La llamaban La Nevera, pero su nombre era Olga. Nunca supe si la llamaban así por su corpulencia o porque era cierto que podía tumbar una nevera de una patada. Tampoco tuve el valor de preguntárselo, así que me quedé con la duda.
Era de Letonia o de Lituania, uno de los dos.
A Olga y a su prima, que también se llamaba Olga, las conocí en la despedida de soltero de mi amigo Fernando. A mí la que me gustó fue la otra, la Olga pequeña. No es que fuera pequeña, era bastante normal, pero al lado de su prima, de la nevera, parecía muy poca cosa. Bueno, ella y cualquiera.
La nevera había sido campeona de halterofilia, pero se lesionó una rodilla y se metió en el asunto del cine porno y de las despedidas de soltero. Decía que no valía para estar detrás de una mesa. Prefería levantarlas a peso, con su prima encima. Hicieron un número estupendo, rollo dominanta y tal.
Pero bueno, lo que os decía; a mí me gustó la prima, la pequeña. Le di con disimulo mi número de teléfono y le dije que si quería hacerme un pase privado le pagaría lo que quisiera. Al día siguiente se presentó en casa, con su carita de turista despistada y una minifalda de cuero pasada de moda. El día antes me había puesto tan cachondo que le arremangué un poco la faldita y se la metí por detrás en el mismo recibidor, mientras ella se apoyaba en el escritorio de madera de raíz de cerezo que me regaló mi madre. No le dio tiempo ni de guardarse en el bolso el fajo de billetes y ya estaba amorrada contra el espejo, arriba y abajo, aguantando mis empujones con mucha profesionalidad.
Al día siguiente empezaron mis problemas, porque apareció la nevera en mi casa. Bueno, venían las dos, aunque yo sólo vi a la pequeña. La nevera estaba a un lado de la puerta para que yo no la viera por la mirilla. Cuando abrí, la nevera me agarró del cogote y me levantó un palmo del suelo. Me dijo algo acerca de haberme follado a su prima con mi polla de rata maricona, o algo así. No lo entendí muy bien porque ella hablaba un español muy raro y además yo me estaba ahogando. Cuando vio que me estaba poniendo lila y que empezaba a babear me dejó en el suelo. Me soltó un discurso rarísimo, mientras agitaba el dedo índice delante de mi nariz. Después le pegó una colleja a la enana y la sacó a empujones del piso. Y ahí empezó mi drama.
Por lo que entendí, la nevera decidía con quién se acostaba su prima, y me dijo que ahora yo debía hacérmelo con ella y pagarle otros 500. Yo estaba perplejo, por decirlo así, y seguía en el sofá intentando tomar aire.
La nevera se desnudó sin hacer numerito ni nada y sacó una bata con volantes de una bolsita del supermercado. Después apagó las luces y empezó a bailar.
La verdad es que tenía bastante gracia para moverse, mucha sensualidad natural. Tenía verdadera distinción, para entendernos. Y eso no se aprende. Era una mujer muy femenina atrapada en un cuerpo demasiado grande. Aunque una vez desnuda era mucho más proporcionada de lo que me había parecido el día antes. Al final me tomó en brazos, me puso el condón y ella misma se metió la polla sin que yo llegara a tocar el suelo. Me manejaba como si yo fuera un artefacto comprado en una tienda. Fue algo bellísimo. Me abandoné al cataclismo natural, a la fuerza de la naturaleza que era la nevera. Cuando se corrió pegó un grito y me apretó contra sus pechos. Yo acabé llorando de emoción. Nunca me había sentido tan resguardado y tan a salvo con una mujer.
Nos hicimos muy amigos. A mí me gustaba hablar con ella. Me interesaban de verdad sus cosas, porque ella me gustaba de verdad. Nos íbamos al barrio viejo a tomar copas de vino. Me hablaba de sus padres y de su infancia, y al final me tomó mucho afecto. Una vez le partió la mandíbula de un codazo a un segurata de una discoteca que me pegó un empujón. En serio, al pobre hombre le quedó la barbilla justo debajo de la oreja.
Las cosas se fastidiaron por culpa de un peluche. En serio, un peluche. Uno que tenía su prima y que usaba para los numeritos. Era muy grande, y la prima hacía como que se lo tiraba. Eso a mí me ponía a cien. Y la prima estaba celosa de la nevera, eso era lo malo. Celosa en plan profesional, quiero decir. Estaba acostumbrada a ser la estrella. En fin, un día la prima apareció en casa con el peluche. Yo aguanté dos minutos justos antes de tirarme sobre ella. Mientras se la metía como un loco el peluche me miraba fijamente con sus oscuros ojitos de plástico, y ya en ese momento percibí una advertencia.
Y la nevera se enteró. Porque su prima le fue con el cuento, claro. Era muy arpía, la enana. Logré salvar la amistad con la nevera, pero ya nunca fue lo mismo. Se casó con el segurata, aquel al que le había fracturado la mandíbula. El chaval retiró la denuncia y empezó a mandarle cartas de amor. Preciosas, por cierto. Es un gran tipo. Hasta me invitaron a la boda.
A la arpía de la enana la convencí para ir un domingo a casa de mi tía Gertru, que estaba de crucero por las islas griegas, y hacer una barbacoa. La muy gilipollas me ayudó a encender el fuego, y todo. ¿Sabéis cuál es la parte del cuerpo humano que se comen los tigres devoradores de hombres? Las nalgas. Los músculos más voluminosos y tiernos.
Una receta de salsa para macerar la carne:
Necesitáis una cucharada de comino molido, otra de eneldo, una ramita de romero, una hoja de laurel, dos cucharadas de salsa de soja, dos cucharadas de salsa Worcestershire, dos cucharadas de aceite de oliva, una pizca de sal y otra de pimienta negra molida.
Se bate todo bien, hasta que no queden grumos, y se usa para macerar la carne durante tres o cuatro horas antes de colocarla en la parrilla.
Y una recomendación personal; unos instantes antes de retirar la carne de la parrilla podéis colocar en el fuego, o las brasas, unas ramas de romero para que ardan y humeen bien. ¡Le da un punto exquisito a la carne!