Conocer nuestro pasado para no repetir los mismos errores en el futuro. Esta es una de las máximas que enseñan durante la Licenciatura en Historia en, prácticamente, todas las universidades del mundo. También reza el dicho que el hombre es el único animal en tropezar dos veces con la misma piedra. Esto mismo es lo que parece estar sucediendo en las últimas fechas en el viejo continente. La extrema derecha crece día a día en Europa al ritmo que la crisis (estafa) arrecia sobre los hogares de los más desfavorecidos de nuestra sociedad.
Cuando el hambre aprieta y las oportunidades escasean, cuando la sociedad del bienestar se tambalea es cuando todo lo que nos rodea comienza a polarizarse. Ricos y pobres, racismo, nosotros o ellos. El mundo se divide en bandos, surgen oportunidades para que los extremos florezcan y, además, sean aceptados como algo lógico dentro de su ilógica. Vemos como en Europa los partidos de extrema derecha van en auge. Se arman, amenazan y ocupan las calles de ciudades de la vieja Europa, desde París hasta Budapest pasando por Viena. Observamos estupefactos la pasividad de políticos y fuerzas del orden ante estos despliegues de orgullo racista y patrio. En televisión se les da una cobertura menor a la que debería. A la palestra salen nombres como Marine Le Pen, hija del filo-fascista Jean Marie Le Pen y actual dirigente del Front National, partido de extrema derecha que se consolida como tercera fuerza en tierras francesas. Pero ¿es la primera vez que Europa se ve en esta tesitura? La Historia nos demuestra que no.
Nos trasladamos a 1919, finalizada la Primera Guerra Mundial. El emperador alemán, Guillermo II abdica dejando al Imperio Alemán en bancarrota y con el lastre de un Tratado de Versalles que deja a la antigua Germania como principal responsable de los costes de la guerra a niveles económicos, lo que arruina aún más a una sociedad alemana en plena postguerra. Se aprueba la Constitución y se proclama la República de Weimar, aunque nominalmente aún seguiría siendo Imperio Alemán. Un año antes, en 1918, se había desatado la Revolución Espartaquista, una sublevación obrera que tenía su espejo en la Revolución Rusa y que fue tremendamente reprimida por los partidos mayoritarios alemanes, apoyados por los Estados Unidos y los Freikorps, bandas armadas anticomunistas donde muchos de sus miembros pasaron más adelante a formar parte de las SA del régimen nazi. Ante tal desilusión por el fracaso y la penuria social en el que había desembocado el intento por construir una Alemania revolucionaria bolchevique, el desencanto de la gente y, sobre todo, el hambre hicieron que el Partido Nazi (NSDAP) comenzara a asomar la cabeza.
Durante los primeros años (1919-1923) la República de Weimar es un campo de batalla entre la extrema izquierda y la extrema derecha. Levantamientos y guerras callejeras en diversos puntos del país. El Gobierno tiene como principal prioridad terminar con la tentativa comunista en Alemania. La URSS siembra el pánico entre la clase alta germana. Se financia y se tolera a la extrema derecha que, finalmente, consigue eliminar las tentativas bolcheviques en el país. Una vez eliminado el enemigo, es tarde para domarlo. La extrema derecha es ahora quien manda en la calle: sus militantes actúan a sus anchas y, obviamente, no son partidarios de una República de Weimar sin ningún tipo de estabilidad gubernamental, social y económica. Las clases bajas son carne de cañón para los extremistas al mismo tiempo que muchos adinerados, nostálgicos de la grandeza del Imperio Alemán, siguen financiando a los radicales. Para combatir esto, los socialdemócratas y el partido de centro crean un sistema de inflación y reestructuración industrial que sirve para que el crédito vuelva a fluir por Alemania y se vuelva a recuperar el prestigio perdido. Una ilusión que duró hasta 1929 con la llegada de la Gran Depresión, la mayor crisis que ha conocido el capitalismo (aún no hay estudios con perspectiva de la que vivimos actualmente).
La situación era caótica. El Reichstag, homónimo de nuestro Congreso de los Diputados, no puede aprobar medidas económicas que proponen tanto el partido socialdemócrata como el de centro. Mientras tanto, en la calle, Adolf Hitler sigue captando adeptos a su causa, demonizando a la República y haciéndola, a ojos de la gente, responsable de la quiebra alemana. En las elecciones de 1930, los nazis pasaron de tener 12 asientos a 107, convirtiéndose en la segunda fuerza en el Reichstag, con más de 6 millones de votos. Siendo los segundos, encontraron muchas más facilidades para financiarse (Allianz, Deutsche Bank y Siemens entre ellos), lo que permitió que pudieran seguir creciendo día a día. Comienza entonces una vorágine de sucesos donde Hitler acabaría con la democracia en tres años. En 1933, Hitler desmonta la capacidad de decisión del Reichstag y manda ejecutar a todos los líderes comunistas, a los que había culpado del incendio del parlamento germano. La ultraderecha había adelantado de forma abrupta a la democracia, los demás partidos únicamente agacharon la cabeza y asumieron la muerte de la experiencia republicana. Ya era tarde: Htiler había tomado la sartén por el mango.
Aunque parezca algo atrevido, la Historia nos enseña la piedra donde estamos a punto de tropezar. Encontramos actualmente una nueva acometida de la izquierda por recuperar terreno en el espectro político. Mareas espontáneas de gente en contra del sistema. Gente, incluso, que señala al mismo capitalismo como culpable de todos los males de nuestra era. Mientras tanto, en las manifestaciones, los gobiernos de la sociedad del bienestar, de la socialdemocracia, tratan de paliar estas revueltas. Estas chispas amenazan con incendiar su sistema, el sistema de la aristocracia política donde ya no hace falta ser de sangre azul para poder comer en los restaurantes más caros y conducir el coche más rápido. Reprimen al oprimido, crece el odio y, por lo tanto, el odio va generando más y se va radicalizando. Florecen los extremos. La crisis actual, al igual que lo fue la Gran Depresión en 1929, amenaza con sacar lo más negro de nuestra sociedad. Las manifestaciones de la extrema derecha se multiplican pero únicamente se llama terrorista al de izquierda, se le persigue, se le multa, se le detiene. Se le demoniza del mismo modo que se perseguía y demonizaba a la izquierda en el período de Entreguerras (1919-1936). Mientras tanto, siguen proliferando esvásticas o lambdas (letra griega que ahora adoptan grupos filonazis).
No olvidemos que la situación en Ucrania la comenzaron manifestantes de extrema derecha, manifestantes que fueron vendidos, al menos en nuestro país, como nada más y nada menos que adalides de la libertad y la democracia. El germen fue de tinte nazi, y un nazi jamás cree en la democracia: es pensamiento único y fanático. Ellos siguen creciendo y nuestros gobiernos siguen mirando, gran parte de la sociedad se va dejando embelesar por un discurso que hace sacar la parte más oscura de nuestra humanidad. Cuando reaccionen, posiblemente sea tarde. Cuando murió Hitler, los alemanes repudiaron a Hitler. Cuando murió Franco, todos en España eran demócratas reprimidos. El pasado nos enseña, nos avisa de lo que puede volver a ocurrir y que, de hecho, ya está ocurriendo: nos estamos convirtiendo en la Europa de Weimar y, la salida, se antoja poco esperanzadora.