Anoche me di cuenta de que me flipa Kurt Vile. Sabía que me gustaba, pero es que ahora me flipa. Me di cuenta de que llevo una semana escuchando en bucle sus tres últimos discos y de que evito las calles en las que el ruido del tráfico sofoca su tono adormecido y sus telas de araña. Luego entendí que su secreto va por ahí: te canta como recién levantado y te repite un arpegio durante dos minutos y luego prestas atención a la letra y te das cuenta de que no es un fumado infantilón. Estás a punto de bostezar, pero no lo haces. Entiendes que este tío escribe canciones mayúsculas y que lleva tatuada en el alma aquello que dijo Kurt Vonnegut sobre elegir un tema que te importe tanto que estarías dispuesto a hablar de él subido a una caja de jabón. Vile tiene ese tema. Y, lo mejor de todo, ha encontrado una voz.
B’lieve I´m going down… (2015, Matador) es el sexto álbum en solitario de Vile. Grabado en el desierto del Joshua Tree, en el mítico estudio Rancho de la Luna, suena íntimo y sosegado. Retoma la senda de Smoke ring for my halo (2011, Matador) y se aleja de la psicodelia brillante de Wakin on a pretty daze (2013, Matador). Vile ha producido el disco junto a Rob Laakso –miembro de su banda de apoyo, The Violators–, Kyle Spence –batería–, Rob Schnapf (productor de Elliot Smith o Beck) y Peter Katis (Interpol, The National). Dice que no le gusta la idea de tener 25 micrófonos que graban cualquier detalle, que quiere algo más orgánico y que las canciones fueron grabadas en sesiones que empezaban a las once de la noche y solían acabar sobre las cinco de la mañana. Insiste en que esas son “las horas del rock and roll” y que ese ambiente está en el disco. Pero más que a noche, B’lieve I´m going down…suena a los minutos previos al amanecer de un tipo que entiende que esa es la señal del final de un día. Como él dice: “Oscuro, pero no rollo Radiohead o ‘¡¡Mujeres y niños primero!!’, solo melancólico”.
Vile es el tipo callado con cara de pringado que, de pronto, en la cena del décimo aniversario de la graduación de bachiller, comienza a hablar. Y el resto se da cuenta de que no se le escapó una. Ahora suena más preciso que nunca. Su escritura ha dado un salto. Su humor negro y su sutileza empañan cada letra de una extraña trascendencia de lo cotidiano. Ya sea una crisis existencial (I woke up this morning/ Didn’t recognize the man in the mirror/ Then I laughed and I said, “Oh silly me, that’s just me”/ Then I proceeded to brush some stranger’s teeth /But they were my teeth, and I was weightless/ Just quivering like some leaf come in the window of a restroom) en Pretty Pimpin, ese quijotismo estúpido que –¿a algunos?– nos asalta cada poco (I’m an outlaw on the brink of self-implosion/ Alone in a crowd on the corner/ In my walkman in a snowglobe/ Going nowhere slow) en I´m an Outlaw o escribiendo la canción definitiva de desamor en la era de Facebook (I’m looking at you/ But it’s only a picture so I take that back/ But it ain’t really a picture /It’s just an image on a screen/ You can imagine if I was though, right?/ Just like I can imagine you can imagine it, can’t you? /I got a wild imagination) en Wild Imagination.
Sus letras huelen a esos pequeños grandes mitos de la literatura americana. Vonnegut, Brautigan, esa gente. Joder, imagina: Brautigan y Vile bebiendo juntos. Yo me lo creo. Y lo más gordo es que las letras solo alcanzan la excelencia cuando se mezclan con esas melodías somnolientas que Vile, inspiradísimo, se saca de la manga desde Smoke for my ring halo. Entonces te mesmeriza. El cabrón ha hipnotizado hasta al alcalde de Philadelphia, que hace dos años le otorgó la máxima distinción de la ciudad y declaró el 28 de agosto como el Día Oficial de Kurt Vile. Ahí lo llevas.
Mientras sus ex compañeros de The War on Drugs conquistan el mundo a brochazos, este descendiente bastardo de Neil Young y J Mascis se sienta en el sofá y te canta al oído. Y luego…ya sabes.