Las niñas ya no quieren ser princesas, cantaba Joaquín Sabina cuando Sabina todavía cantaba. Hoy son los escritores de éxito los que ya no quieren serlo y aspiran a ser autores de culto incluso antes de la primera publicación de una novela suya. Joël Dicker ha tenido la suerte de que su primer libro publicado después de repetidos rechazos de las editoriales esté resultando un superventas: pero no, lo importante según él es el estilo de la obra, la influencia (que de tan sutil llega a ser imperceptible) de Faulkner, Philip Roth y Jonathan Franzen; y por supuesto la localización de la trama en los EE.UU., donde el autor residió durante un verano que le bastó para poder hacerse con la esencia de la americanidad y plasmarla en su obra, a la manera de sus modelos citados. No consigo comprender por qué un autor suizo francófono se empeña en escribir una novela americana, como buena andaluza los pastiches costumbristas escritos por “conocedores” de fuera me sacan de quicio. Me parece que el libro habría ganado bastante con una localización acorde con el idioma en el que está escrito, donde por ejemplo los americanos no se vieran obligados a hablarse de usted o la policía amenace al protagonista con quitarle un carné de identidad de uso casi inexistente en la sociedad norteamericana.
Y una vez reflejada en su obra el alma profunda de los EE.UU. al autor todavía le sobra energía para dar clases de cómo escribir una novela y empieza cada capítulo (numerados en cuenta atrás, vaya a saber usted por qué) con una máxima de Harry Quebert, el maestro y gurú literario del escritor protagonista que va a aprovechar su bloqueo creativo para desenterrar la verdad sobre el caso que da nombre al libro.
Una trama esta que es interesante, original, intrigante y además está bien contada, en sí misma habría dado para un thriller de calidad. Joël Dicker sabe construir historias y contarlas, aunque tiene que aprender a dosificar la caja de los trucos porque hacia el final se le va bastante la mano. Como novela de intriga La verdad sobre el caso Harry Quebert se puede llevar un aprobado con nota, pero tanta metaliteratura, tanto americanismo de estampita y tanto guiño a Nabokov sobran de manera estrepitosa. No hay nada de malo en el hecho de que los escritores de éxito quieran ser autores de culto, pero que por favor lo hagan de manera discreta y sin intentar colarnos un Dan Brown por un Faulkner a los sufridos lectores.