Fotografía: Xavi
De repente, entrando a Alicante desde San Vicente, reparo en que hay dos grúas estáticas de obra a lo lejos, aproximadamente a la altura de Los Ángeles. La visión me golpea y me traslada en el tiempo, a una época en la que el paisaje de la ciudad era completamente distinto, y nosotros, dominados por las poleas de esas grúas, éramos también otros. La memoria se alía con la costumbre para darnos una sensación de autenticidad o de coherencia vital.
Confiamos en nuestra mente. Si alguien nos pregunta, diríamos que sabemos cómo son las calles por las que paseamos cada día y que, si alguna vez cambian, recordaremos perfectamente su paisaje en tal o cual año. Pero las avenidas se transformaron gradualmente, mudaron hasta su ropa interior, sus alcantarillas, y nos acostumbramos: la mayoría, al menos, las aceptamos sin pena ni alegría. Hace años, descender por la Gran Vía, desde Los Ángeles, hacia el Puente Rojo, o en sentido contrario, hacia la zona del centro comercial, era una experiencia muy diferente. Se levantaba lo que, a primera vista, parecía un cementerio de gigantes, una extensión de crucifijos de hierro para no sé qué seres que tenían uno de sus brazos anormalmente largo. Decenas y decenas de grúas giraban sobre otros tantos esqueletos de hormigón. La estampa era horrible, sin embargo, poco a poco, al oír a los adultos referirse a aquellas construcciones, uno acababa viéndolas, más bien, como una garantía felicidad.
Corría el final de los años noventa y la gente hablaba de los edificios nuevos como ya no se habla hoy de nada. Se percibía una fe en el ascenso social, y yo, como otros tantos, tenía a un lado las historias de mi abuelo, que había llegado a comer lagartos para aliviar el hambre, y al otro a los adultos más jóvenes y a la televisión salteando expresiones como “piscina”, “pista de tenis”, “disfrutar”, “viajecito”, “clase media”. Pronunciaban estas palabras y les ponían un acento y una ingenuidad encantadora que lo convencían a uno de que el verano podía ser eterno. Ahora sólo habla así el tío del anuncio de la primitiva.
¿Recordamos realmente la forma de las calles?
Igual que olvidamos el viejo trazado de las calles, hemos olvidado que caímos en la trampa, que bebimos de una copa y nos emborrachamos, sin advertir que en la copa sólo había agua. Quizás este último fallo neuronal nos conviene algo más porque, sin él, nos sentiríamos, inevitablemente, un poquito ridículos.
Aspirar, aspirar. Mirar el coche del vecino y aspirar, mirar su televisión nueva, escuchar su Dolby Surround y aspirar, y al final pedir un crédito y comprarlo todo para aborrecerlo y aspirar a más cosas. Eso era la vida. Así continuaría, de hecho, si la estafa no se hubiera revelado de manera tan trágica.
Esta capacidad para la desmemoria tiene, en cambio, algunas cosas positivas. Por ejemplo, que muchas historias mínimas, de las que creemos que no nos influyen en nada, y que desaparecieron al extinguirse los escenarios que las contenían, de pronto, nos encuentran. No tiene por qué suceder en la misma cuidad, puede ocurrir en otra, en cualquier lugar del mundo. Sin avisar, una esquina, un tramo de asfalto, un portal o una avenida entera que se parece mucho a otra de nuestro pasado, nos paraliza. Primero, nos lame por dentro un efluvio impreciso y luego tiramos del hilo y extraemos de nuestras profundidades una historia, una escena o menos, que, de otra forma, nunca hubiéramos recuperado. Todos, más viejos o más jóvenes, guardamos un baúl polvoriento. La belleza de algunos episodios duerme en nuestra incapacidad para definirlos. Y uno, al ver las grúas de obra, puede viajar también a aquellas pequeñas cosas que ocurrieron con aquella fealdad al fondo.