En el fútbol, defender al hombre es un arte, quizá el más conseguido a través de los tiempos. No en vano, atacar sólo requiere ciertas dosis de habilidad del jugador ofensivo. En algunos casos, incluso basta con ejecutar medianamente dos movimientos correctos: la propia inercia de la jugada sirve para empujar a atacante y defensor hacia adelante, imbuidos en una dinámica cinética que reduce proporcionalmente la necesidad de precisión para el delantero, y aumenta de igual modo esa urgencia quirúrgica para el zaguero. De manera que la probabilidad de yerro por parte de éste último no hace sino crecer hasta alcanzar el punto de ruptura. Contra Messi, esa fractura es inminente desde que logra encarar al adversario con un mínimo de franquía. Su talento para imantar la pelota en el empeine es tal que al defensor sólo le queda aguantar y achicar; para hacer esto hay que tener un consumado dominio de las claves del arte defensivo y un físico adecuado. No obstante, la capacidad física no es el requisito mayor cuando de frenar a un jugador bajito y extremadamente vertical se trata. Todo es mental. Messi somete a sus rivales a una presión psicosomática difícil de explicar si uno no se ha puesto alguna vez a jugar al fútbol, aunque sólo sea de forma amateur.
El achique de los espacios utilizando el cuerpo como si fuese el foque de un velero es el más refinado recurso del que puede echar mano un futbolista: corriendo hacia atrás, que es como casi siempre sorprende Messi a sus contrarios, es en la práctica lo único efectivo que puede hacerse para torcer su trayectoria e interferir en su demoníaco empeño. Como todos los artes menores, el de defender es una disciplina etérea, pues la belleza de una acción defensiva ejecutada con plasticidad y arrojo sólo perdura en la memoria de quienes lo han visto si el resultado global favorece al equipo del defensor. Defender un uno contra uno convierte al zaguero en un hombre sometido al arbitrio de fuerzas físicas que lo trascienden. Es decir, lo tornan frágil. Lo exponen. Desde la distancia adecuada que le otorga el medio televisivo al espectador, el arte defensivo adolece de simpleza: esto puede hacerlo cualquiera. Sin embargo, con Messi, la posibilidad de verse caricaturizado y transformado en guiñapo a ojos de la opinión pública es una espada de Damocles ineluctable. Frenar en carrera a Lionel Messi resulta parecido a querer drenar una boca del Yangtsé. No basta con tener los medios necesarios para hacerlo. Debe ser algo parecido a un duelo a muerte en el que un espadachín se enfrenta a una metralleta y tiene que esquivar sus balas hurtando el cuerpo frenéticamente al tiempo que se acerca a ella corriendo en círculos. De pequeño me obsesioné con un juego de la Playstation que se llamaba Metal Gear Solid. En un momento dado, el protagonista tenía que acabar con una máquina articulada gigante dirigida por un ninja con exoesqueleto desde una cabina. El robot lanzaba misiles y rayos que parecían láser. El personaje al que yo tenía que guiar no tenía más que una especie de bazooka cuyas balas estaban contadas, y sus piernas. Había que estar constantemente en movimiento, y la tensión post-traumática era insoportable. Tanto, que tenía que esperar al fin de semana siguiente para volver a jugar. Soñaba con el robot y con el ninja todos los días. Con Messi ha de ocurrirle a los defensas algo parecido. Hay que moverse como si se estuviera en un encierro de Pamplona, bricando ante un Miura; hay que pensar como un ajedrecista, tener la pierna fuerte y adivinar el momento con la perspicacia súbita de un artillero. Tras 90 minutos recorriendo el campo de batalla como un autómata, el día siguiente al partido debe parecerse a un post-operatorio.