La grandeza del debate de Salvados entre Pablo Iglesias y Albert Rivera está en su capacidad para desnudar a los líderes. No hablamos de un despelote en el plano de las propuestas políticas o las ideologías, va mucho más allá. En la primera parte, en el trayecto en furgoneta hasta encontrarse con Jordi Évole, vemos algo poco común. Los paladines de la nueva política, los que golpean las bisagras oxidadas del bipartidismo, aparecen tímidos e inseguros.
Poco después, cuando se sientan en la mesa de un bar de barrio, armados de un café con leche en vaso largo (que es el objeto más patriótico que existe), empieza el debate y se acaba la gracia. Évole sabe que la potencia de su programa está en la naturalidad del proceso, en la ausencia de moldes y códigos pactados, y por eso lo narra todo con detalle. A diferencia de los debates entre Zp–Rajoy o Rubalcaba–Rajoy, aquí el mobiliario goza de una corporeidad veraz, los palillos y el servilletero comunican mucho más que el atrezzo ingrávido instalado por la Academia de las Ciencias y las Artes de la Televisión.
Volvamos a la furgoneta. En primer lugar Albert Rivera mira a un lado y a otro sin saber muy bien qué cara poner. La palabra y el discurso es el traje de los políticos, da la impresión de que el silencio los deja expuestos. Después, Pablo Iglesias entra, se chocan la mano con familiaridad. Hay sonrisas vergonzosas. Fijan la mirada en el horizonte mientras comentan el tiempo, que en su caso, es lo que Antón Losada llama ñoñerías de líderes de masas. Poco a poco se van mirando más y hacen lo que hacemos todos para sobrevivir a la incomodidad, buscar temas que interesen al otro y lo hagan explayarse y llenar minutos. Se crea un rollo de amiguismo ficcional que incluso le da gustito al espectador, que compagina la afición por el conflicto con la tentación oculta de desear que la vida política sea como un capítulo de Heidi.
A los dos, sin embargo, se les nota cómo van pensando en otras cosas mientras el otro habla, cómo aprovechan las exposiciones del interlocutor para evadirse, y, sobre todo en Rivera, brotan risas de cordialidad que se evaporan en fracciones de segundo, tal vez cortadas por alguna precaución o por cierto rechazo personal. Luego llegan al bar, debaten y se acaba la gracia.