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Cuando el 15-M estaba haciendo un ejercicio de morriña visitando Holanda y Bélgica, los lugares donde había pasado mi Erasmus un año antes. Vi Sol a reventar de ilusión en una tele de Amsterdam, Groningen, Bruselas o Gante, qué más da. Y sonreí. A la vuelta, tenía que pasar una noche en Barcelona y estuve con unos amigos durmiendo en Plaça Catalunya. Fueron solo unas horas, pero aquello desprendía vida, lucha y dignidad. Todo estaba por hacer y todo era posible. Eso parecía. O, al menos, eso nos creímos.

Una semana después el Partido Popular arrasaba en las Municipales. Seis meses después, el Partido Popular arrasaba en las Generales. Rajoy, presidente.

El 15-M es un punto y aparte en nuestra historia reciente. Cuatro años después, el Partido Popular sigue ganando elecciones (con Rajoy como candidato), pero ya no arrasa. La herida de la crisis sigue sangrando, pero ya hay vendas y medicamentos para detener la hemorragia. La indignación se despertó y se metamorfoseó en mareas, protestas, manifestaciones, asociaciones, conciertos, piquetes, corrientes, agrupaciones, coaliciones y, finalmente, partidos políticos. Nos querían en soledad, nos empezaron a tener en común. Ejercicios de humanismo en un mundo tiranizado por el patrón oro.

Esa es la herencia visible del 15-M. La invisible, no menos importante, la echo de menos demasiado a menudo. En un país que no sabe debatir, donde la autocrítica y la heterodoxia son consideradas alta traición, el 15-M debería habernos curado un poco el mono de rotundidad que cargamos a cuestas los compatriotas de Caín. Creo que en líneas generales ha ocurrido todo lo contrario.

El 15-M es un símbolo. Con todo el poder que eso implica, pero también con todos los peligros que supone. Cada vez que Podemos –o cualquier otro partido– se ha presentado como apoderado del 15-M le ha pegado un puñetazo cruel al estómago del 15-M. Cada vez que alguien no encuadrado ideológicamente en el espectro de la centroderecha español (incluyo también aquí al PSOE) ha matizado o criticado el discurso podemita, las huestes no han dudado en morder con saña, acusándole de traidor y quintacolumnista.

Aquí y allá proliferan cuñaos de izquierdas, sin más discurso que un quincemayismo tan simplificado que haría enrojecer de vergüenza a los alumnos de una guardería. Seguro que conocéis a esas máquinas de rebotar en internet y en la calle lo que los líderes del partido publican en sus redes mientras se ponen la camiseta que más les convenga: contra el TTIP, contra los desahucios, contra el Toro de la Vega. Algunos de estos fieles a la causa son hoy diputados o concejales y no dudan en señalar y purgar a quien no piense como ellos, aunque sean compañeros de partido o coalición. Es la realpolitik, la que nunca se extinguirá pues siempre habrá avaricia, rencor y mediocridad entre nosotros.

Afortunadamente, hay excepciones, imagino que muchas, pero en un día de santificación, me parece más conveniente abrir el cubo de la basura para ver si nos damos cuenta de que no todo el campo es orégano. Gajes del oficio.

Los mismos que impugnan la Transición en su totalidad están transformando su visión del 15-M en un texto sagrado. Bajo la premisa de que todo lo nuevo es bueno, se ha construido un lenguaje absurdamente primario (arriba/abajo, centralidad del tablero o casta/gente) que ilusiona a las masas, pero no resuelve problemas. Algunos creen con fe ciega que cerrando los libros y abrazándose a Twitter van a mover montañas. Es igual que los que creían estar desafiando al FMI mientras jugueteaban con su diavolo en Sol, como bien parodió Joaquín Reyes cuando se travistió de Pablo Iglesias.

El populismo de tertulia televisiva no deja ver el verdadero rostro –y no estoy hablando de aficiones bolivarianas– de unos tipos brillantes apellidados Iglesias y Errejón, pero a muchos ya les vale como sustrato ideológico para opinar de todo con la seguridad de quien sale a la calle con la medallita de la verdad absoluta colgada del pecho. Esa actitud enmascara la pereza y las adicciones de una generación, la nuestra. Probablemente, lleve a muchos al desencanto cuando se den cuenta de que la política mainstream no gana elecciones.

Como se ha demostrado en Municipales, Autonómicas y Generales, la verdadera fuerza de la indignación ante el postfranquismo cleptómano que padecemos es el consenso por encima de caras y siglas. Precisamente, el legado del 15-M.

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