Hace no mucho. Tres, dos meses. Salía de trabajar. Eran las dos de la tarde y el azul del cielo no se veía por culpa de una neblina pasajera. De su mano, en la calle, corría en la misma dirección una manifestación enorme. Me quedé sorprendido al encaramarme del portal a la acera y ver tal aglomeración de gente. Gritaban, cantaban, ondeaban alguna bandera de sindicatos, charlaban y tocaban algunos instrumentos sonoros como tambores o pitos. Insultaban con medida frecuencia a Montoro.
Me vi en un apuro, pues la calle Velázquez estaba ocupada de tal modo que la única manera de cruzar al otro lado, a donde yo debía ir para coger el metro, era bajar con ese maremágnum hasta el cruce con María de Molina. Cansado, que salía del curro, mi última intención en ese momento habría sido meterme en cualquier manifestación.
Me lancé como quien salta a la nada, con un pequeño brinco desde el bordillo, y pronto me vi arrastrado casi sin la necesidad de mover los pies. Me alzaron entre varios y vitoreado me adelantaron hacia las primeras filas de la multitud. Y claro, era tal la cantidad de gente que allí había, que me dejé llevar, agitando los puños al aire y silbando de vez en cuando, ondeando alguna que otra bandera que tomaba prestada para luego soltarla, y arremeter en improperios contra cualquiera, hasta que acabé gritando: «¡Montoro, canalla!» Claro, yo dejado llevar por la emoción, de tal modo que hubiera lanzado hasta cócteles molotov si se me hubiera dispuesto de ellos. Andaba tan sumergido en el papel que incluso creo que habría recibido con orgullo algún que otro balazo de goma en el pecho si la cosa se hubiera torcido.
Lo que pasa es que justo se atravesó en mi camino la calle María de Molina y subí por ahí en busca del metro. Peinándome la melena que se me había revuelto un poco y acicalándome las ropas.