T.S. Eliot dijo del Hamlet de Shakespeare que era «most certainly an artistic failure». Ciertamente es una pieza irrepresentable de más de cuatro horas de duración, con una trama que Shakespeare tomó “prestada” de otros dramaturgos anteriores y que ni siquiera ofrece el consuelo de una catarsis final: muere hasta el apuntador pero nunca llegamos a saber si Claudio realmente es culpable de la muerte de su hermano el rey o si la madre de Hamlet se casó con él porque estaba en el complot. La duda que corroe al personaje principal durante toda la obra y que lo paraliza a la hora de entrar en acción va a prolongarse en el espectador, porque la duda para el autor es algo inherente al mundo en que vivimos.
Y es esta visión de la duda y la incertidumbre como parte esencial de nuestra realidad lo que explica la fascinación que seguimos sintiendo por una obra sobre «un tímido y una niña boba» a decir del Marqués en Luces de Bohemia. A diferencia de La vida es sueño, donde Segismundo acaba venciendo a las circunstancias y lleva a cabo un recorrido de reafirmación personal, Hamlet comienza la obra como un príncipe dorado de probada valía pero cuya asertividad se vendrá abajo cuando el fantasma siembre en su mente la duda sobre la autoría de la muerte de su padre. Hamlet seguirá conservando un cierto nivel de rock ‘n roll, será capaz de aliarse con los piratas que atacan el barco que le lleva deportado a Inglaterra y poder regresar así a Dinamarca mientras que las alusiones eróticas en sus conversaciones con Ofelia son más propias de un macarra barriobajero que de un príncipe cortesano. Pero sus monólogos revelarán un alma desgarrada por la realidad insondable y engañosa, donde todo es teatro y pura apariencia.
La pieza original de Shakespeare puede impacientar al lector o espectador moderno con sus muchas disgresiones y hastiarlo con su verborrea histriónica de versos maravillosamente compuestos pero sin función alguna en el desarrollo dramático de la trama. En cambio la figura de Hamlet ha ido formando en la mente colectiva un personaje de un atractivo irresistible y tremendamente inspirador, superviviente del paso de los siglos y todos los cambios de modas y gustos. Aunque la obra de teatro sea un fracaso artístico, el personaje es un clásico por derecho propio.