Juan Villoro. Escritor y periodista mexicano4

[Prólogo del número #2 de Negratinta. La revista ya está disponible en nuestra tienda online].

Juan Villoro Ruiz (Ciudad de México, 24 de septiembre de 1956) es un escritor y periodista mexicano, Premio Herralde en 2004 por su novela El testigo. Colaborador de importantes medios españoles y mexicanos como El País o La Jornada, Villoro está considerado como uno de los referentes de la crónica hispanoamericana. Su visión sobre la violencia, el narcotráfico y la corrupción que azotan a la sociedad mexicana encabeza el número #2 de Negratinta, donde dedicamos un dossier para analizar el mal trago por el que pasa México desde hace década y media.

México es la convulsa tierra de las paradojas donde el carnaval convive con el apocalipsis y la cultura con la violencia. La Revolución mexicana (1910-1920) desembocó en la creación de un “partido oficial” que convirtió las demandas sociales en un trámite burocrático y gobernó durante 71 años.

En el canónico año 2000, el PRI perdió las elecciones y México descubrió la alternancia política. Pero el viejo orden se desmoronó sin ser sustituido por otro más justo y funcional. Los aparatos de control perdieron su razón de ser y se incorporaron de manera informal a la sociedad, lo cual significa que los antiguos policías judiciales se reciclaron en agrupaciones de seguridad privadas o en bandas delictivas.

La violencia alcanzó un punto de inflexión en 2006, cuando el presidente Felipe Calderón –del Partido Acción Nacional– lanzó la “guerra contra el narcotráfico”. Después de dos semanas en el poder y sin preparación alguna, llamó a ejército para combatir a un enemigo cuya fuerza desconocía y que en buena medida se encontraba infiltrado en el gobierno. El resultado fue la carnicería que hoy padecemos. Después de seis años de militarizar la política, Calderón dejó un país con más de 100.000 muertos y unos 30.000 desaparecidos.

El periodismo ha sido uno de los “daños colaterales” de esta tragedia. Informar se ha vuelto un trabajo de alto riesgo. De acuerdo con la ONG Artículo 19, el año pasado hubo cerca de 300 agresiones a periodistas; al menos catorce informadores del estado de Veracruz han sido asesinados en los cinco años de gobierno de Javier Duarte, del PRI, y Reporteros sin Fronteras ha colocado a México como uno de los países más peligrosos para ejercer el oficio.

El acoso a los informadores ocurre en zonas aparentemente reglamentadas de la sociedad. Las ganancias del narcotráfico carecerían de sentido si no pudieran regresar a la economía como dinero “legítimo”. Los riesgos a los que se exponen los periodistas mexicanos no derivan de denunciar la existencia de un cártel o las actividades de los principales capos, sino de descubrir sus vínculos con políticos, militares, policías y empresarios que les brindan una fachada para actuar en la vida común.

Calderón se refirió a los narcos como los “malosos”, los bárbaros, los otros. Quiso verlos como una contrasociedad incrustada en el país y decidió combatirlos con una táctica exclusivamente militar, ignorando que, desde hace décadas, el crimen pertenece al tejido social.

México se embarcó en una guerra delirante, donde resulta imposible distinguir las nociones de “frente” y “retaguardia”. Los periodistas –especialmente en pronvincia– se han convertido en blanco predilecto de quienes trabajan para el narco desde el poder. “No hay que cuidarse de los malos, sino de los que parecen buenos”, aconseja el novelista sinaloense Élmer Mendoza.

En los últimos años se ha producido un viraje decisivo en la cobertura de la violencia. Si en un principio se privilegió la información sobre los responsables de la sangre, poco a poco se entendió que el auténtico protagonismo debía pertenecer a las víctimas, entre otras cosas porque los reporteros forman parte de esas filas.

No todos los periodistas han asumido esta responsabilidad y no faltan quienes criminalizan a las víctimas. La desaparición de los 43 estudiantes de Ayotzinapa ha servido de caso de laboratorio para estudiar el problema. El agravio que sumió en la indignación a la mayor parte del país y a la comunidad internacional, ha sido visto por algunos comentaristas como el merecido desenlace de jóvenes vinculados con la guerrilla y el narcotráfico.

México padece una guerra por la supervivencia, pero también por por la verdad. El gobierno de Enrique Peña Nieto ha sido incapaz de realizar una investigación satisfactoria sobre Ayotzinapa y se ha situado en la opacidad legal al tratar de ocultar el tráfico de influencias que lo llevó al poder (el saldo más escandaloso al respecto ha sido la “Casa Blanca”, mansión de siete millones de dólares que la Primera Dama recibió como regalo de Televisa y de contratistas favorecidos por el presidente).

Si en una cultura de la celebridad, Andy Warhol prometió una utopía en la que cada quien sería famoso durante 15 minutos, en la hora mexicana parecería que nada supera a ser impune durante 15 minutos. Contra ese principio de irrealidad, el periodismo ha tenido el atrevimiento de no cerrar los ojos. En medio de la cosecha roja de la violencia, ha demostrado que toda bala es una bala perdida.

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