El eslogan que encabeza este texto, atribuido al movimiento contracultural de los 60, ha servido durante décadas para fijar en nuestro imaginario un antagonismo crucial: o el amor o su contrario. Sirve para cuestionar términos generales pero también conflictos cotidianos, y en cualquiera de ellos el lenguaje juega un papel crucial. Conviene, llegado el momento, tenerlo de nuestro lado, limpiarle el polvo y sacarle la metralla. Bajo estas líneas leerás un ejercicio de ficción que sirve para retorcer el viejo lema hippie, pervirtiendo la guerra hasta el orgasmo. Quien sepa conjugar que conjugue, quien quiera luchar que levante las manos y deponga las palabras. Venceremos ya desde la retórica.
Ellos inventaron la pólvora, nosotros la mojaremos toda
Un colchón de muelles con alambres como de trinchera, concertinas en la frontera con el poliéster, una sábana deshilachada y una almohada de plumas. Hierro tela y espuma: el campo de batalla.Los contendientes diseñan la estrategia en sus cabezas, de espaldas al otro. Él rememora campañas anteriores, ultrajes y glorias del pasado que se entremezclan con el honor de una nueva nación a conquistar. Ella, frente a esta finalidad hegemónica, opondrá un poder autonómico y resistente. Ninguna de sus ambiciones son comparables a las del Führer, que sometía a otras patrias porque no le saciaba la suya propia; existe en ambos una pulsión laxa hacia el terruño que les permite disfrutar de las costumbres extranjeras. Siempre con cierta desconfianza, claro, a veces abres las puertas de tu imperio y te montan las invasiones bárbaras.
Puesto que a la guerra conviene ir con casco, tiran de logística para dotarse de protección. A continuación, ya surtidos, emplean unos segundos en visualizar el lance. Él recurre a la herencia de Napoleón, proyecta unidades independientes que ataquen contra el frente y apoyos que sorprendan desde los flancos. Ella, cuyos ascendientes dejaron el cayado por el fusil, se inspira en las raíces maquis para plantear una guerra de guerrillas, menos orquestada que pasional. El valor de la disciplina frente a la vehemencia de la improvisación, la Tercera Intifada.
Inician la marcha dos falanges masculinas ganándole terreno al colchón. Al poco alcanzan los pies de la cordillera, desde donde remontan el cauce de un río por brotar. Siguen cruzando las cumbres de sus rodillas y, sin detenerse, descienden en caída libre hasta la llanura fértil. Aunque tentados, se resisten a lanzar un primer ataque; pasan de largo y se pierden en un desierto de costillas, extenso como una Cruzada, que muere en una muralla de dos almenas. Atraviesan la barbacana y, ahora sí, conquistan suave la boca femenina.
Ella cede el bastión de su lengua mientras libra batallas aledañas. Guerrea contra las falanges que se descuelgan hacia la oreja, a las que cierra el paso con un hombro auxiliar. Se revuelve y muerde. Muerde la mano que le da de probar; expulsa al invasor de su alcazaba y sella los labios con media sonrisa.
Quien golpea primero golpea dos veces: alentado por el éxito inicial de su primer embate, el vasto imperio de la virilidad avanza en tropel. Se deja caer lento e imparable, al paso de los reyes. Tumbado sobre ella equipara sus hazañas a las de Alejandro Magno y le cuenta cómo éste dejó tras de sí un reguero de fortalezas, guarniciones y sátrapas que gobernaran las regiones de su mandato. “Haré de tu piel una de mis satrapías. Yo mismo la gobernaré”, fanfarronea el idiota.
Ella le tensa el pelo desde la nuca pero no se lo arranca, solo le distrae. Utiliza la mano libre para atacarle la retaguardia y envía a una milicia de cinco valientes que se posicionan, acantonados en su culo, esperando órdenes desde arriba. “Harás de mi piel un anhelo, tú mismo la llorarás”, rebate ella. Y a base de orgullo ablanda su invencibilidad.
Suenan cornetas de retirada, tiempo para el rearme.
De súbito toma ella la iniciativa entrando a viva fuerza con el ímpetu de una Galia. Con la luz de la batalla en sus ojos. La Reina Teuta, dueña del Peloponeso, ordena apresar a los romanos. Así se hará. La maniobra desguarnece al mando enemigo y éste, oculto en su Palacio de Invierno, crecido ante la adversidad, parece susurrar: “¿A qué espera mi Reina?”
Entonces chocan como chocarían dos masas errantes, como lo harían dos potencias nucleares tras décadas de miedo mutuo, con dos lenguas al abordaje y el vicio por bandera. A fuego. Ella exige reverencia y a él no se le caen los galones, le come el territorio por donde se pierden los nervios; al punto, se reagrupa y desenvaina el acero lustroso, sin tregua, cargando contra ella, una y otra vez, una y otra vez con el puñal traidor que multiplicado su tamaño pareciera espada noble, caliente, que carga y embiste y baila dentro de ella la danza de la muerte al orgullo, de los soldados cobardes como los Diez Mil de Jenofonte que eligieron vivir para contarlo, embestir, cargar, bailar y gozar. Parar de tanta agitación, derramarse sobre el colchón.
Al terminar el somier parece Kosovo. Él cae rendido pidiendo clemencia y ella, a bocajarro, le asesta un beso de gracia.