Hace poco, Miguel Urban Crespo, miembro de Podemos, tomó posesión del acta del Parlamento europeo que dejó libre su conmilitona, Teresa Rodríguez, al marcharse a Sevilla para participar en la carrera electoral por la Junta de Andalucía. Miguel Urban, un pretoriano del movimiento podemita, utilizó una fórmula singular en dicha ceremonia: prometió, según sus propias palabras, “acatar la Constitución, por imperativo legal, hasta que el pueblo recupere su soberanía (sic) y pueda iniciar procesos constituyentes”. Me gustaría, por no cansarles a ustedes, apartarme de ese “imperativo legal” batasuno; quiero decir, que fue el extinto partido Herri Batasuna quien allá por 1989 utilizaron por primera vez en España el susodicho sintagma para manifestar su discrepancia con el Reglamento del Congreso de los Diputados. El ordenamiento jurídico español permite, sobradamente, añadir lo que se quiera a la fórmula ritual de la recogida del acta de cualquier acto público. Lo que yo quiero ahora es centrarme en lo otro. En lo del proceso constituyente y lo del pueblo.
La Ilustración y la Modernidad nos trajeron, para resumir, las hechuras de nuestro mundo. Del que formamos parte, del que nos explica, del que debemos defender hasta la muerte si es preciso, y al que, en definitiva, debemos nuestra actual condición de individuos libres. También, claro, nos trajo algunas cosas malas. Feas. Peliagudas. Una de esas cosas son las abstracciones letales. Son esos conceptos estirados, ambiguos, cajones de sastre que normalmente sirven para disolver como un azucarillo la libertad individual de los hombres en pos de vaporosos anhelos colectivos que esconden, casi siempre, delirios criminales, aspiraciones totalitarias y desastres históricos. Dios, Patria, Pueblo, ya saben a lo que me refiero. El caso es que este señor, Miguel Urban, como antes Antonio Maíllo, el propio Pablo Iglesias, Alberto Garzón, Cayo Lara y tantos otros próceres del neo-comunismo ibérico contemporáneo, se han aficionado a ciertas perífrasis que han germinado en los tiempos agitados en que vivimos. “Procesos constituyentes”, “construir país”, “retomar la soberanía popular” y un largo etcétera. Yo quiero hoy, aquí, en esta pequeña parcela que se me cede, ayudar a desactivar estos explosivos verbales que sólo son lexico-semánticos en apariencia, pues como todo el mundo sabe (y esta es una perla de sabiduría bíblica), al principio fue el Verbo, sí señor: cuando algo es nombrado, adquiere condición de existencia, gana límites, es ya un territorio con fronteras definidas y una estructura sólida. Nombrar es crear y por eso yo quiero ponerme el traje de artificiero.
¿Qué significa que el pueblo retome su soberanía, e inicie procesos constituyentes? Nada. Literalmente, son falacias conceptuales, auténticas bombas de humo que han ido apoderándose del lenguaje político y periodístico desde 2011. La crisis económica y la depauperación más o menos general de la clase media española ha contribuido a la fertilización del campo semántico que manejamos en los periódicos, y por consiguiente, en la calle. Los fenómenos adyacentes a esta crisis, esto es, los desahucios, las tramas de corrupción pública y privada que salen a la luz, las investigaciones judiciales, no son más que procesos lógicos que sobrevienen tras el estallido de una situación previa de dislate, cuya magnitud viene dada por una serie de factores que, a mi juicio, no han sido ni están siendo tenidos en cuenta con justicia en el análisis global del momentum que impera de modo general en el relato de la realidad que hacen los media. Habría que decirle al señor Urbán, de modo particular -ya que hemos empezado por él, qué menos que concederle esa deferencia- que el pueblo, siguiendo con su trasnochada retórica de soviet, ya es soberano. Que son los ciudadanos libres de este país -libres y ciudadanos, redundo, gracias a la Constitución de 1978, cúlmen del proceso constituyente que se dio a sí mismo este país justamente, para construirse- los que eligen sus parlamentos; y que hacer saltar “los candados del régimen del 78” significa, propiamente, descerrajar el ecosistema que ha propiciado el estado de prosperidad más largo, estable y continuado de que han gozado el conjunto de los españoles en toda su Historia.
Me gustaría decirle también al señor Urban que aunque aquí en mi columna, parezca pecar de naïf, no lo soy, en modo alguno. Sé muy bien a qué se refiere esta gente cuando habla de soberanía popular y de procesos constituyentes: hablan de soviets, de checas, de establecimiento de una “justicia popular” cuyas características pueden comprobarlas cuando quieran en los libros de Historia: Lenin escribía a los comisarios de los soviets establecidos a lo largo y ancho de Rusia durante la revolución de octubre de 1917 que mataran; que mataran mucho y que mataran bien, que lo hicieran visible “al pueblo” para que la chusma viese qué es lo que había fuera de esa justicia apellidada popular: el abismo. A uno de estos próceres del neo-comunismo y la revolución “desde abajo” (otra falacia vaporosa de fácil acomodo en el relato mediático), Íñigo Errejón, le gustaba, al menos hasta hace poco, citar a Lenin y exhortaba a su emulación, calificándolo como ejemplo a seguir en la actualidad. Qué decir. El castillo argumentativo y retórico, sobre todo retórico, de esta gente se cae al menor soplo; sin embargo, sus irresponsables declaraciones, sus arrebatos de oratoria bolchevique, no son refutados más que por cadenas o medios de comunicación tan ridículas como 13TV, Libertad Digital o Intereconomía: la defensa retórica de la democracia no puede caer exclusivamente en manos de disparatados personajes de zarzuela como Alfonso Merlos y semejantes bodrios intelectuales.
Apelar a la refutación total del “sistema” constitucional español amparándose en la irresponsable y del todo reprobable conducta sistemática de los partidos mayoritarios desde 1980 (PP y PSOE) así como en la dudosa y susceptible de ser enjuiciada por los procedimientos legales que el propio ordenamiento jurídico establece (tal y como está ocurriendo, cabría añadir) actitud de influyentes individuos del campo financiero, político, judicial o cualquier otro, es pura, y simplemente, inducir de forma consciente a una excursión antidemocrática muy peligrosa. De excursiones basadas en estas aspiraciones totalitarias sustentadas por abstracciones letales, en España, tenemos los cementerios llenos.