Fotografías: Lorena Portero
Se cae un mapa al suelo justo antes de que se cierre la puerta del tren. La mujer que lo sostenía se agacha rápidamente para recogerlo, y se pone a observarlo detenidamente una vez más. Lo tiene al revés. Al cabo de dos segundos se da cuenta, y le da la vuelta. Lleva unos pantalones cortos, unas sandalias de suela ancha y una camiseta de manga corta. De su mochila cuelga un jersey, por si acaso. Aquí nunca se sabe.
El tren avanza, saliendo de la estación. Parece un jardín botánico, con el techo en bóveda acristalada, esqueleto de aluminio, columnas vertebrales en forma de vigas gris oscuro. Los trenes son rojos y amarillos. Un amarillo feo, sin embargo, en la parte central de los vagones.
El sol se cuela por las ventanas. Es temprano y el río, que de repente aparece, majestuoso y revuelto, refleja sus rayos en su superficie desigual. Los vértices de las mil y una olas que se forman, en estela tras un enorme barco turístico serpenteante, recuerdan a los fuegos artificiales en una calurosa noche de verano.
El tren sigue avanzando y entra en otra estación. Ésta es de ladrillo, marrón rojizo y oscuro, bajos los techos toscos. Los carteles son los mismos azules con letras blancas, que indican al turista perdido su situación exacta en esa maraña de líneas de colores que es el tremendamente importante mapa del transporte público.
La mujer de los pantalones cortos y las sandalias susurra algo al que debe de ser su marido, y juntos se colocan a centímetros de la puerta, como preparados para echar a correr en la salida de una carrera. El tren llega a la siguiente estación, otra de esas acristaladas tan majestuosas, con el vidrio que deja pasar los rayos de un sol tan poco común normalmente, y tan habitual este verano.
Ésta es especialmente bulliciosa. Un hormiguero moderno, de maletas y mochilas y mapas de transporte público al revés. La mujer y su marido se bajan, junto con casi la mitad de pasajeros que llenan el vagón. Suben al tren otras tantas. Entre ellas una joven rubia que se sienta en una esquina. Tiene el pelo largo, enmarañado, restos de sudor. El maquillaje negrísimo ya no le cubre sólo los párpados, y ha caído bajo sus ojos verdes, acentuándole las ojeras mientras se le caen los párpados.
Bajo sus manos y sobre su regazo descansa una pequeña bolsa de tela, arrugada y sucia. Ella lleva una camiseta negra y apretada, con un sencillo y sugerente escote de tela transparente en forma de V que acaba quién sabe dónde dentro de sus altos vaqueros cortos. Cruza las piernas y apoya su cansada cabeza sobre el cristal de la ventana. Es bonita, aun con la decadencia y desgaste. Huele a noche.
Rodean la estación enormes edificios rectos. Fachadas lisas, ventanas alargadas, puertas descomunales. Uno rojizo parece un centro comercial. Entran y salen muchas personas. Tiene una estatua de una mujer saltando –o corriendo– cuyo cuerpo dibuja una X. La misma X que contiene el nombre de ese aglutinador de tiendas: Alexa.
Tras la estación de tren aparece una forma peculiar. Se esconde, entre el reflejo de la luz del sol en el ambiente y la neblina matinal de la que ya sólo quedan restos. Es una especie de bola clavada en un enorme palo de hormigón. Enorme. La corona una aguja, afilada, con bandas rojas y blancas circulares que se suceden hasta la punta, que acuchilla el cielo.
Pies de todos los tamaños aplastan las piedras grises, arriba y abajo. Una mujer camina deprisa, esquivando mochilas, codos, melenas, para arrancar a correr en el momento en que el amarillo tranvía insinúa que va a cerrar sus puertas. Un niño tira de la mano de su padre, murmurando algo en un alemán masticado y virginal. Un enorme hombre vestido con un traje negro y una brillantísima corbata de rombos camina a paso lento. Sus piernas son larguísimas, y cada una de sus zancadas equivale a tres de una persona de altura media.
Nadie mira a nadie, todo el mundo se encierra en su mundo. Qué frenetismo, qué vertiginosidad. Qué soledad tan acompañada. Choques de burbujas.
Y así la ciudad se despierta poco a poco. Ignorando al de al lado. Tiene tiempo para levantarse con calma, pues el sol sale temprano. Atrapa a las criaturas de la noche, caminando sin batería en el móvil en dirección al Fernsehturm, como un marinero que se guía con la estrella polar. Las sorprende poblando los asientos del metro cuando la red de transporte metropolitano abre por fin sus puertas de nuevo, allá por las cuatro y media de la madrugada. Los primeros rayos de sol iluminan a los que regresan de los templos del techno de la misma manera que ilumina a los trajeados empresarios que se disponen a adelantar trabajo llegando pronto a la oficina. El cuento de la cigarra y la hormiga en versión moderna, con cigarras fiesteras que huelen a cerveza y hormigas repeinadas que huelen al café de primera hora de la mañana.
Las calles se llenan, poco a poco, de turistas que exprimen sus horas como si de una naranja para zumo se tratara. De los pocos habitantes que quedan en la ciudad en verano se ven pocos. Se esconden de este mar de desconocidos y desconocedores. Y los visitantes –algunos– intentan camuflarse. Los hay que fingen vivir aquí, vistiéndose más insólitamente de lo que lo harían en sus casas. Escrutando páginas de internet en busca de los lugares menos turísticos. Eludiendo los puntos neurálgicos. Pero sin embargo todos caen en el Photoautomat de Warschauer Strasse, llevándose bajo el brazo las cuatro instantáneas en tirilla y blanco y negro.
Cerca de Rosenthaler Platz, en un patio interior justo delante de la estación Weinmeisterstrasse, un joven australiano regenta una cafetería con un encanto que dice no habitual de esta metrópoli. Rubio, con los ojos claros y la sonrisa brillante, vende el negocio en el que trabaja hablando primero del café y luego del trato. Del café cuenta que el suyo es delicioso por el cariño, el empeño y la calidad. Del trato, dice que los bares de aquí no acostumbran a tramar amistades entre barras. Yo te sirvo y tú me pagas, y así en varios cafés, según dice el australiano, que dicho sea de paso, es encantador.
Parece obligatorio abandonar Father Carpenter con un café con leche para llevar. Bien caliente, aunque sea verano. El sol ya pica, como quema el brebaje energético en la lengua. Como queman los codazos de las hordas de transeúntes que abarrotan las aceras en Mitte. Los escaparates del Hackescher Höf, no muy lejos de allí, atraen a curiosos turistas embadurnados en cámaras y smartphones, con los que capturan todo y a todos.
Smartphones como los que, encaramados a palos extensibles, fotografían a sus dueños en ráfagas interminables de instantáneas sin valor, pues apenas se ve en ellas la Puerta de Brandenburgo, quien debiera ser la protagonista de esas imágenes. Entre ellos, el iPhone 6 de la mujer de los pantalones cortos y las sandalias de suela ancha que llevaba, en el tren, el mapa al revés. Parece que con el teléfono se maneja bastante mejor. Sin embargo, su marido se pelea con el palo. Ellos ya no se llevan tan bien.
Una bicicleta quíntuple pasa dando tumbos por la calle, abandonando Unter den Linden y la puerta que un día separó dos ciudades para girar en dirección a Potsdamer Platz. Allí el altísimo señor de la corbata de rombos de Alexanderplatz continúa avanzando con sus zancadas de gigante, al tiempo que sorbe nervioso un café en vaso de papel y escudriña su reloj de pulsera, como si quisiera parar el tiempo con su mirada enfadada de ceño fruncido. De la cafetería de la que sale brota una conversación.
–Ayer fue genial… Tendrías que haber venido.
–¿A dónde fuisteis?
–A estuvimos dando vueltas por Kottbuser Tor, tomando cervezas y recorriendo Oranien… y luego acabamos en el festival Atonal, aquel de electrónica que te dije. El sitio espectacular, era en Tresor, ¿sabes? La mítica discoteca techno aquella de la que te hablé. Una nave enorme, descomunal, los techos altísimos, la música una bomba, todo el mundo a su rollo…
–Pinta bien…
–Ya ves… He llegado a casa a las nueve, tía.
–Buah… ¿Pero no tienes clase ahora?
–Sí, pero bueno, estoy ya lista para seguir a tope.
–¿Y no hicisteis cola anoche?
–¡No! Y ya es raro, eh…
–No me lo puedo creer… Salir de fiesta por aquí sin hacer cola… Menuda hazaña. Ahora sí que me has dado envidia.
–Bueno, ¿y tú qué hiciste?
–Pues mira, al salir…
La conversación se difumina entre el ruido de transeúntes, autobuses y coches.
Se difumina, se queda en el aire y ya forma parte de esa esencia de la ciudad. El mañaneo de después de la fiesta, mezclado con el barullo de los turistas, con el café, con el sol que en dos segundos puede ser lluvia, con los edificios bajos, con los empresarios, con los profesores de alemán, con los grafitis en las puertas.
Y la pregunta sigue sin respuesta. Qué tendrá este lugar. Qué tendrá. Se dice que es la menos alemana de las ciudades alemanas. Se dice que es más hospitalaria. Se dice que los porteros de las discotecas son tremendamente selectivos. Se dice que aquí los grafitis son bonitos en todas partes. Se dicen muchas cosas, pero nunca nada es suficientemente satisfactorio. Éste es el cóctel mejor mezclado de la Historia.
Aquí el estándar de rareza es muy elevado, hay sitio para todo, nadie te mira mal. Eres tú en el medio de tu burbuja que convive con más burbujas que flotan, por ahí. Una punta nada tiene que ver con la otra. Caben en la misma ciudad un aeropuerto abandonado convertido en parque y un hotel cuya modernidad lleva a dejar una parte del edificio colgando sobre el Spree. Kreuzberg, con sus portales plagados de pintadas, sus monísimos cafés escondidos, sus apestosos rincones, sus garitos de noche tan envidiables, se codea con el medio adormilado Wilmensdorf, en el oeste, con edificios del siglo diecinueve y mujeres cincuentonas que salen de paseo los domingos. Mitte, tan poco majestuoso y tan solemne a la vez. Prenzlauer Berg, lleno de árboles, de edificios colgados, de tiendas de segunda mano que parecen casitas de muñecas.
Bicicletas, terrazas, lagos, parques, trenes que van bajo tierra y trenes que van por encima de la tierra. Esta ciudad es fea y bella a la vez. Pero es que aquí las cosas feas, parecen bonitas. Aquí la luz es especial. Aquí los carteles que se amontonan sobre los palos de las farolas, dándole al hierro una segunda piel, son bonitos. Aquí los grafitis en los portales son bonitos. Aquí los edificios que se pelan, llorando trozos de pintura, son bonitos. Aquí los conventos convertidos en cines al aire libre. Aquí las botellas de cerveza por las calles. Aquí las galerías de arte subterráneas. Aquí los museos de arte contemporáneo en antiguas estaciones de tren. Aquí los músicos de jazz en edificios de ladrillo en el medio de un parque. Aquí las discotecas famosas mundialmente para las que hay locos que hacen cinco horas de cola, y no entran.
Aquí el magnetismo perenne, la adicción perpetua, la droga sin nombre.
Aquí las calles en las que se respira arte y en las que cabe todo.
Aquí el eterno retorno, como el final del legendario Hotel California de los Eagles: “You can check out any time you like, but you can never leave”.
Aquí Berlín.