El régimen del 78 se descompone como un cadáver sin enterrar. Huele tan nauseabundo que solo los que están acostumbrados a su hedor no se dan cuenta de su corrupción. Quienes más defienden su vitalidad son los que más a gusto se sintieron con el régimen anterior. Pacto, amnistía, entendimiento, reconciliación de las Españas… Nos han convencido de que la Transición del 77 fue un beso en la mejilla entre hermanos que no se llevaron bien, pero no fue más que un Tratado del Olvido para que vencedores sobre vencidos cambiasen de perfume (pero no de modales) para sobrevivir así en una comedia distinta.
Destapemos el embuste. Obligar a olvidar no es perdonar, como impunidad no es reconciliación. No es cuestión de dar la vuelta a la tortilla, de convertir a los vencidos en vencedores. La Transición no fue una verdadera reconciliación, fue la continuación de una humillación. Si se hubiera aplicado una Justicia basada en los Derechos Humanos, hoy España tendría menos fantasmas y pocas rémoras. Puede que la salida de una larguísima dictadura no fuera el momento más idóneo para ello, pero produce doloroso rubor que haya tenido que ser una jueza argentina, arguyendo los principios de Justicia Universal –esa que tan poco gusta al PP–, la que nos advierta de que tenemos todavía sin juzgar a criminales de lesa humanidad, que a día de hoy siguen libres y haciendo negocios en nuestras calles. Como si no lo supiéramos. Que un exministro franquista fuera ponente de nuestra Carta Magna y fundador del partido conservador que hoy gobierna causa extrañeza y estupor en países salientes de comunismos y fascismos, pero, sobre todo, dice mucho de la calidad democrática en la que se asentó el régimen de la Constitución del 78.
Que no nos engañen (más). La Transición ha durado 40 años. No el poco más de un lustro que reflejan los libros. Vendida como una época de transformación integral, se quedó en la metamorfosis de Gregorio Samsa. Después de cuatro décadas, es bastante significativo que los protagonistas de los problemas de ayer sean los mismos que protagonizan los problemas de hoy. Y no es ninguna casualidad. Reproducen la misma manera de hacer la política como si la democracia no fuera con ellos. Da igual que ayer fueran franquistas, y hoy populares o socialistas corruptos. Da igual que ayer hubiera señoritos, y hoy patronal o sindicatos vergonzantes. Da igual que ayer hubiera censura y hoy manipulación informativa. Da igual que ayer no hubiera justicia, y hoy tasas judiciales. Da igual. No hablamos de ideologías, porque no las hay cuando lo que se quiere defender son privilegios. La Transición fue un juego de manos donde una minoría privilegiada se quedó con la mejor carta para ofrecernos una democracia siempre y cuando mirásemos para otro lado. Así es como, con el voto del «sí» metido en la boca y huyendo hacia delante por la urgencia, nació la Constitución del 78. Se palpaba todavía caliente el cadáver de Don Paco en los cuarteles.
Seré justo, hay que serlo. Nuestra Constitución nos ofreció derechos y libertades, mejoró nuestras oportunidades, y nos permitió salir del subdesarrollo, pero bajo una minoría de edad democrática tutelada. Tras décadas sin saber lo que era la libertad, era de esperar que coger un papel y meterlo en una urna pareciese tan extraño como conducir un coche sin volante. Llevábamos la L de novatos colgada en la espalda en cada “fiesta de la democracia”. Y en lugar de ayudarnos, se aprovecharon. Redujeron el significado de la voluntad popular a votar cada cuatro años para elegir lo mismo. Y así, en un extraño carrusel del que nadie percibía su existencia avanzamos por el final del pasado siglo y el principio del presente. Confiamos en una élite social que, al parecer, nos ofrecía empleo, hospitales, metro hasta en el garaje, y aeropuertos (con y sin aviones). ¿Paellas de bogavante y la Pantoja cantando en las inauguraciones? Que no faltase de nada a los votantes. Solo nos pedían que siguiéramos a lo nuestro, porque estábamos en buenas manos. Y así lo hicimos.
Pero un día, vino la madre de todas las crisis, en todos los niveles, y lo que al principio supusieron conquistas y mejoras sociales, se tornaron en lacerantes recortes que había que ofrecer en sacrificio pagano al Sistema. Sin preguntar, nos modificaron unilateralmente las condiciones del pacto social del 78, y se fueron del banquete sin pagar, dejando la cuenta a los que nunca estuvimos en la mesa. Pero, para desconcierto de los feriantes, esto provocó que la sociedad española se hiciera mayor. De golpe. Un guantazo de realidad, sazonado con comedores de Cáritas y EREs, mostró el poco atractivo que suponía dar vueltas inútiles en un tiovivo gripado que además te llevaba al mismo sitio. Muchos nos bajamos. Entonces, las alarmas del Sistema comenzaron a sonar. ¿Qué pasaba con la Constitución que ya no volvía a poner en marcha el carrusel?
Agotadas todas las vías de una Carta Magna que fue útil entonces, pero que ya no resuelve los problemas actuales, parece sensato exigir un nuevo contrato social. ¿Cuándo? Ya, ahora. No habrá otro mejor momento. España necesita afrontar un debate profundo y sereno sobre sí misma para saber qué hacer con la bestia de siete cabezas que tiene despierta en su interior. Una discusión que solo puede liderar la sociedad en su conjunto, con actores diferentes a los actuales, para decidir a dónde quiere ir, cómo y con quiénes.
Hemos vivido una Transición de 40 años. No se puede estirar ni uno más. Es momento de que sus protagonistas hagan las maletas para decirles, gracias y adiós.