A Jordi Pujol i Soley pocos le han llamado Jordi o Pujol desde 1980, cuando ganó por primera vez las elecciones al Parlament de Catalunya. En aquel momento se convirtió en “el president”, honor que mantuvo al dejar el cargo en 2003. Durante este tiempo no solo ha mantenido el trato, también ha gozado de unos privilegios que él mismo se encargó de apuntalar ocho meses antes de abandonar la presidencia. Así, durante esta década en la que ha ejercido de ‘abuelo’ de Catalunya, el president se ha embolsado 89.000 euros al año, a razón de más de 7.000 euros mensuales. Curioso es que Pujol, expresidente de una comunidad autónoma, haya cobrado más que Zapatero o Rajoy como presidentes del gobierno (ingresan 78.000 euros al año). Pero más curioso resulta que cada año se hayan sacado casi 200.000 euros de las arcas públicas catalanas para pagar a los asistentes personales, el chófer, el coche oficial y el despacho que ha ocupado el viejo president en el exclusivo Passeig de Gràcia. Ahora, después de reconocer públicamente que ha mantenido, según él, 4 millones de euros en el extranjero durante la friolera de 34 años, cuando ve que el cerco de las fiscalías anticorrupción se cierne sobre varios de sus siete hijos, Jordi Pujol pide perdón al pueblo al que presumió de amar más que nadie y con el que se fundió en un abrazo tan íntimo que durante mucho tiempo costó diferenciar qué era el president y qué era Catalunya.
En un principio, a sus 84 años, Pujol pudo pensar que bastaría con su arrepentimiento, pero con la promesa en firme de que convocará un referéndum de autodeterminación más pronto que tarde, a Artur Mas no le ha quedado más remedio que empujar a su padre político al borde del precipicio. De momento, el patriarca de los Pujol (y patriarca de Catalunya) ya ha renunciado a los privilegios que él mismo se concedió por ley –y que Maragall y Montilla también disfrutan– y tendrá que comparecer en el Parlament para dar explicaciones sobre la fortuna que ha mantenido en el extranjero sin declarar y sobre el enriquecimiento desmesurado que ha protagonizado su prole desde la década de los 80.
Obligar a Jordi Pujol a hincar la rodilla no ha sido sencillo. Fue posiblemente el político más parodiado durante años, pero también el más listo. Capaz de pactar en Madrid con Suárez, González y Aznar en distintas épocas, consiguió ser un mal necesario para los presidentes que pasaban por La Moncloa. En un documental que grabó CiU para promocionar la figura de Mas en su segundo intento como candidato a president, al hablar de nacionalismo Pujol se descolgaba diciendo que “los catalanes” eran “españoles” a su “manera”, frase que sería imposible escuchar en estos días de boca del delfín que, con mucho esfuerzo, pudo sucederle en la presidencia de la Generalitat. Ese catalanismo tibio que exhibía Pujol cuando iba a la capital del reino a negociar sobre todo beneficios fiscales para el gran empresariado catalán –del que forma parte su familia desde que su padre cambió la fabricación de corcho por el siempre lucrativo sector bancario– contrastaba con un nacionalismo light (o regionalismo ultra) que sacaba a relucir cuando jugaba en casa. Las misas en Montserrat, sus subidas al Pedraforca, la senyera sin estrella o las victorias del Barça se convirtieron en emblemas de los que todo buen catalán debía sentirse orgulloso. Y todo buen catalán, obviamente, votaba a Convergència (con el añadido de Unió) y sabía que el independentismo era un anhelo que se pasaba con el paso de los años o se posponía eternamente.
Los periodistas que siguieron al president durante sus años de apogeo señalan que la mejor estrategia política de Pujol fue conocerse Catalunya “pam a pam”, es decir, palmo a palmo. Hasta en el último pueblo de la última comarca del Pirineo el líder de CiU era capaz de preguntarle a la señora de la carnicería por los estudios de Empresariales que Quimet, el primer universitario de la familia, estaba cursando en Barcelona. Con una memoria de elefante, un trato cordial y divertido y una habilidad exquisita para mezclarse con el pueblo, Pujol hizo crecer una admiración hacia su figura para la que no le hizo falta ser ni alto ni guapo ni dueño de una voz regia. La pléyade de colaboradores que visitaban cada vila de forma estratégica meses antes de las visitas presidenciales y anotaban la información necesaria de los habitantes del lugar para que el president dialogara con ellos rompiendo todo protocolo hacía el resto. La campechanía de Pujol –que habla seis idiomas y es doctor en Medicina– solo se podía comparar con la del rey Juan Carlos en aquellos años. Inteligente como él solo sabía que la señora de la carnicería pirenaica era más que un voto. Eran los votos de su familia, de sus amigos y de sus clientes, que volverían a apostar por CiU cuando llegaran las siguientes elecciones porque el president les tenía en cuenta. Y además era un hombre muy gracioso y simpático. El padre que todo catalán quisiera tener, duro, pero comprensivo.
Amable y dicharachero de puertas para fuera, Pujol se convertía en un animal político cuando pisaba la arena del Parlament. Era capaz de rechazar una pregunta comprometedora de la oposición con su famoso “això no toca” con la misma contundencia que cuando mandó callar a voces a los militantes de su partido durante un mitin. Porque para Pujol, CiU y Catalunya eran el mismo barco y él el único capitán que podía llevarla a buen puerto. En una época, además, en la que el voto no estaba tan fraccionado, su único rival capaz de arrancarle del sillón fue el PSC. Sin embargo, los socialistas catalanes veían cómo comicio autonómico tras comicio autonómico CiU sacaba mayoría absoluta. La situación se agravaba si tenemos en cuenta que Catalunya siempre fue el granero de votos del PSOE en las generales, donde quedaba por delante de convergentes y democristianos. El socialista Raimon Obiols poco tenía que hacer contra un president que daba la impresión que gobernaría hasta el día en el que le diera la gana. Si había sobrevivido a las corruptelas de Banca Catalana en los 80 nadie podría tumbarlo. Poner a parir a Pujol era poner a parir a un país entero.
Sin embargo, Pujol entendió que había llegado a su fin su vida política a la nada despreciable edad de 69 años. En 1999 se presentaba por sexta vez como cabeza de lista de CiU y, aunque volvió a ganar las elecciones por mayoría simple en escaños, las perdió en votos por primera vez. Pasqual Maragall, el alcalde de Barcelona con el que tuvo que entenderse para organizar los Juegos Olímpicos, era ahora su adversario, el único con un carisma y una trayectoria política e intelectual suficientes para hacer daño a un gobierno conservador que ya empezaba a dar señales de agotamiento y corrupción después de dos décadas en el poder. Por eso, durante aquella legislatura de despedida, Pujol modeló a Mas como sucesor, eligiéndolo a dedo igual que Aznar eligió a Rajoy poco después en el PP. Así, el president empezaba a prepararse para su nueva etapa: si había sido padre, ahora sería el abuelo perfecto de los catalanes, un padre de la patria que albergaría la sabiduría a la que recurrir en los momentos de dificultad. De eso ejercía en los últimos años ganando siete veces más de lo que ingresan los cada vez menos mileuristas que sobreviven en Barcelona, una de las ciudades más caras de España. Todo a costa del erario público con destino a unas cuentas corrientes que no tenían precisamente dificultades para llegar a final de mes.
Artur Mas, por su parte, sale de la generación que precede a los convergents del power point. Era un puente entre dos tiempos, el paréntesis necesario para que Oriol Pujol, el único de la familia en seguir los pasos del padre, se preparara para optar a todo. Nacidos a partir del 65, los convergents del power point eran los treinteañeros que habían estudiado Empresariales en las mejores universidades y escuelas privadas de Barcelona, aspirantes a políticos que se sentían menos obligados que Pujol a mantener el entendimiento cordial con España y que decidieron cambiar el concepto de limosna católica que marcó la político económica y social del president por un neoliberalismo que aspiraba a ser una buena copia del modelo USA. Porque todos hablaban inglés y más de uno había pasado por las universidades de Estados Unidos en los 80, los años de Ronald Reagan y la guerra a lo público. Como consellers de los gobiernos de Mas han llevado a cabo una política de recortes en Sanidad y Educación que nada tiene que envidiarle a los tajos sociales del Partido Popular. De hecho, salvo en una obsesión por presentar una imagen más moderna y comedida, la nueva hornada de dirigentes de CiU se parece sospechosamente a las personas que ocupan los puestos de dirección en el PP si se cambia la bandera catalana por la española.
La trayectoria de estos cachorros criados al calor del poder no fue gloriosa. Pese a haber sido educados en la excelencia, carecían del carisma de Pujol padre y no sabían lo que era habitar el desierto de la oposición, como le pasó al president durante la dictadura, cuando fue un activo antifranquista que llegó a ser encarcelado por sus actos contra el régimen militar. Perdieron las elecciones de 2003 ante el temido Maragall y también las de 2006 contra el anodino Montilla. Tendrían que esperar a 2010 para ganar unos comicios a un PSC hecho unos zorros. En plena crisis, la estelada se alzó entonces para tapar los recortes que dejaban a una nación rica sobre todo en ideas al borde del colapso. Todas las explicaciones llevaban al mismo sitio: «España nos roba». Ahora perderían el govern, que pasaría a manos de Esquerra Republicana de Catalunya. Al menos, eso dicen las encuestas.
Entre los diputados convergents en el Parlament se sentaba hasta hace dos semanas Oriol Pujol. Un año antes, había dejado la secretaría general de la federación nacionalista cuando comprobó que nunca podría comandar CDC, el partido que fundó su padre, porque no había tenido la misma maña para esquivar la corrupción. Si a Pujol sénior no lo había derrotado el hundimiento de Banca Catalana, a Pujol júnior lo mandaba a la tumba política su presunta implicación en una trama que desde la Generalitat amañó los concursos para conceder las concesiones a las estaciones de ITV.
Se suele decir que en las grandes sagas mercantiles, el padre es quien funda la empresa y la hace crecer, el hijo la expande para que protagonice su momento de auge y son los nietos los que acaban por hundirla. Algo así ha ocurrido con los Pujol. Colocados en puestos de alto funcionariado de la Generalitat, no les faltaron después trabajos bien remunerados en grandes empresas que tenían que devolverle al president los favores prestados. La poca discreción de Jordi, el mayor, a la hora de vivir ostentosamente y acumular coches caros, ha sido uno de los detonantes que han acabado por conseguir que el máximo exponente de la saga tenga que sentarse a dar explicaciones sobre sus prebendas presidenciales y una fortuna familiar de tamaño desconocido. Jordi hijo ya está imputado por blanqueo de capitales y a Oleguer, el benjamín, se le investiga por el mismo motivo. Aunque gobiernen los suyos, no estar directamente en el poder ha hecho imposible esconder la suciedad debajo de la alfombra. Ya lo profetizó Marta Ferrusola, la matriarca del clan, cuando comparó la victoria de los partidos progresistas en las autonómicas con un allanamiento de morada.
“Me siento como si me hubieran echado de casa”, dijo una mujer que nunca ha mostrado simpatía ni por la inmigración extranjera ni por los castellanoparlantes que marcharon a Catalunya en los años 60 y 70 a buscarse la vida, aunque muchos de ellos hayan acabado apoyando a Convergència. De declaraciones ácidas, Ferrusola ha sido siempre el contrapunto al moderado Pujol, autor de frases para la concordia como aquella que convertía en catalán “a todo aquel que viviera o trabajara en Catalunya” sin preocuparse por su lugar de nacimiento. Quizás Marta decía lo que el president pensaba y no pronunciaba. Precisamente por callar, por silenciar una fortuna no declarada durante más de tres décadas, Pujol será Jordi durante sus últimos años de vida. Nunca más será el molt honorable president. El maltrecho crédito de CiU está en juego a pocos meses de la consulta soberanista.