Los españoles que nacimos en democracia hemos crecido escuchando una y otra vez estas frases cuando se acercaban las elecciones: «Esto es lo que hay. No se puede hacer nada para cambiar esta situación. Hay que elegir la opción menos mala. Si no votas a estos, ganan los otros… que son peores. Lo que tienes son muchos pájaros en la cabeza; como utopía tus ideas están bien, pero no se pueden aplicar». Y etcétera, etcétera y etcétera. O eras del PSOE o eras del PP. Votar a una tercera fuerza era tirar el voto. Salirse del camino marcado suponía ser un freaky –antes de que adoptáramos el palabro inglés, simplemente eras un perro verde– o, peor aún, un radical al que había que apartar de forma urgente de niños y personas de mentalidad moldeable. No ocurriera que acabaras corrompiendo a estos seres con ideas poco edificantes.
PSOE y PP se han repartido el poder en España desde 1982 con las únicas excepciones de los gobiernos autonómicos y muchos ayuntamientos del binomio Catalunya-Euskadi y algunas capitales de provincia como Córdoba, que fue comunista gracias al carisma de Julio Anguita y sus colaboradores más cercanos. Por el resto del mapa o crecían rosas rojas o volaban gaviotas azules. Sabiendo esto, si el país es una charca rebosante de corrupción, paro estructural, pelotazos urbanísticos, desahucios, jóvenes que se marchan en busca del sueldo digno que aquí se les niega, científicos que no ganan ni para batas ni para probetas, costas destrozadas por el cemento, heridas de guerra que no se sanan o ancianos que agonizan en sus casas sin leyes de dependencia que palíen sus pensiones congeladas… Si esa charca se ha ido llenando con descaro hasta convertirse en un cenagal maloliente, hasta el más tonto del pueblo llegaría a la conclusión de que la culpa de esta situación que ha hecho trizas la tan manoseada «Marca España» es del Partido Socialista y del Partido Popular.
Que se repartan las responsabilidades como quieran. Que se abofeteen con las miserias ajenas mientras intentan meter las suyas debajo de la alfombra. Que unos se presenten como la esperanza del trabajador, del jubilado o del homosexual y que los otros se enorgullezcan de ser la salvación de la única e indivisible nación española. Que lo sigan haciendo porque ya no podrán ocultar lo innegable: ambos han metido la mano en la caja; ambos han pasado la tarjeta black en restaurantes y prostíbulos de lujo; ambos han privatizado servicios públicos; ambos han construido aeropuertos y macrocentros culturales totalmente inútiles en medio de la nada; ambos han encubierto las desvergüenzas de la Casa Real; ambos han colocado a sus dinosaurios en los consejos de administración de esas empresas privatizadas o de las cajas de ahorros públicas que han desfalcado. Y, lo peor de todo, después de haber montado este desaguisado, socialistas y populares han rescatado los mismos bancos que han dejado quebrar, han exculpado a los crápulas que han escondido el dinero amasado durante la burbuja inmobiliaria en cuentas suizas y, de la mano, no tuvieron escrúpulos para cambiar la Constitución en dos tardes de verano para seguir las órdenes de la troika alemana. O lo que es lo mismo, para que todo un país hincara la rodilla ante los dictados de Angela Merkel y los prestamistas alemanes.
A bastantes españoles que nacimos en el actual período democrático –ya hubo democracia en la II República, no nos olvidemos– se nos agotó colectivamente la paciencia un 15 de mayo de 2011. Desde entonces, la descomposición del bipartidismo parece imparable, como si fuera una gangrena que sube desde el pie hasta alcanzar la rodilla porque nadie se ha atrevido a dar un buen tajo a tiempo. Ni el PP, sosteniendo a Rajoy por miedo a que se confirme lo que apuntan los papeles de Bárcenas, ni el PSOE, optando por la sonrisa de Pedro Sánchez en vez del cerebro de Pérez Tapias, han querido enterarse de lo que se ha estado cociendo durante los últimos cuatro años en la España real, la de las calles, los mercados y los barrios humildes que solo se visitan en campaña electoral. Con el resultado de las elecciones griegas –rozando la mayoría absoluta se queda Syriza, un partido que hace una década tenía solamente seis diputados, combinada con el batacazo de la derecha gobernante y la casi desaparición de la izquierda ‘socialista’, los dos partidos que habían ahogado al país para satisfacer a los acreedores alemanes–, puede que los emperadores del PP y el PSOE se den cuenta, por fin, que llevan desnudos mucho tiempo y que ya hace rato que el pueblo se ríe de ellos.
Curioso es que mientras se intenta expulsar a los filósofos griegos de los institutos españoles, sean los griegos modernos quienes reconquisten la democracia en su propio país, tantísimos siglos después de haber ensayado los primeros sistemas democráticos en sus viejas polis. Ahora ya sabemos que, igual que les ocurre a las dictaduras, también tienen fecha de caducidad los bipartidismos que estiran las reglas de la democracia a su antojo y a espaldas del pueblo. En noviembre a más tardar habrá elecciones generales en España. Ese domingo pudiera ser que millones de españoles descubriesen que de Grecia es posible importar más cosas que reinas, yogures y jugadores de baloncesto. Puede que ese domingo se cambie una relación de fuerzas que parece inamovible. Puede que ese cambio sea a peor, por la tiranía de los mercados, la oposición de los búnkeres del sistema o la inexperiencia o codicia oculta de las nuevas caras en las que confiemos el poder político. Puede que la jugada salga mal… ¿pero si sale bien? Para cruzar el río hay que mojarse el culo y si algo sabemos ya es que en esta orilla la suerte está echada y la partida perdida. Descubramos qué hay al otro lado. En Grecia ya se han atrevido.