Cuando mi equipo se despidió de Primera División, yo ni tan solo había nacido. Aquel 22 de mayo del 1988, la lluvia nos jugó una mala pasada en San Mamés, y el 2-0 final nos envió de cabeza a Segunda. Meses después, en diciembre, nací. Lo que en principio era un “hasta pronto” al fútbol de élite se convirtió con el paso de los años en un “quién sabe si te volveré a ver”. Buena parte de la culpa de ello lo tiene el doble descenso de 1993. Apenas tenía cuatro años cuando mi equipo perdió una categoría por demérito deportivo y otra por deudas. Soy del Sabadell, y explico todo esto porque aunque no lo parezca, ésta historia trata de alegrías futbolísticas, de Euskadi, de la economía en el mundo del fútbol, de curiosas coincidencias y, sobretodo, de modestia. Mucha modestia.
El 22 de mayo del 2011 fue un día especial. De aquella derrota contra el Athletic Club solo se acordaban los más viejos del lugar. Habían pasado 23 años y muchas penurias. Demasiadas. Una mayoría de edad entera por los campos de Segunda B y Tercera para un equipo que había llegado a ser subcampeón de la Copa y que había jugado competición europea. Toda una generación, la mía, alejada de la excelencia del fútbol profesional, y condenada al fútbol de bajas esferas y de demasiado hormigón en la grada. Jóvenes que vivíamos del recuerdo de aquello que nunca llegamos a ver. Echábamos en falta algo que ni tan solo habíamos saboreado. Dos años atrás, habíamos tenido un nuevo desencanto. Rozamos el retorno a la Segunda División precisamente en el País Vasco, pero un pésimo arbitraje en Irún nos arrebató esa posibilidad. Y allí estábamos, en una final a 180 minutos. Más cerca que nunca de volver.
La Nova Creu Alta se llenó como hacía décadas que no sucedía. Todos desconfiábamos del rival. El Éibar, un clásico en las Quinielas. Todo lo contrario que nosotros. Humildes, en eso coincidíamos. Pero acostumbrados a codearse con gigantes a su lado, y a salir vivo de esas batallas. Ipurúa era un escenario habitual para los que crecimos viendo El Día Después y Estudio Estadio. Aquel estadio pequeño pero coqueto, que rara vez se llenaba y casi siempre tenía más barro que césped. Allí, en aquella pequeña ciudad del norte, nos tendríamos que jugar las habichuelas. Y más tras empatar sin goles en casa, en el día que la ilusión pudo con la nostalgia de un nuevo aniversario lejos de la máxima categoría.
Alguien nos dio por muertos. Y afortunadamente, se equivocó. Hoy se cumplen tres años de uno de los días más felices de nuestras vidas. Tenía que ser en Euskadi, donde en 1988 dijimos adiós a Primera. Como escribió Axel Torres en su libro ‘11 ciudades‘, la final de la Champions del 2011 no se jugó en Wembley, sino en Éibar tres horas antes. Por fin tuvimos recompensa aquellos que anhelábamos ver al Sabadell por primera vez en nuestras vidas contra rivales de su historial. Y fue allí, en Ipurúa. El estadio más bonito que puede haber. Ni una gota de lluvia. Las gradas, casi llenas. El pasto en perfectas condiciones. Incluso al jardinero en la previa del partido le salió su parte más creativa e hizo formas redondas con el césped alrededor del círculo central. “Era la primera vez que lo hacía, y la última”, reconoció meses después Manu Lanzarote, ahora jugador del Espanyol y que tras enfrentarse al Sabadell en aquella fase de ascenso, acabó vistiendo dos años de arlequinado. Y no es que yo tenga memoria fotográfica. Es que aún hoy, Ipurúa sigue siendo el fondo de pantalla de mi móvil.
No fue el mejor partido del año, ni de largo. Pero el gol del ascenso fue un perfecto resumen a una temporada de cine, y con un juego de toque encabezado por el entrenador, Lluís Carreras, que hace pocos días fue despedido del Mallorca. Hasta ocho jugadores tocaron el balón antes de que se alojara en el fondo de la portería guipuzcoana, empezando por nuestro particular santo, David De Navas, y acabando por Marc Fernández a asistencia de Isaac Cuenca. Quién nos iba a decir que un año después, el de Reus iba a estar jugando la Champions contra el Milan o el Chelsea. Y más surrealista podría parecer que en el tercer aniversario de nuestro ascenso en Ipurúa, y tras dejar al Éibar sin ascenso a Segunda, estaría escribiendo estas líneas porque el conjunto vasco es nuevo equipo de Primera División. Los Irureta, Añibarro, Kijera y unos cuantos más que se añadieron más tarde, incluído el técnico Gaizka Garitano, han escrito esta semana la proeza más importante de la historia del fútbol eibartarra.
El fútbol está lleno de caprichos. Y por si esta historia tenía pocas coincidencias, Garitano fue precisamente uno de los artífices de la mejor temporada del Éibar hasta este año. Con él en el campo, y otros jugadores de renombre como Gorka Iraizoz, Moisés Hurtado, Joseba Llorente o el mismísimo David Silva, los vascos se quedaron el año 2005 a tan solo tres puntos de la élite. Esa distancia los separó de sus vecinos del sur, el Deportivo Alavés, que sí que subió a Primera como tercer clasificado. El domingo, la historia fue diferente. El Éibar superó a los babazorros por la mínima (1-0), y tras unos minutos de suspense, la remontada del Recreativo en Las Palmas (2-3) permitió a uno de los equipos más modestos de la liga subir a Primera justo un año después de su ascenso desde Segunda B.
Solo alguien que ha necesitado toda una vida para ver a su equipo entre los más grandes del fútbol estatal sabe lo que siente estos días el aficionado del Éibar cuando presume ahora mismo de ser uno de los únicos cinco equipos que no sabe lo que es descender desde Primera División. El fútbol es cíclico. Tras 18 años en el pozo, volvimos al fútbol profesional. Nueve después de una temporada que parecía irrepetible, el Éibar ha hecho realidad su sueño de llegar por primera vez a la élite. Por historias como estas, el fútbol es grande.
Pero a su vez, el fútbol moderno también es detestable y nos hace ser nostálgicos. La Sociedad Deportiva aún no puede festejar lo que se ha ganado en el campo. Desde hace semanas, disputa un partido seguramente más difícil que cualquiera de los que haya jugado en Ipurúa. “Ahora tú también puedes ser defensa del Eibar”, reza su nueva campaña. O reúnen más de 1.700.000 euros para ampliar su capital o no tan solo se esfumará el sueño de Primera, sino también el de Segunda. De momento, a 70 días para el cierre, el cuadro armero solo ha podio completar el 45% de su ampliación de capital.
Con 27.500 habitantes, este municipio de la cuenca del río Deba será, tras Almedralejo, el segundo más pequeño que juegue en la élite si la economía se lo permite. Que no se pierda en los despachos el sueño de estos guerreros vascos, que como los galos de Astérix y Obélix, tienen una pócima secreta para ganar en el campo a ejércitos muy superiores. Que triunfe el fútbol romántico. En definitiva, que Éibar pueda disfrutar plenamente de un ascenso igual de merecido que el que festejamos la familia arlequinada hoy hace tres años en Ipurúa. Un estadio humilde, pero de Primera.