacho que vestía bien y peinaba su cabello con bastante goma, subió alto en la estructura delictiva que dejó vacante El Celso después de su captura en 2012.
—Era bien tranquilo, o discreto. No sé cómo subió tan alto. Metió a todos los de la San Judas a trabajar con la maña: de halcones, cobradores o sicarios.
El Enano era dos años mayor que ella. Estuvo bastante tiempo sin que sus caminos se cruzaran porque Lorena se mudó a vivir a otra ciudad. Al regresar a Piedras, caminar y recorrer las calles de su polvorienta San Judas, encontró al muchacho que lavaba carros ajenos manejando un auto nuevo, nada opulento. Traía tres escoltas: Se miraba más mamón, confió. El Enano preguntó: ¿Ya no te acuerdas de mí?
—Me propuso que trabajara con él, que andaba con La Gente. Me dio 5.000 pesos en efectivo. Me contó que agarró fuerza porque Celso lo recomendó con El 42 [Omar Treviño Morales].
Lorena se negó. En varias ocasiones fue invitada a fiestas que Comandante Enano organizaba en una casa de la colonia Cumbres, la última, de las que desaparecieron a varias jovencitas, aparentemente fue en un rancho en Allende.
—Había mucha mota, soda, whisky. Ese grupito eran las más populares de Piedras. Había tres de Rosita.
Ella pudo haber ido a una o dos fiestas, aunque no asegura nada. Tiene el cabello lacio y la piel morena; es flaca como un pajarito, coqueta y seductora al hablar, al sonreír.
—Ellas empezaron a salir al mismo tiempo con soldados y GATE’S [Policía élite del Estado]. Ya borrachas se amenazaban. Era el poder la que los cegaba. Una vez El Enano le encontró mensajes en el celular a una de ellas donde platicaba con soldados, por eso las desaparecieron.
Mónica, 20 años.
Nadie sabe nada acerca de Mónica Larissa Peña Ramos, la que vivía en el centro de la ciudad con una amiga y poseía una belleza salvaje: de piel canela, cabello negro y ojos brillosos. A ella y sus amigas apodaban «el grupo de Mónica»; todas veinteañeras, bellas y frágiles como un papel. La última vez que la vieron, pidió a sus familiares que la acompañaran a comprar un disfraz para celebrar el día de brujas. Y una pesadilla se volvió la vida alrededor.
Era octubre de 2012. El calor no era tan cruel como suele serlo gran parte del año. La ciudad se derrumbaba a balazos.
—Ya no la vimos. No la hallamos. En ese entonces se estaban llevando mucha gente. Tenemos miedo de que tomen venganza si decimos algo.
Mónica estudió hasta secundaria, 20 años de edad. Era popular en fiestas y discos, cuando llegaba con sus amigas acaparaban las miradas. Hija de madre soltera, su papá enviaba dinero desde Estados Unidos. Nunca le faltó nada. Donde operan Los Zetas es necesario ser discreto, tal vez por eso nadie sospecharía de dos personas que platican sentados en las escaleras de un centro comercial, afuera de una pizzería, dibujando la crueldad de hombres y mujeres que matan y desparecen a otros hombres y mujeres por venganza.
—La bronca es que hay fosas clandestinas. Uno está esperanzado, pero es mucho el tiempo, la gente sabe mucho de lo que pasó. Hay miedo, uno no sabe con quién habla.
Acerca de la desaparición de Mónica Larissa, Familias Unidas AC, tiene documentado su caso, del cual se levantó denuncia en la Procuraduría General de Justicia del Estado, sin que haya avances, porque nadie, dicen: vio nada.
Atzy Adamary, 22 años.
Esa tarde en Villa Unión, ubicado a 19 kilómetros de Allende, nadie supo explicar nada de las camionetas de reciente modelo que, aparentemente, vigilaban la primera marcha en ese municipio de Familias Unidas AC. La tercera desde que se constituyeron. Tal vez porque fue un domingo de inicios de septiembre con el sol cubriendo todo, pero ningún medio de comunicación local se presentó a documentar. Como tampoco documentaron las familias desintegradas por la desaparición forzada de sus integrantes. Porque fue en el tiempo del miedo, cuando secuestraban y torturaban reporteros, editores y directores de medios. Tan solo el año pasado, la organización Artículo 19, documentó 14 ataques a medios en Coahuila, de los 39 registrados en México.
Miedo. Muerte. Venganzas. Sufrir en la nada.
Y así, con ese miedo, cerca de 30 personas marcharon, tarareando canciones cristianas como Yo te extrañaré y Vuelve a casa.
Olga Lidia Saucedo García, representante del municipio de Allende por Familias Unidas, contó que ella empezó a saber sobre la violencia a partir de la desaparición de su hija Atzy Adamary, la madrugada del 18 de diciembre de 2012. De la desaparición masiva de jovencitas en Piedras Negras, ha escuchado poco.
—A mi me platica la gente que la violencia estaba desde antes, me empecé a dar cuenta desde que desaparecieron a mi hija. Noté que estaba la maldad aquí. Mucha gente ya no se quiere arrimar contigo porque piensan que estás en peligro.
Olga Lidia sonríe a sus nietos, a todos. Trata de ocultar lo húmeda que fue la madrugada cuando Atzy Adamary Reina Saucedo, acudió a una reunión en casa de su papá en compañía de Alfredo Ruiz, su esposo, y de sus hijos: uno recién nacido y la niña de dos años. Atzy tenía 22 años de edad, él 30, trabajaba para una empresa lechera. Si acaso esa noche no hubiera llovido tanto, y no hubiera hecho tanto frío, los pequeños hubieran desaparecido.
—A las cuatro de la mañana mi yerno recibe una llamada, de que fuera a casa de su mamá porque estaba mala, como estaba lloviendo y hacía frío a mis nietas no las quisieron sacar. Se llevaron a 10 personas de su familia, además de mi hija y él.
Por la mañana, el ex esposo de Olga Lidia marcó diciendo que a Atzy Adamary la habían “levantado”, que fuera a recoger a sus nietos.
—Era una palabra no muy común en mí. No ubicaba qué quería decir. Ya estaban las cosas muy fuertes, no sabía en realidad qué significaba. Desde entonces no sé nada. El 31 de octubre mi hija cumpliría 25 años de edad.
Lluvia, 21 años.
Quienes conocieron a Lluvia Marisol Rodríguez Ruiz, entonces de 21 años de edad, piensan que llegará un día en el que tendremos que pagar todo lo que hacemos, pero ella, una madre de familia joven, no tenía porque esfumarse de Piedras Negras así como así. Su recuerdo habita ahora en la nada, en un montón de papeles de una dependencia del Estado, a la que hace poco acudieron sus familiares a denunciar su desaparición, ocurrida en octubre de 2012.
Fue un lunes cuando Lluvia marcó a casa en la colonia Bravo pidiendo una botella de whisky, se escuchaba alterada, como si alguien la obligara a hablar. El miércoles una llamada entró al teléfono celular de uno de sus familiares. Estaban preocupados por ella, sin ninguna pista.
—Te voy a decir la verdad. A Lluvia le dieron piso junto con 20 muchachas. Las invitaron a una fiesta con engaños. Ya para que no las busquen.
Fue todo lo que supieron. Lo que es igual a nada.
Lluvia vivía con su novio y su hijo de seis años, de hecho era muy amiga de Mónica Larissa Peña. Mayor de siete hermanos, portaba tatuajes de estrellas en tobillo: en la espalda a la Santa Muerte. Es complicado que en la colonia hablen de Lluvia. No es sencillo recordar.
—Muchas veces no queremos hablar, hay mucha gente relacionada con ellos. Te vas dando cuenta de lo que pasa por la gente, así nos dimos cuenta de todas las desaparecidas que hubo en esos años. Decían que una de ella se hizo contra (Cártel del Golfo), otra que tenía contacto con los federales. En las reuniones les quitaban el teléfono.
El heredero de La Roca (Piedras).
El problema de este región es que nadie vio nada. Y cuando no hay nada, no pasa nada. Una de esas fuentes judiciales sin nombre, contó que prácticamente toda la Policía Municipal estaba involucrada con el narco. Entre 2012 y 2013, más de 400 policías estatales y municipales fueron cesados en Coahuila al no acreditar las pruebas de control y confianza que aplica la Secretaría de Seguridad Pública.
—Todos fueron cocineros. Aquí llega todo el mugrero que se va a Estados Unidos. Todos los policías eran cocineros. A mucha gente la quemaban viva.
Con experiencia en el área de seguridad, contó que por la región pasan alrededor de 40 vehículos diarios para el interior del país, los cuales se internan en brechas para burlar la aduana. Ese fue el territorio que heredó David Alejandro Loreto, Comandante Enano, territorio que fue primero de Los Texas, luego de Cártel del Golfo y del que se adueñaron Los Zetas. En YouTube existen canciones del género gángster rap dedicadas a Comandante Enano, dos de ellas cuentan parte de su vida, y actuar: “Cuando sale a la calle siempre sale encomendado a San Judas Tadeo y rodeado de sicarios… La roca es su plaza, el gobierno no ha podido, sabe dar la orden, carga cuerno de chivo. Tumbando a los GATE’S, los feos y la Marina… Carga un cuchillo para degollar cabezas”. Tras el reacomodo del cártel y la expansión de su estrategia, Comandante Enano tomó la ciudad de Zacatecas, fue acribillado por militares la madrugada del 3 de mayo de 2013, cuando circulaba por la avenida Paseo del Mineral en su camioneta Cheyenne con placas de Tamaulipas.
Titina y Claudia, 23 y 26 años.
Un mes después de la muerte de Comandante Enano, las hermanas María Cristina y Claudia Bustos Vázquez, de 23 y 26 años de edad, desaparecieron en Nueva Rosita (a una hora de Piedras Negras) a eso de las 05:00 de la mañana.
Y nadie, para variar, vio nada.
Habían salido de una discoteca después de celebrar el Día del Padre con su mamá María Alejandra Vázquez Maltos, Candy, una mujer de 42 años de edad que conoció la noche trabajando como cantinera, fue padre y madre a la vez. Candy sabía de los peligros de la oscuridad, por eso había advertido a María Cristina, Titina, que no se confiara de la noche: mucho menos de Los Zetas.
—Conocimos a un Comandante de los viejos cuando trabajaba en las cantinas. Le dije: Te voy a llevar de aquí a otra parte. El problema era que platicaba mucho con los soldados, le gustaban. Ella decía que no porque le gustaran los soldados le iba a poner dedo (señalarlos ante la autoridad) a esos güeyes (Zetas).
Titina respondía:
—A cada rato los veo, a mi no me hacen nada.
Y en su desesperación de madre, Candy explicaba.
—No hija, es que ellos nada más te están tanteando para cazarte. Te van a cazar. Ellos en el momento menos esperado te desaparecen.
Fue la noche del 15 de junio, día del padre, cuando Candy y sus hijos María Cristina, Claudia y Omar decidieron ir a festejar a la cantina Obsesión, en la calle Reforma del centro de la ciudad. Dieron las 03:00 de la madrugada y volvieron a casa. Pero Claudia marcó a un amigo para seguir la fiesta en la discoteca Mangus, el amigo explicó que sólo la acercaría en el coche, pero no se quedaría: Era un lugar donde se metían los viejos, platicó. Omar fue quien intercedió para que otorgaran permiso a las muchachas: Déjalas ir madre. Yo te las voy a cuidar, prometió. Ya entrada la madrugada, Candy mensajeó al celular de Claudia. María Cristina había olvidado el suyo en casa.
—Dile a Titina que se venga porque el niño [recién nacido] quiere pecho.
Alguna de ellas contestó que nomás un ratito más. Eran las 04:00 de la mañana. Fue el último mensaje de ese móvil cuyo rastro desapareció.
Cuatro horas después sonó el celular de Claudia. Una llamada perdida, una alarma, un mensaje. No recuerda, sólo que fue un sonido.
—Yo salté de miedo. Dije: Mis hijas no han llegado ¿Dónde están mis hijos? Lo primero que se me vino a la mente fue: Ya me mataron a mis hijos.
Candy telefoneó a Omar, a Claudia, buscó en compañía de un amigo de la familia rastro en hospitales, en la policía; caminó por el monte, por el llano. Y nada. Ya muy tarde Omar contestó; se recuperaba de una resaca. Relató que sus hermanas habían salido a tomar un taxi, después regresaron a la disco para telefonear porque no pasaban autos a recogerlas. Él se había quedado en el ligue con una muchacha.
De ahí todo habitó en la nada.
—De ahí nadie sabe quién las levantó, nadie vio nada. Nadie habla, tienen miedo. Yo no busco ahorita culpables. Quiero saber dónde las dejaron.
Desvelada, angustiada. Ese domingo Candy fue a la judicial, luego a la Policía Municipal, después relató los hechos ante la Procuraduría General de Justicia del Estado. Pegó cartelones; se presentó en las radiodifusoras. Una vez, caminando por la calle una mujer se le acercó. Le platicó con voz de apoyo: Yo también tengo a mi hija perdida.
Y desapareció. Nunca más supo de esa mujer.
La pareja que tenía en ese entonces, con quien duró cuatro años, decidió irse para siempre por una llamada telefónica que recibió.
—Los viejos me amenazaron, a él lo llamaron y le dijeron: Sabes qué, dile a tu pinche vieja que se calle el hocico, porque donde la veamos la vamos a levantar contigo.
Titina dejó a un niño de cuatro años que vive con Candy; Claudia a dos niños de ocho y cuatro años, ellos están con su papá. Ambas trabajaban como obreras en una maquiladora, estudiaron hasta secundaria. Candy sólo piensa en cuidar al pequeño Eliud Noé, aunque, dice, no cederá en la lucha, pese a los riesgos.
— Yo no tengo miedo. ¿Qué más daño me pueden hacer si ya me quitaron dos pedacitos de mi vida? El día que me agarren, libre no se va a uno de ellos. ¡Porque primero le saco los ojos!