Fotografías: Lorena Portero

El viernes por la tarde era un viernes por la tarde cualquiera, y me sucedieron dos cosas: entrevisté a Juan Tallón y me enamoré de una chica. Visto así, lo de Tallón puede parecer menos importante, pero no lo es. Su parte de la historia funciona como un puente tendido sobre el azar, que siempre salpica, hasta Ella.

A Juan Tallón lo descubrí por casualidad y a través de sus artículos, estando yo de beca Erasmus al sur de Francia. Me venía muy bien, tal descubrimiento, porque me despertaba a las seis de la tarde y, después de comer, entre la paja y la ducha de antes de salir de fiesta, leía sus escritos sobre resacas o escritores, que eran algo parecido a un calentamiento, porque yo por las noches lo que más hacía entonces era beber y leer. Y reconozco que hubo un tiempo en el que trataba de copiar su estilo: muchas citas, frases limpias y una cierta profundidad abanicada de ironía para hablar de las cosas más nimias. Pero siempre ando copiando estilos de un lado a otro, vaya uno a saber de quién es este.

–¿Algún consejo que dar a los jóvenes escritores?

–¿Para ligar? –se ríe Tallón.

–No, para escribir.

–No, no. ¿Pero qué consejo voy a dar? Yo no he seguido nunca un consejo.

El viernes por la tarde era un viernes por la tarde cualquiera, decía, y me sucedieron dos cosas.

Lunes

He quedado en el centro de Madrid, en la plaza de Oriente, con una chica finlandesa a la que conocí la otra noche en una discoteca. Tengo que coger el autobús, que desde mi casa tarda largo rato, porque no sé dónde está ni mi familia ni coche alguno que pudiéramos tener.

–Me han dejado sin coche –le escribo a un amigo.

–Sin cita.

–No, estoy yendo en autobús.

–Antes que bajar en autobús me quedo sin follar –me responde, dando por hecho demasiadas cosas.

Al llegar a Callao, me decido a hacer un alto en el camino. Miro la hora, voy bien de tiempo. Raro en mí. Me gusta llegar tarde a todas partes, porque no suelo conseguir llegar pronto nunca y últimamente dicen mucho eso de ama lo que hagas. Entro en La Casa del Libro. “En tres minutos cerramos, joven”, me dice un guardia. Y pongo a varios tipos a mi disposición, que me ayudan a revolver con presteza todas las estanterías. Busco Fin de poema, la nueva novela de Juan Tallón. Pago 14 euros y salgo a la calle; camino distraído, gustándome, sopeso cómo puedo atajar. Al final, llego tarde a mi cita. Escribo un mensaje: “Tardo cinco minutos”. “Estoy en la fuente”, responde ella. Siempre resulta bonito que a uno lo esperen cerca de una fuente.

Voy pensando en mis cosas. Descartemos el revólver, el blog de Juan Tallón, es para mí consulta obligada varias veces por semana, me dejo caer por ahí como quien sale de casa a despejarse. He de reconocer que le he leído algo, entre Jot Down, Ctxt, El Progreso y El País, pero Fin de poema es la primera novela suya que tengo en mis manos. A ver qué tal. El jueves por la tarde la presenta en la librería Tipos Infames, aquí en Madrid, y quiero pasarme.

La chica finlandesa tiene el pelo negro y difuminado con el cielo a estas horas de la noche. Se mueve con torpeza, como se movería cualquiera. Me dice que no ve nada, que no encontraba las lentillas. A la cerveza invito yo, y no quiere nada de comer. La elegancia con la que se habla en los últimos días de la relación entre la carne procesada y el cáncer, o, peor aún, las patatas fritas y el cáncer, me tiene inquieto. A mí, que se maldijera el consumo despampanante de ibuprofenos hace no mucho, me produjo la misma futura nostalgia que uno siente al saber que se acabará el verano, aunque aún no haya llegado. Y ahora, en este rebote de circunstancias, quisiera pedirme unas patatas fritas sin tener que sentirme demasiado autodestructivo por ello, un puto Rolling Stone.

La chica me pregunta por la bolsa que llevo conmigo. Le enseño el libro. Me hago el interesante, que casi le cito a Proust en francés. Y le explico un poco quién es Juan Tallón.

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Hace unos meses, llegaba a casa borracho. Era la una de la madrugada y no quería irme a dormir, nunca quiero irme a dormir tan temprano, y me puse a mandar e-mails a todo el mundo. Acabé prácticamente exigiendo varios puestos de trabajo a distintos periódicos, incluso le propuse a la editora de alguna revista tipo Esquire, o algo así, que me nombraran director, si acaso consejero delegado, redactor jefe por lo menos. No sé cómo ni por qué, acabé enviándole uno bochornoso a Juan Tallón. Lo curioso fue que, a la mañana siguiente, solo tenía una respuesta en el buzón de entrada, de tantos mensajes salidos: «Estimado Manuel, seguro que la edad no es ni un impedimento ni un pasaporte para colaborar en ningún medio que te propongas. Te animo a seguir trabajando duro y leyendo y escribiendo mucho, y así llegarás lejos. Un abrazo». Era Juan Tallón. Días después, el viernes, sentado con él en un bar de la Plaza Platería de Martínez, se lo cuento. Juan se echa a reír y me dice que no se debería mezclar el alcohol con enviar WhatsApps, mails o parecidos.

Llueve, es de noche y llueve. Estoy en la cama, escuchando el golpear de las gotas de agua en el tejado. Miro el móvil. Hace una hora que he llegado a casa. Me ha recogido mi hermano gemelo a la deriva, después de haber estado tomando unas cervezas con la chica finlandesa, hablando muy bien y paseando tanto que hasta me ha entrado flato, pero que cuando nos hemos ido a despedir y yo he tratado de besarla en los morros, como un caballero, me ha puesto la mejilla.

Sentado en el asiento del copiloto, le enseño a mi hermano el libro que he comprado.

–El jueves vamos a la presentación –me dice.

–Sí, sí. El jueves vamos. ¿Cómo podré conseguir una entrevista?

–Pregúntale a Tallón.

Martes

El martes paseo por casa, con Fin de poema entre las manos. Por la noche, he quedado con otra chica, una mayor, abogada, que piensa que tengo 25 años (y no 23). La conocí en la misma discoteca que a la finlandesa. Últimamente voy pidiendo demasiados números de teléfono. Me ha preguntado a qué hora salgo de trabajar. A las ocho, le he dicho, por decir algo. Y no tengo claro a qué le conté que me dedicaba cuando la conocí. Un amigo me dice que lo mejor en estos casos es decir la verdad, otro me dice que ni se me ocurra. Y concreto la hora y el sitio para vernos. Y sigo leyendo Fin de poema antes de vestirme.

Esperando el autobús, porque otra vez alguien se ha llevado el coche en mi casa, veo un tren pasar. Las vías se deletrean delante de mi parada. La luna parpadea en tonos anaranjados bajo algunas nubes, y desearía ir subido en ese tren. Llegando a Moncloa, algunas luces están encendidas en habitaciones del palacio presidencial. Me parece ver una pierna desnuda, pero es mi imaginación. De todas formas, espero no fuera una pierna de Rajoy. Cojo el metro hasta Tribunal. La chica y yo cenamos una pizza en la Plaza del Dos de Mayo, bebemos cervezas, hablamos un poco de todo. Conversar con ella es un placer, es divertida, parece lista, resulta de lo más interesante. Le hablo de Juan Tallón, de su libro Fin de poema. Y nos despedimos entre besos y magreos por las calles de Malasaña y las escaleras mecánicas del metro. Cuando llego a casa, sigo con mi lectura. Pienso en la chica. Sigo leyendo. Termino el libro, bajo a la cocina y me sirvo un vaso de leche.

Miércoles

El miércoles no hago demasiadas cosas. Por la mañana, voy al gimnasio con mi hermano pequeño. Por la tarde, voy a Embajadores a trabajar con mi tía en un casting. Intento volver a ver a la chica de anoche, pero, como ella no puede quedar, termino cenando con un amigo, y vamos al cine a ver la nueva película de Álex de la Iglesia.

–¿No te das cuenta que la gente suele tener cosas más importantes que hacer que quedar contigo? –me dice mi amigo, refiriéndose a la chica, claro.

Jueves

Pienso en cómo será la presentación de Fin de poema de esta tarde. Lo voy imaginando tanto que mientras saco a pasear a los perros casi me los atropellan, «¡hijo de puta!», le grito al niño que huye en su bicicleta con ruedines.

Mi hermano gemelo y yo convencemos a dos amigos para que vengan con nosotros. Llegamos pronto a Tipos Infames. La librería tiene una luz cálida, algunas personas se mueven alrededor de la barra, otras hojean libros. Pedimos una cerveza para cada uno y bajamos al piso de abajo, para coger sitio. La sala es pequeña, y termina llenándose. Juan Tallón aparece acompañado por su editor y por el periodista Juan Cruz. Conversan entre ellos de cara al público, Tallón habla en tonos bajos y despacio, hace alguna broma. Al terminar, se forma una fila a partir de él para pedirle alguna foto o autógrafos, yo espero en ella, sosteniendo un vaso de vino de tantos que andan repartiendo.

–¿Le digo que me ha gustado mucho su libro? –le pregunto a mi hermano.

–No, eso es de pardillo –me dice.

Me presento a Tallón, llegado mi turno, le digo que soy Manuel Mérida, que escribo en la revista Negratinta y que quería pedirle una entrevista. Muy amable, me da su móvil. Le digo que me ha gustado mucho su libro. Mierda, como un pardillo. Al final, mis amigos y yo nos enredamos y acabamos llegando a casa de día.

Viernes

Me levanto tarde. Hago la comida, veo una película. Cojo el autobús. Cojo el metro. Me bajo en Atocha. El sol se ha evaporado. Camino con Fin de poema y un ejemplar del número #01 de la revista Negratinta bajo el brazo, muy contento, con mi boina marrón en la cabeza, que casi parezco un pastor. El tráfico de la Castellana a un lado con el Retiro detrás, edificios al otro. La Plaza Platería de Martínez tiene ambiente, se desenvuelve con naturalidad entre las fachadas circundantes. Juan me espera en la terraza de La Tapería, bebe un gintonic y mira el móvil. Se levanta. Me estrecha la mano. Hablamos un poco, le cuento sobre Negratinta, le regalo el ejemplar que llevo conmigo. Pasa las páginas, me propone ir dentro.

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Pido una jarra de cerveza, estando ya sentados en una esquina en el interior del local. Suena música de fondo, no sé qué canción. Hablamos un rato, hasta que me acuerdo de poner en marcha la grabadora de mi teléfono. Le cuento cómo, en una entrevista que hice hace tiempo, me quedé sin memoria en el móvil, y cuando llegué a casa vi que solo había grabado cinco o diez minutos de una hora de charla.

–Hay una historia de Fraga, al que va a entrevistar… –dice Tallón. Habla sin prisa, se para a pensar- ¿Cómo se llama el periodista? Bueno, soy incapaz de acordarme… –saca el móvil para buscar el nombre.

Lleva consigo un manuscrito y La zona de interés, la nueva novela de Martin Amis. Le pregunto por ella mientras tanto.

–Solo he leído 50 páginas, todavía es un poco pronto. Pero, cada vez que leo al Amis de los últimos diez o quince años, estoy echando de menos al de hace 20. La flecha del tiempo, Dinero, Campos de Londres… Eran libros que a mí me impactaron tanto, estaban tan llenos de vida, de riesgo…

Le pregunto por American Psycho, de Bret Easton Ellis.

­–Ese libro para mí había sido especial. Porque creo que lo leí con 16 años y me movió un poco del suelo. Porque yo venía de hacer lecturas del instituto como El libro del buen amor, todo el Siglo de Oro… Siendo grandes obras maestras no te hablaban de una realidad con la que tú sentías contacto. Y American Psycho me impactó mucho. Y a veces lo utilizo como referencia para marcar un punto de cohesión, en el que yo supe que quería ser escritor, por lo menos que quería escribir. Era una cosa muy impactante, esa suciedad con la que narra, era muy atrayente.

Volvemos al tema de la grabadora. Deja de buscar en el móvil. No encuentra el nombre del periodista, pero no me importa.

–Y fue a entrevistar a Fraga, ¿no? Puso una grabadora de las de casete. Y acabó la entrevista y se fue. Y al llegar a Madrid advirtió que no había grabado nada, que no había funcionado la grabadora. Y volvió a pedirle audiencia a Fraga. Con lo que se suponía, que Fraga era un hombre impaciente, que, en fin, tener que repetir una entrevista… No obstante, Fraga se la concedió, y el periodista volvió a ir a Galicia, y esta vez llevó dos grabadoras, que recogieron bien la entrevista. Se fue, las metió primero en un maletín y ese día le robaron el maletín. Y entonces, volvió a pedir a Fraga una tercera entrevista. Temiendo que le mandase a la mierda. Pero se la concedió, y esta vez le salió bien.

Perdona, digo. Me llama Lorena. Está fuera. Nos saluda. Le explico a Juan, que ella y yo también acabamos de conocernos personalmente, pese a trabajar en la misma revista.

–¿Habéis empezado ya? –dice ella, como si no quisiera cortarnos. Pero le digo que no pasa nada, y Juan se muestra dispuesto. Ella le pide ir al baño para hacer las fotos jugando con los espejos. Me quedo, mientras, custodiando la mesa, tamborileando con los dedos en mi rodilla. Cuando vuelven le pregunto a Juan por las fotos, si le da vergüenza o no. Le digo que a mí me daría vergüenza.

–No, bueno, vergüenza no, pero sí me genera… de pronto me siento de cartón. Los músculos de la cara no se me relajan. Con el fotógrafo delante, y que tú quieres poner cara de posar, la naturalidad es imposible.

–¿Y hablar en público?

–A hablar en público te acabas acostumbrando, no me gusta una mierda, me producen hastío las presentaciones, pero ya una vez que estas allí las vives con más entusiasmo. Yo me acuerdo cuando fue la presentación de El váter de Onetti en Madrid, yo no conocía a nadie, podían ir a la presentación tres o cuatro amigos, tal vez ocho, claro, yo no era de aquí, y de pronto se llenó el local con gente que me conocía por Twitter. Hubo un tipo que vino hasta de Logroño. ¡Qué locura es esta!

–¿Te reconoce la gente alguna vez por la calle?

–La única vez de la que tengo recuerdo que me pasó algo parecido, fue en el centro médico. Yo voy una mañana a pedir cita para pediatría para la niña… No, mentira. Yo voy a pedir cita, no es para la niña, es para mí. Me acerco al mostrador, entrego la tarjeta sanitaria a la administrativa, le estoy hablando, ella empieza a asentir con la cabeza, y de pronto me dice: “Yo te conozco”. Y digo: “Ah, sí, ¿yo te conozco? Claro, porque he venido más veces a pedir cita”. Y dice: “No, no, es la primera vez que te atiendo. Pero yo te he leído. Sí, me he leído El váter de Onetti”. Me ha leído, y a mí eso siempre me produce mucha vergüenza, no le voy a preguntar qué le ha parecido porque va a pensar que yo espero que me diga que le ha gustado. Me despido y le doy las gracias por la cita. Para mí, por ejemplo, fue muy gratificante lo que me ocurrió antes de ayer en la presentación de Barcelona. Llego a la librería, cinco minutos antes de comenzar, estoy saludando a alguien. De pronto veo que entra por la puerta Eduardo Mendoza, y dejo de mirarle y continúo hablando, a lo mío. Y me toca la espalda mi editor, y me dice: “Mira, que está aquí Eduardo Mendoza, que quiere conocerte”. Me lo presenta. Es muy amable y generoso. La semana que viene nos íbamos a conocer personalmente en Bilbao, porque intervendremos en unas jornadas que organiza el Athletic sobre futbol y literatura. No soy mitómano, pero eso no quita que me haga ilusión.

O alguna vez me ha escrito algún profesor de universidad diciéndome que les había enseñado a sus alumnos un artículo mío, y lo habían analizado en clase, lo cual me parece todavía más inconcebible, porque no hay nada canónico en ellos (sus artículos), no hay nada académico en ellos, eso creo yo, o eso dijo Juan Cruz ayer. Yo soy partidario también de no darte importancia a ti mismo, porque esas cosas sucedan, porque podría acabar afectándote y afectando a la columna, y eso sería calamitoso porque podrías acabar escribiendo para la galería, y ya no serías auténtico, ya no estarías escribiendo como Juan Tallón. Tengo un poco de ego, pero en general soy partidario de no tomarme demasiado en serio, sí ser serio, pero no pensar que has hecho nada especialmente relevante, porque también hay gente que sabe cómo apretar un tornillo, y tú ni siquiera, y apretar un tornillo es a veces más importante que escribir un libro.

Lorena está de pie, le ofrecemos que se siente con nosotros; Tallón hasta se levanta para acomodar el taburete de su lado. Pero ella agradece y rechaza la invitación, está buscando ángulo para seguir haciendo fotos mientras charlamos, dice. Me parece que a Juan le da igual, pero yo no puedo ignorar el sonido de la cámara y trato de posar un poco todo el rato, torciendo la sonrisa, fingiendo escuchar presto, colocándome el pelo, sujetándome el mentón.

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–¿Tú te consideras escritor? Porque estudiaste Filosofía, trabajaste como periodista…

–Sí, bueno, me ha costado. Casi me veo obligado a decir que yo no soy nada. Trabajé muchos años en prensa escrita cubriendo sucesos, judicial, crónica política. Y seguí cinco años a Fraga. Cuando dejé los sucesos me vine a Madrid a escribir discursos para un Ministro de Justicia [Fran Caamaño]. Fue fantástico. Es el notario mayor del reino, no puede permitirse ciertas cosas, y al final yo ya no escribía para él, sino que escribía para mí. Aunque él después reinterpretaba los textos a su manera ya sin el papel.

–Y tus inicios… (entiéndase que mis preguntas reales fueron mucho más largas y disparatadas, desordenadas, ni de lejos tan concretas, ni tan claras, pero no quiero parecer el completo protagonista de la entrevista, pese a mi marchosa vanidad, ni volver loco al lector).

–Yo acabé la carrera y, desorientado con mi futuro, no sabía qué hacer; improvisé. Les dije a mis padres: bueno, voy a comprar los temarios para preparar la oposición. Y cualquier padre quiere que su hijo sea un funcionario público, ¿no? Y apenas llegaron los tomos, sin sacarlos de la caja, les comuniqué que lo que yo quería en realidad era tomarme un año sabático para escribir una novela. Mi madre se lo tomó con cierta resignación y tristeza, y mi padre, sin embargo, con entusiasmo. Yo ya había empezado a escribir algunas cosas; es más, yo ya había publicado un libro, una mierda de libro. Una pequeña biografía de Jacinto Santiago, que fue un periodista y profesor represaliado en el 36, y a mi padre siempre le había hecho mucha ilusión que yo pudiera acabar siendo escritor. Mi padre fue una persona muy importante en mi formación como lector y, en el fondo, es como si fuera muy importante en mi formación como escritor. Él tenía esa obsesión porque yo leyese a los rusos. Y lo hice a una edad muy temprana, lo cual no sé si acaba de ser bueno. Y tengo de los Dostoievski, de los Tolstói…Ese recuerdo es muy juvenil. Porque los leí cuando mi padre se puso pesado. Era una letanía: “Chaval, hay que leer a los rusos, ¿has leído a los rusos?, hay que leer a los rusos, oye, los rusos son muy importantes, no puedes ser escritor sin leer a los rusos…” Y entonces acabé tomándomelo en serio [se ríe]. Leí mucho a Dostoievski, al que más.

–¿Por qué estudiar Filosofía?

–Yo nunca he tenido nada claro. Y mis decisiones han sido siempre muy nihilistas, y ha sido una falta de decisión lo que se ha terminado convirtiendo en una decisión. Yo no tenía nada claro qué iba a estudiar. Mis notas eran mediocres, de hecho, quise estudiar periodismo pero mis notas no me lo permitieron. Yo no suspendía, pero siempre me pareció absurdo prepararse para sacar un nueve, yo me preparaba para sacar un cinco. Y el resto del tiempo pues perfeccionaba mi forma de fumar y ese tipo de cosas. Después, en la carrera, fue raro, porque sacaba muy buenas notas. Me gustaba, pero no le consagraba toda mi vida. No era empollón.

En uno de sus artículos, Tallón habla de esa época de universidad, en la que se dejaba el pelo largo a modo de expresar su tristeza. “Cada cual se entristece a su manera”, escribe. Le pregunto por esa frase, me dice que le suena, que puede que sea suya. Sonríe con frecuencia.

–Sí, claro, la tristeza es una cosa muy personal. A lo mejor en la alegría todos coincidimos. Pero la tristeza es muy particular, porque hay cosas que a lo mejor a mí me ponen tristes y a ti te dejan indiferentes, no cambiarían tu estado de ánimo, o viceversa.

–Ayer, en la presentación de Fin de poema, decías que este libro era el más alegre o entusiasta que habías escrito hasta ahora… y habla de los últimos momentos en la vida de cuatro poetas justo antes de suicidarse…

–Eso es la tendencia que tengo yo por decir cosas contradictorias. Porque me interesa generar cierto desconcierto, y porque yo no soy capaz de mantener una misma postura durante mucho tiempo. Digamos que juego a mantener algo y su contrario, con lo cual pues nunca tendré razón, pero de alguna forma siempre la llevaré. Pero me gusta ese desconcierto, estoy extrañamente cómodo en esa posición. En el no tener posición. Lo escribí obviando lo más decisivo, que es el propio suicidio de los personajes, que seguía sin interesarme. No me interesaba el suicidio, sino las horas anteriores, cuando están en efervescencia, en llamas por dentro. Es lo que quería recoger, y, además, generando la acción que tiene el libro que es una acción carente de épica, donde grandes poetas hacen lo que personas comunes. A fin de que también el lector comprendiese que el suicidio no era importante, decidí trocear los relatos en el sentido de alterar la linealidad temporal.

–Entonces, decíamos, terminas de estudiar Filosofía y…

–Y escribo una novela que se publicará años más tarde, que se titula La autopsia de la novela; bueno, he traducido el título, la escribí en gallego. Y claro, yo noto que tiene problemas el libro, entonces lo dejo naufragar. Porque enseguida, al acabar la novela, empiezo a trabajar en un medio de comunicación. Entro en el periódico con 25 años. En La Región de Ourense. Empiezo a cubrir Deportes. Primero había empezado con unos artículos de opinión, una cosa testimonial, pero en seguida me dicen: “Tallón, si te parece bien, vas a cubrir deportes. El domingo te vas al estadio del Club Deportivo Ourense y bueno, no te intereses por lo que ocurre en el campo, porque para eso ya tenemos personas que entienden de fútbol, entonces ocúpate de lo que ocurre fuera del campo”. Y me dediqué durante un mes y medio a hacer unas crónicas de la grada. Pero tuve problemas enseguida, porque el presidente del club pidió mi cabeza. Porque se me ocurrió sugerir que el jamón que sorteaban en el descanso de los partidos podía no existir. Yo sugerí que al jamón nunca se le veía. Salían al centro del campo unas personas con la bolsa del resguardo de rifas, decían el número ganador y bajaba alguien a recoger el papelito. No se sorteaba tanto el jamón como la idea del jamón, y eso a mí me pareció sospechoso. Y, sin llegar a verter una acusación, dije que, al jamón, por supuesto que no se le había visto en ningún momento. Y no sentó bien en el club. Dijeron: “Sacarnos a este tipo de aquí”. Al poco tiempo dejé de hacer Deportes, y pasé a Local. Y a los tres o cuatro meses me enviaron de corresponsal a Santiago, y ahí empecé a hacer política, a seguir a Fraga, a cubrir la información parlamentaria.

–¿Qué preferías?

–Con perspectiva me gustó más Deportes, porque la información política es muy reiterativa; es siempre falsa en el sentido que todo aquello que tú recoges a veces es un argumentario impostado. Y rara vez un político se confiesa ante ti, y lo que te cuenta es algo que él está interesado en trasladar. Las entrevistas a políticos eran muy frustrantes, era todo un juego.

–¿Cómo escribías en esos años?

–Entonces escribía horrible, alguna vez he vuelto sobre aquellos textos, y me parecía que no habían resistido el paso del tiempo. Pero forma parte del proceso, que te avergüences de lo que has escrito en algún momento. Eso es que tú has evolucionado, yo creo que es bueno avergonzarte de las cosas que has hecho.

–¿Te preocupa lo que pueda pensar el lector de lo que escribas?

–Yo respeto muy poco al lector en ese sentido, cuando yo escribo no se me ocurre pensar en el lector. El lector no cuenta. Yo he de escribir un relato honesto, pensando solo en lo que a mí me gustaría leer. Si yo estoy pensando en el lector, estoy, de algún modo, escribiendo con cierta condescendencia, y no estoy resultando auténtico, sino que estoy buscando la complacencia de un tercero. El lector agradecerá que yo escriba un libro auténtico, sin pensar en que él está ahí, aunque sea un libro para leer. Mi posición ha de ser la de que el libro es para escribir, no para leer. Una vez que esté escrito se puede leer. Hay que escribir como si no hubiese nadie más en el mundo. Probablemente no es fácil, probablemente sea imposible, y haya cosas que uno deja de contar para no ofender; o, cuando utilizas elementos biográficos, puedes pensar “joder, esto si mi madre lo lee puede ser incómodo”, pero yo he aprendido a ignorar eso. En literatura hay que escribir como si tus padres ya estuviesen muertos. Como si ni siquiera tuvieras padres, esa es una buena posición para empezar a trabajar. Acabo de preparar un artículo para Jot Down, para el número 13, que trata sobre el pecado, y he elegido el tema de las pajas. Es importante no pensar en tu madre para escribir de eso [ríe], pero la paja es una cuestión tan común que no vamos a cometer el error de pensar que nuestros padres se escandalicen porque sus hijos se pajeen, porque es algo que ellos han estado haciendo.

–¿Hasta dónde lo que escribes trata hechos reales o es ficción?

–La novela es un terreno salvaje, en ella has de someterte solo a una reglas muy elementales, como pueden ser la verosimilitud o la honestidad, pero los hechos en general están para ser moldeados. Eso no significa que, en Fin de Poema, yo haya querido respetar los hechos hasta donde ha sido posible conocerlos. Si vas a hablar de personajes reales respeta los hechos que se conocen, y donde no hay información actúa con libertad, pero sometiéndote a la verosimilitud, es con esto como yo he construido este libro. El verbo construir no es gratuito, porque yo no he construido tanto una novela como una caja negra, una caja negra que registre las voces, las acciones y las últimas decisiones de los protagonistas, porque cuando acudes a las cajas negras es cuando se ha producido el cataclismo. Tiene interés lo que ha pasado las últimas horas, porque después de ellas se ha producido el hecho fatal. La caja negra siempre desde la explicación de lo inexplicable.

–¿Te sientes más cómodo escribiendo novelas o artículos?

–Lo importante es no sentirse cómodo en ningún momento. Cuando afrontas un texto, sea una columna, sea una novela, sea un reportaje, lo importante para mí es experimentar inseguridad, y desconocer cómo va a salir adelante el trabajo. Entonces, estarás haciendo algo que no sabes cómo lo vas a hacer, porque si supieras hacerlo acabaría siendo fácil y entonces no tendría mérito. Me gusta hacer libros que no sé cómo se escriben, y lo mismo con las columnas. Para las columnas, solo necesito una vaga idea y después mucho desconocimiento.

–¿Cómo y cuándo escribes?

–Escribo con una falta de épica absoluta. Escribo en una habitación con una mesa, delante de un ordenador, y, en general, sometiéndome a horarios razonables. Normalmente, me levanto y empiezo a escribir porque no sé hacer otra cosa. Y escribo directamente a ordenador. Alguna vez tomo una nota porque no tengo el ordenador a mano. Cuando estoy haciendo algo estoy escribiendo, bueno, y naturalmente estoy haciendo las cosas que uno hace en su casa: la tiene que mantener limpia; ahora he tenido una hija, tenemos que cuidarla entre mi pareja y yo, y ahora las interrupciones son más comunes, por eso te digo que he empezado a escribir por la noche, cuando la niña duerme.

–¿Y tú cuando duermes?

–Yo duermo muy poquito. Tal vez de dos y media a ocho de la mañana. Bueno, no sé si es muy poquito.

–Para mí, sí. ¿Cómo llevas lo de ser padre?

–Razonablemente bien. Al principio un poco abrumado, pero también un poco inconsciente de lo que estaba pasando. El primer mes y medio, la niña requiere mucha atención, pero poco a poco ha empezado todo a acoplarse.

–¿Quién es tu escritor favorito?

–Yo no tengo escritor favorito. Tengo escritores que me gustan mucho, pero el concepto de escritor favorito me produce hastío, porque me obliga a hacer una selección, y pensar que A es mejor que B, cuando A en general es tan bueno como B. Cuando me dicen: “Y dígame usted sus escritores de cabecera”. No, es que yo no tengo cabecera, ni siquiera tengo cabeza para recordarlos.

–En tus textos hay muchas citas…

–Yo soy un lector que escribe cuando lee, que subraya, que maltrata el libro… hay gente que respeta tanto el libro que lo ofende. Yo no puedo dejar pasar un pensamiento o una frase de largo, porque sé que si la dejo pasar de largo, si no la subrayo, o anoto, se va a ir para siempre; yo respeto mucho a gente que tiene sus libros impolutos, pero yo subrayo, y después de acabar el libro, anoto en una libreta las frases que me han llamado la atención. Tengo muchas libretas. Pero cuando escribes, no piensas “esta frase a ver dónde la coloco”, sino que el texto te las va sugiriendo; de pronto, me acuerdo de una frase, o me acuerdo del recuerdo de una frase; para eso son importantes las libretas, pero, como tengo tantas, a veces es complicado encontrar una concreta, y puedo estar una hora buscando esa frase porque es perfecta.

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–Lees mucho, supongo.

–Leo dependiendo del momento creativo en el que me encuentre. Si estoy escribiendo una novela, eso le va a restar tiempo a la lectura; pero, sino, puedo leer varias cosas al día. A cualquier hora que pueda, hay a veces que estoy escribiendo y dejo de escribir y me pongo a leer. Pero es que mi vida ha sido asaltada por mi hija, así que ahora estoy reorganizando el disco duro.

Le pregunto por el paso del tiempo, por lo que ha cambiado desde que tenía mi edad.

–Mucho, ha pasado mucho tiempo. Tengo 40 años, pero el año pasado tenía 39. Yo he cambiado también, mucho. Ha cambiado mi forma de beber, mi forma de comer, de escribir, mi forma de leer no tanto. Pero ha cambiado todo. Cambia hasta tu forma de peinarte.

–Por lo menos, no te has quedado calvo.

–No. He visto a amigos quedarse calvos a los 18. Cuando te quedas calvo a los dieciocho años es bueno, sabes, porque estás armado ideológicamente para defenderte de la calvicie, y aprendes a superar las coñas, ya te ríes tú mismo de ti y ya antes de que alguien haga una coña la haces tú. Si te quedas calvo a los 30 o a los 35, eso ya es un golpe duro. Yo he tenido confianza en que no me pasase eso, porque a mí el pelo se me puso canoso a los 18 años. Yo vi a mi padre con 65 y tenía pelo, y tengo familia con mucha mata de pelo. Pero tengo amigos, como dices que tú tienes, que vivirían como un auténtico drama el quedarse calvo.

–¿A ti qué te da miedo?

–Yo soy una persona muy miedosa. Tengo miedo a morir, a morir en un avión. A mí volar me aterra; no obstante, vuelo, casi a menudo, pero cuando estoy en el avión yo escucho sonidos que no escucha nadie, si voy en ventanilla yo veo que hay remaches que se despegan. A veces sueño que voy en el avión y se rompe un ala, y pienso si podremos aterrizar solo con un ala. A mí el tema del avión me genera muchos miedos. Me genera también temor el que me roben el ordenador, porque no suelo hacer copias, nunca hago copias; la copia es algo que siempre me digo que ya lo haré mañana. Aquí llevo una parte del manuscrito de mi próxima novela y…

–¿Me puedes contar algo?

–En absoluto. Mira, por ejemplo [abre el manuscrito, y pasa algunas páginas escritas a ordenador y sobre cuya tinta negra ha trasteado un boli rojo], he empezado a corregir cosas que no he introducido todavía en el ordenador. Y venía pensando que, como me roben esto, no va a ser un drama absoluto, porque lo tengo en el ordenador, pero todos estos cambios que están en rojo, que considero que mejoran lo que es una mierda, se perderían.

–¿Corriges mucho cuando escribes?

–Puedo corregir mucho, un texto literario, una novela, puedo corregirla mucho, pero lo que yo no hago es reescribir entera una novela, escribir cuatro veces una historia. No, yo no estoy para chorradas, que lo haga quien quiera, yo no tengo tiempo; corrijo y me pongo con otra.

–¿Qué te gusta hacer, además de leer y escribir?

–Soy tan tonto que estoy por responder que quedar con la gente que conozco y hablar de cosas corrientes, de a quién te follarías…

–¿Has ligado mucho?

–Lo mío. Me gustaría haberlo hecho mejor y más, pero no me quejo. He vivido a veces lastrado por relaciones largas, bueno, que no me han privado de mantener otras simultáneamente más cortas, pero en general, hace tiempo que no ligo, tengo una pareja estable, aunque en cierto sentido estoy ligando todos los días con mi pareja.

–¿Algún consejo que dar a jóvenes escritores?

–¿Para ligar? [ríe].

–No, para escribir.

–No, no. ¿Pero qué consejo voy a dar? Yo no he seguido nunca un consejo. Algo que me molesta especialmente son los decálogos para escribir. Cuando veo un decálogo digo: “Va, voy a leerlo para descojonarme”. Un decálogo es una mierda. No sirve para nada.

–Pues últimamente está todo lleno de decálogos para escribir, para vivir…

–Están bien pero como farsa, ¿no? Nadie puede pretender hacerse escritor porque ha leído un decálogo, y decir “coño, ya sé lo que hay que hacer para ser escritor”. No. A veces ha pasado que grandes escritores a los que yo respeto mucho han sacado un decálogo, incluso escritores a los que respeto muchísimo han escrito un decálogo, como Monterroso, y en ese caso yo lo he aplaudido, creo que sus consejos son asumibles, que tiene consejos respetables que se podrían seguir. Y todo esto lo digo después de haberte dicho lo contrario. Monterroso recomienda que tengas de vez en cuando un fracaso, para poner tristes a tus amigos, que no te limites a tener éxito de una manera intensa y continua, fracasa de vez en cuando. Eso yo solía ya hacerlo antes de leer a Monterroso en su decálogo, yo estaba fracasando continuamente. Es imposible no desear fracasar como los personajes de Fitzgerald, que se van a pique después de haber tocado el cielo, que caen como esas plumas que vuelan hacia abajo, es una caída envidiable. Pero el fracaso es un material narrativo irrenunciable, es de lo que está hecho la vida. Estamos fracasando a todas horas.

–Y se venden por todas partes libros de autoayuda, ¿por qué tanto y más que muchas novelas?

–En etapas críticas como la que estamos viviendo ahora, donde la gente no encuentra nada a lo que agarrarse, pierde el trabajo, no puede acometer los pequeños placeres que antes sí acometía, no puede ir al cine ni siquiera una vez a la semana, no puede salir de copas y gastarse 15 euros porque mañana tiene que comprar no sé qué, todo eso genera una gran desorientación y una falta de fe en la época en la que se vive; y cuando estás desorientado y no sabes a qué recurrir y de quién fiarte, en el fondo estás dispuesto a escuchar cualquier consejo, y eres más susceptible de incurrir en esta palabrería, en estos libros de autoayuda y estas personas que te dicen cómo salir de la vorágine. Es posible que ahora sí tenga más salida esta clase de libros porque la gente es más vulnerable.

–¿A ti leer te ha servido de algo?

–Yo creo que a mí leer me ha ayudado a madurar más rápido. No me ha hecho ni mejor ni peor. Me ha proporcionado momentos de gran felicidad, otro tipo de felicidad a la que, a lo mejor, accedían mis amigos, en vez de estar leyendo, yendo a conciertos o escuchando música o follando cuatro veces más que yo. Pero, en fin, si a ti es lo que te proporciona placer hay que hacerlo… Y si quieres ser escritor. No vas a ser buen escritor si no eres un gran lector. El conocimiento de las técnicas narrativas, una voz, un estilo, pasa por estudiar previamente, pasa por leer a los otros escritores, y todas esas lecturas no pasan en balde, son las que te han acometido como escritor, tú eres tu biblioteca. A veces pasa que alguien apenas ha leído y tiene éxito en el ámbito literario, sí, bueno, pero a veces tener éxito en el ámbito literario no es lo más importante. Yo para qué quiero ser famoso, qué mérito tiene. Yo siempre he preferido hacer mi camino lentamente. Aunque escribía continuamente, no pensé en publicar pronto y, si no lo conseguía, nunca pensé “yo no valgo”, seguí leyendo y seguí escribiendo porque sabía que estaba construyendo algo a futuro. A mí no se me empezó a reconocer hasta relativamente tarde. No hay que tener demasiada prisa, hay que ir despacito. Lo que hay que ir es a muerte.

Volvemos a hablar del manuscrito que trae consigo.

–Acabará teniendo unas 700 páginas. Es algo que nunca he escrito. Será mi novela más larga. Un cambio de registro, un salto al vacío. Escribir una novela que no creo que sepa escribir. Es muy difícil mantener el pulso narrativo durante 700 páginas. Yo no sé si voy a poder hacerlo, y en ese no saber, estoy muy cómodo, porque estoy siendo capaz.

–¿Te importa que vaya al baño un segundo?

–Hombre, lo que no quiero es que te mees aquí.

Salimos a la calle. Hace rato que he apagado la grabadora. Juan me habla con cercanía. Nos despedimos. “Si necesitas cualquier cosa, llámame”, dice antes de girarse. Es un tipo muy amable, muy simpático, inspira confianza y cierta parsimonia.

Cojo el metro en Atocha. Me bajo en Sol. Paseo, me siento junto a la fuente. Hago alguna llamada. Al rato, vuelvo al metro, y el vagón en el que me subo está lleno. Voy de pie, pegado al cristal. Tengo la boina puesta y el libro Fin de poema (con dedicatoria) en una mano, y con la otra me sujeto a la barandilla amarilla. Una chica de pelo muy corto, sentada enfrente, me mira, supongo que porque yo también la miro. Aparto la mirada, y la vuelvo a mirar. Es guapa, muy guapa. Tiene rapado un lado de la cabeza. Me vuelve a mirar, y esta vez me sonríe. Y no tengo más remedio que acercarme a hablar con ella, entre tanta gente.

–Hola. ¿Cómo te llamas?

Resulta que yo le sueno, me conoció hará algunos veranos en la playa. “Eres uno de los gemelos”, me dice. Yo no la recuerdo, pero me da igual. Me gusta su voz, sus gestos. Un asiento a su lado queda libre. Me siento con ella. Y así seguimos hablando, hasta que nos tenemos que despedir en Moncloa para cada cual coger su autobús. Le doy dos besos. Le pido el número de teléfono. Me lo dicta. Y me vuelve a dar dos besos. Me gusta tanto que ni siquiera le hablo de Juan Tallón ni de su libro.

El sábado a mediodía, me siento a escribir todo esto. Pero antes, decido llamarla.

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