Sí, venga. Hablemos de esos hombres con piel de «aquí estoy yo», de los «soy el más seguro del mundo», y no dejemos de lado a los más narcisistas, los «tienes suerte de haberme conocido».
Le vamos a dar a «aquí estoy yo» el beneficio de la duda. Tal vez un hombre tan plantao tiene a su favor la facilidad para hacerse ver. Bueno, vale. Lo que pasa es que muchas veces, por no decir siempre, la caga al abrir la boca. Ir de valiente por la vida da arrestos para batirte en duelo con quien se te ponga por delante. Hasta aquí es poco ético pero lícito. Saberse deseado, además, da una gran ventaja: has nacido atractivo y las mujeres te miran golosas, se ponen nerviosas pensando en conseguirte. Sí, tienes más terreno ganado que cualquier otro y eso lo ves cada vez que te miras al espejo. ¡Bienaventurado! Sin embargo una planta de hombre que se come el mundo hay que respaldarla con buenas palabras, con algo de poesía incluso, y con hechos refinados. Me refiero a ser sutil, a hablar como la seda cuando quieres caerle bien a una mujer que te gusta, a mirarla a los ojos y no a la boca ni al canalillo. Has de ser un gentleman a todas horas, también durmiendo. Queda burdo y torpe mostrarse impaciente, no es recomendable correr mucho. Hay que medir tiempos, distancias, contener deseos, aguantar respiraciones. Y un «aquí estoy yo» forzado no es capaz de hacerlo ni aun entrenando. Más temprano que tarde descubre un lado poligonero que hace que se le escurran las mujeres entre los dedos ardientes. Y a ellas no les quedan ganas de repetir.
Por lo que respecta a «soy el más seguro del mundo», un modelo de hombre que es la debilidad de muchas, comete un error-pecadillo que hasta enternece, que consiste en cruzarse de brazos para protegerse como un erizo, y lo hace porque su seguridad es nada más que pose que mantiene puntualmente pero no en sus momentos íntimos, que es cuando es él realmente. Con los brazos pegados al cuerpo y la chepa que se le forma por ese encogimiento voluntario se delata a kilómetros. Sigue mirando firme para descolocar y usando su arma mortífera para seducir, que es su estudiadísimo patrón de conquista al que recurre una y otra y otra vez para su fin: la conquista por la conquista. Olvídense, damiselas, de encontrar en él sentimientos. Se los fabrica sobre la marcha para tener una apariencia lo más cercana posible a un hombre real, aunque de real no tiene nada. Es el rey del fingimiento, tan ducho en su técnica que hasta parece espontáneo, pero qué va. Decirnos a todas las mismas frases, hacer los mismos gestos, poner las mismas excusas y ser un amante tierno le garantiza llegar a su meta casi siempre, y ahí se queda. Suyo es el trofeo y suyo también el vacío, porque no hay amor por ningún sitio.
A los «tienes suerte de haberme conocido», por su parte, hay que considerarlos como se merecen. Se ganan un tanto desde el principio al hacer sentir a la mujer justamente eso, que ella está con alguien que merece mucho la pena. Son los más listos estos chicos. Para resultar tentadores se han currado su valía a lo largo y ancho de su vida, ya que no se les puede reprochar que no sean bien estudiados, ampliamente leídos y mundialmente viajados, y tener unas habilidades y desparpajo en la cama se podría decir que rozando un poquito la perfección que una mujer que se precie desea gozar con su amante bandido, que tan caballero es en la calle como vicioso entre las sábanas revueltas, al igual que esperan ellos de nosotras. Y es natural que relumbre a veces manejándose como un tiburón blanco entre bancos de peces sin querer tampoco dar la impresión de que apabulla. Tiene el aura de los exquisitos. Pero no admite ser vanidoso, y en ese punto, ¡ay!, se equivoca. Lo es más que ninguno, y narcisista. La visión parcial de sí mismo le hace débil por ese flanco. Niega sus defectos, les da la vuelta para que parezcan blanduras sanas, lo cual es inapropiado en alguien tan sumamente extraordinario fuera del alcance de mujeres bobas. Se contradice, reincide, nos echa la culpa y pierde la medida de lo que es sensible y lo que es bruto. Por eso hay que recordarle que para ser querido no basta ser deseado, y que venderse a un precio antirreglamentario trae consecuencias. Así que mejor es alejarse un tiempo, o para siempre, que seguir bajo su influjo, aquí ya cada una que haga sus cuentas. Lo digo por su salud mental, más que nada, y por no perder el valioso tiempo del que disponemos cada uno, que parece largo pero se acaba.
Fotografia: Cecilia Espinoza