Lo mejor de beber hasta bien entrada la madrugada es tener la certeza de que ya queda menos para que abran los bares por la mañana. El espíritu puede que incluso nos permita echar una cabezadita con la serenidad de que el amanecer está al caer. De todos modos, como sabe cualquier bebedor experimentado, es necesario poner la petaca debajo de la almohada para ahuyentar posibles pesadillas en las que estemos sobrios. Y rápido rápido despertar.
No hay nada como despertar en Lisboa en una antigua casa de la Baixa, sin persianas ni toldos ni cortinas, con la ventana abierta, sea invierno o verano, orientada hacia el castillo de São Jorge. El sol penetra en el cuarto y te acaricia la cara. Sabes que la desembocadura del Tajo está ahí, a un centenar de metros. De repente, empiezas a escuchar los graznidos de las gaviotas. Luego, la voz grave del ciego que pide una moneda. El chirrido del tranvía tomando la curva en la Rua da Conceição. Maullidos de un gato. Un grito. Maria, abre já a tua padaria! Una oleada de ruidos encadenados que nos obligan a despertar y a asistir a este nacimiento del mundo de todos los días. Pero descifrar estos sonidos requiere tiempo, los primeros días apenas podremos distinguir un murmullo o un rugido, depende de nuestra resaca, como si Lisboa nos echase su aliento encima. Es hora de un trago.
(Si alguien es muy aficionado a despertar tarde le recomiendo encarecidamente que intente dormir en la pensión situada en la parte superior del restaurante hindú de la Rua dos Douradores. Tiene la entrada más horrenda imaginable. Hay que subir tres pisos de escaleras que progresivamente se van deshaciendo bajo nuestros pies hasta llegar al último tramo que no queda otro remedio que escalarlo. Da igual qué habitación elijan. Lo importante es que no podrán dormir en ninguna, así podrán beber antes. ¿No se lo creen? Prueben a ir. No es por los bichos que se encuentren al entrar en la habitación o el olor a curry con el que están rebozadas las paredes. Es por el suelo. ¿Sabían que en 1755 hubo un terremoto que destrozó por completo la ciudad? Pues el terremoto permanece en esos suelos como un temblor recién petrificado. Las habitaciones están repletas de agujeros, baches, cráteres, hondonadas, inclinaciones demenciales, socavones, cambios de rasante, grutas. Y tengo la sensación de que se mueven, aunque puede que esto solo sea un efecto óptico. Adoro alojarme en esta pensión. La última noche que pasé ahí me tuve que agarrar todo el tiempo a un extremo de la cama para no caerme al suelo de lo inclinada que estaba. Había bebido, es verdad. Pero el borracho no era yo, eran, en todo caso, las placas tectónicas que sostenían, de alguna manera, un precario equilibrio).
En Lisboa hay que salir de casa tan pronto como se pueda, aunque sin olvidar poner la petaca en el bolsillo de la chaqueta. El caminante más célebre de la Baixa fue Fernando Pessoa. El poeta trabajó en varias oficinas del barrio y también situó ahí la empresa de contabilidades y teneduría de libros en la que pasaba las horas su semiheterónimo Bernardo Soares, autor del Libro del desasosiego. Lo que mucha gente no sabe es que más importante que trabajar es beber y que Pessoa realizaba frecuentes pausas desde bien temprano para macerar todas sus almas. El turista crédulo se conforma con sentarse junto a la estatua del café A Brasileira, allá arriba en el barrio del Chiado, o, los más avezados, se acercan hasta el Terreiro do Paço para sentarse bajo su retrato en una de las mesas del Martinho da Arcada. Es cierto que Pessoa frecuentaba esos dos lugares, el primero más como punto de encuentro bohemio, pero no eran lugares primordiales en sus rutas matinales. Al poeta le gustaban las pequeñas tascas donde le servían un café y una macieira, un tipo de brandy lusitano que data de 1885, tres años antes del nacimiento del poeta, y que hoy se produce en Manzanares (Ciudad Real). Pessoa era un fiel seguidor de este aguardiente, que bebía de la mañana a la noche.
Durante mucho tiempo me pregunté por qué mi poeta favorito bebía tan temprano. Hasta que tomé una macieira en ayunas. Los desayunos nunca iban a volver a ser los mismos. Entonces lo entendí: en Lisboa se bebe como Pessoa manda, con claridad y alevosía.
Hoy es prácticamente imposible recorrer el rastro etílico del escritor por la ciudad. La mayoría de esas tascas ya no existen. Como el Abel Pereira da Fonseca, en la confluencia de la Rua dos Fanqueiros con la Rua de São Nicolau. Aquí es donde Pessoa se tomó una famosa foto bebiendo una macieira de pie, que hizo enviar a su antigua novia, Ophélia Queiroz, con la dedicatoria de su puño y letra que decía «F.P. em flagrante delitro«. Esa fotografía fue el detonante para que ambos retomasen el noviazgo. Fueron apenas unos meses más. Pessoa no volvió a estar con ninguna otra mujer, pero siguió bebiendo hasta morir de cirrosis antes de cumplir los cincuenta.
Nuestra ruta tiene que empezar en ese lugar y, como homenaje al gran fingidor, hay que hacerse una fotografía en flagrante delitro (sirve la petaca, una botella entera o una copa de macieira comprada en cualquiera de los bares aledaños) junto a las paredes que antaño alojaron la tasca. Hoy es un local abandonado, con los cristales rotos y los fantasmas arremolinándose entre un amasijo de polvo y oscuridad, pero en la fachada de piedra sigue grabado un velero enmarcado por el escudo de la antigua tasca con el nombre de Abel Pereira da Fonseca Lda.
Después hay que recorrer todas y cada una de las calles de la Baixa, tanto las paralelas como las perpendiculares, pensar en un número, por ejemplo el número pi, y entrar en cada 3,1416 bares que vayamos encontrando por el camino y pedir una macieira (y un café si también son aficionados a bebidas sin alcohol). Si no les gusta este número y creen que son demasiados o demasiado pocos los bares a los que entrar pueden buscar cualquier otra combinación cabalística. Para animar la perambulación es conveniente recitar a viva voz la coplilla que Pessoa le dedicó al abstemio dictador y comerciante de huevos de corral, António Oliveira de Salazar:
«Coitadinho
do tiraninho.
Não bebe vino.
Nem sequer sozinho!»
Una vez navegada la Baixa nos dirigiremos a la plaza del Rossio, saludaremos al Hombre Elefante y entraremos en el renovado Café Gelo, que en los años cincuenta fue el refugio de los surrealistas liderados por Mário Cesariny y Luiz Pacheco. Pidan el bagaço (orujo) más barato que tengan a la memoria de este último, ilustre bebedor, que en una de las últimas entrevistas que concedió antes de morir, cuando le preguntaron acerca de qué recuerdos tenía de la década de los setenta, respondió después de un gran esfuerzo que los años setenta los había pasado alcoholizado. Sin embargo, está documentado que el 25 de abril de 1974 fue visto caminando en albornoz, sobretodo y alpargatas junto a los tanques con claveles en las inmediaciones del convento del Carmo. Pero eso no significa que no estuviera alcoholizado.
Al salir del Café Gelo, cruzaremos la plaza y llegaremos hasta el Largo de São Domingos donde encontraremos hasta tres pequeñas tascas especializadas en ginjinha, el licor más típicamente lisboeta hecho a base de guindos, azúcar y canela. El primer local abrió en 1840 y fue fundado por el gallego Francisco Espiñeira. La ginjinha (o simplemente ginja) es un líquido denso, rojizo, pegajoso y dulzón que desgraciadamente se sirve en vaso de chupito. Al servirlo siempre preguntan si lo prefieren con fruto o sin. Pueden pedir varios chupitos o comprarse una botella entera de litro. Si aún así tenemos sed y coincide que es hora de misa, es buena idea acercarse a la contigua iglesia de São Domingos donde podrán apreciar los efectos del terremoto de 1755 (los viajeros que se alojen en la pensión hindú pueden obviar esta etapa) y pedir al camarero con alzacuellos que les prepare un Sangre de Cristo. Es gratis pero hay que compartir el cáliz con el resto de parroquianos, así que no confíen en que les dejen beber más que un sorbito.
Subiendo apenas unos metros por Portas de Santo Antão encontrarán la Casa do Alentejo, un lugar con tan buen ambiente que bien merece una parada para, además de miccionar, entablar conversa con algún beodo nacional y abordar sin tapujos el siempre espinoso tema de cuál es la mejor cerveza: ¿Sagres o Super Bock? Prueben las dos, pero no se limiten a las rubias y pidan una negra, otra tostada, otra bohemia. Y no se olviden de las de barril. En Lisboa las cañas se llaman imperiáis. Imperial, en singular. ¿Pero no se van a pedir una sola, verdad?
Nuestra siguiente parada es la Plaza de los Restauradores. Ahí encontrarán el bar O Pirata, una joya que pasa desapercibida a forasteros y también a muchos lisboetas. El antro es tan estrecho que apenas hay espacio para una barra y un puñado de taburetes. Tiene dos tiradores, pero uno de ellos no es de cerveza sino de una bebida que se llama, al igual que el bar, Pirata. El combinado homónimo sale a presión y es rebajado con un chorrito de sifón. Tiene un leve deje a anís, pero es algo completamente distinto, mucho más refrescante. Entra suave, pega fuerte. También tienen un combinado llamado Perna de pau, que mezcla, para cerrar el círculo, el pirata con la ginjinha.
No seré yo quien les incite a dejar de beber, pero si a estas alturas del día sienten sus arterias algo densas no se les ocurra parar para comer. Nada de eso. Mejor hagan turismo. Vayan a ver, por ejemplo, los paneles de azulejos de la estación del Rossio. Nada mejor que empaparse en la más psicodélica historia de Portugal jamás contada con los santos y sus visiones, los reyes desaparecidos, escritores tuertos, el Imperio y sus profecías, los misterios y las sardinas. ¿No han entendido nada? Suban al primer tren que pase, pero sobre todo procuren bajar en la estación de la Reboleira. El barrio es feo, sucio, pobre. Si tienen un mínimo de sensibilidad arquitectónica querrán derribar todos los edificios. Es posible que se sientan amenazados, que sean robados o sodomizados. Pero es en este lugar donde van a beber el mejor y más barato vaso de grogue en todo el viejo continente. A mí me introdujo a este mundo un reputado catedrático de literatura camoniana. El grogue es el aguardiente caboverdiano por excelencia. Lo encontrarán en otros bares de Lisboa, sobre todo en el barrio de Madragoa, pero en la Reboleira se sentirán como en una barraca de Cabo Verde. En realidad, hay una zona de la Reboleira que es una gran barraca de Cabo Verde pero sin mar: la morna sonando de fondo, el tabernero que te habla en crioulo, los techos de hojalata, el aire pesado, los movimientos lentos, las risas ruidosas y la botella que se acaba una vez más. En Lisboa se es feliz a través de la convivencia etílica con los habitantes de las antiguas colonias. El Imperio no fue en vano. Todos los mares que navegamos aún nos los podemos beber.
No es fácil dar con muchos de estos lugares. Son, en su mayoría, pequeños tugurios perdidos en el extrarradio de la urbe, frágiles templos del bebercio que aparecen y desaparecen de un día para otro. Por supuesto, abundan los bares brasileños y angoleños, además de los caboverdianos. Pero resulta mucho más complicado encontrar los mozambiqueños, los guineenses, los santomenses o los timorenses. Lo mejor es hacer amigos. Cuando uno bebe todo es posible. Y tal vez ustedes acaben en casa de alguien que celebra una fiesta donde hay batidos de malta, lúpulo o cebada que responden al nombre de Laurentina, Cuca, Schin, Cicer, Brahma, Manica, Strela, Pampa, Creola o 2M. O brebajes espirituosos llamados kissangua, totonto o pilolo atómico. Tantos nombres para una misma y única borrachera.
Cuando el tren nos devuelva a Lisboa nos bajaremos irremediablemente en la estación de Cais do Sodré. La que durante tantos años fue una de las zonas más sórdidas de la ciudad es ahora el refugio de los modernos lisboetas. Es por ello que más vale ir antes de que anochezca y los bares se pueblen con las multitudes habituales, para degustar las copas en escasa y truculenta compañía. El primer local que encontramos es el Bar Americano, del que también Pessoa era parroquiano. Aunque el bar ha cambiado su aspecto totalmente, siempre merece la pena una breve incursión para recordar el ya lejano gusto de la macieira en nuestro paladar. Justo enfrente se encuentra el British Bar, un espacio bellísimo, con unas estanterías de madera repletas de las más sugerentes botellas. La influencia británica es palpable en el ambiente del local. Por ello, y para no desentonar, será bueno pedir un gin fizz o una cerveza de jengibre.