Le debo mucho a Thomas Gravesen. Si no fuera por él, ahora mismo sería socio de la peña madridista de Beniaján. Seguramente vestiría el chándal oficial del centenario del Real Madrid y mi ojete descansaría sobre una silla blanca de plástico. Unos centímetros más arriba, de mi boca saldría algo rollo: “A mí el que no me gusta es el de la coleta”. Le debo mucho a Thomas Gravesen. Le debo cada minuto que he estudiado, cada libro que he leído, cada peli que he visto y cada disco que he escuchado. Le debo cada vez que he creído que la razón es más poderosa que la fuerza. Thomas Gravesen ha hecho más para que yo no sea un terrorista como Gandhi, mi padre y cualquier Nobel de la Paz –incluidos, ojo, Barack Obama y la Unión Europea– juntos.
El fichaje de Thomas Gravesen por el Madrid se gestó dos temporadas antes de que el danés estampara su firma –me atrevo a decir que literalmente– sobre unos folios en Chamartín. Como gran capitalista, Don Florentino sabe que hay que crear necesidades en los consumidores. Bien. 6 de abril de 2004. Estadio Luis II, Mónaco. Fernando Morientes marca su segundo gol en la eliminatoria y revienta al Madrid. A miles de kilómetros, en Fuente Librilla, mi padre, su colega Chamorro y yo observábamos la escena con estupor. Mi padre procedió como siempre que el Madrid hace el ridículo: lo obvió. Miró hacia la ventana y se dedicó a hablar sobre el cambio climático y la peste a mierda de cabra que dejaban las cabras de Juan Matacán cuando pasaban cerca de casa. Creo que a mí me dieron convulsiones y me salió espuma por la boca. Mientras, Chamorro, echado hacia adelante, brazos apoyados en los muslos, negaba con la cabeza. Decía: “Si es que no puede ser, vaya hatajo de inútiles, ahí lo que hace falta es un tío que tire a los delanteros rivales, un tío que pegue cuatro hostias”. Tachán. Así funciona el capitalismo, colegas: creas la necesidad, ofreces la solución, te la compran, te haces millonario y enciendes puros con billetes de 500 euros. Y el Madrid tenía una necesidad. Necesitábamos a un tío que tire a los delanteros rivales, un tío que pegue cuatro hostias.
Dos temporadas después, el Madrid fichó a su tío que pegara cuatro hostias. En septiembre ya estábamos haciendo números para pillar entradas para la final de Champions. Vanderlei Luxemburgo en el banquillo, Diogo en el lateral derecho y Pablo García en la media: la ilusión había vuelto. Inexplicablemente, el Madrid llegó a Navidad quinto en liga, a cinco puntos del Barça. Lo bueno era, como nos gusta decir a los madridistas desde hace catorce años, que estábamos vivos en las tres competiciones. Lo malo, que el equipo no jugaba una mierda y que la frente de López Caro –nuevo entrenador, tras la también inexplicable destitución de Luxemburgo– estaba a tres fruncidos de lucir un six pack.
Esa Navidad, Marca nos salvó la vida. Sabíamos que algo no iba bien, pero se estaban tomando medidas: el Madrid buscaba un mediocentro defensivo. Marca nos despertó con portadas en las que aparecían las palabras que han acompañado a todos los mediocentros defensivos que hemos fichado desde que se fue Makélélé. El nuevo mediocentro defensivo iba a tener buena colocación, despliegue físico, llegada, rigor táctico, liderazgo, buen desplazamiento de balón, buen disparo, capacidad de sacrificio, velocidad al corte, capacidad organizativa y un nombre propio de una región que identificáramos con la disciplina o el sacrificio. El nuevo mediocentro debía ser africano, argentino, uruguayo o nórdico. Yo imaginaba un laboratorio en blanco y negro y a Don Florentino y Manuel Saucedo en bata. Don Florentino decía: “¡¡Y que sepa saludar a una presidenta de comunidad!! ¡¡Y que sepa a qué betún me gusta que huelan mis zapatos!!” Al otro se le hacía la boca agua y soltaba risotadas dementes. Y entonces llegó el día en que Marca desveló el nombre del elegido. “THOMAS GRAVESEN”. Centrocampista danés del Everton. Los madridistas queríamos a un tío que pegara hostias, y Gravesen tenía pinta de pegar hostias. Bueno, no te digo la de semen que derramamos cuando, a los pocos días, Thomas dijo que se encargaría de demoler Goodison Park con sus propias manos si no le dejaban irse al Madrid. El espectáculo había comenzado.
Que el Madrid fichase a Thomas Gravesen fue como si la Filarmónica de Viena hubiese contratado a GG Allin. Vale, el Madrid estaba a años luz de la Filarmónica de Viena, pero es que Gravesen tenía todavía menos conocimiento que el cantante de la AIDS Brigade. Nunca he visto nada que refleje de una forma tan plástica lo mejor y lo peor del ser humano que ese momento en el que Zidane mareó a Renato y le pasó el balón a Gravesen mientras decidía si esa noche iba a llover y el danés clavó la rodilla en el suelo, como claudicando ante lo que acababa de ver, y la levantó rápidamente y siguió jugando como si nada, como si no hubiera cavado un pozo en el mismísimo centro del Bernabéu, como si cualquier otro mortal hubiera podido seguir caminando después de eso.
A las dos semanas de que Gravesen debutara, me encontré con Chamorro. Le pregunté qué le parecía el fichaje del danés. Arrugó el morro y asintió. Dijo: “Pues parece que el tío pega buenas hostias, que es lo que necesita el equipo”. Lo que más nos gustaba de las hostias de Gravesen era el cómo. En el Madrid no se hacen las cosas de cualquier manera: los balones se pierden con elegancia, las ligas se pierden con desdén aristócrata y los millones se gastan con la urgencia y seriedad de un Albert Rivera pidiendo el voto por la unidad de España. Thomas se dedicó a pegar hostias con la misma pasión con la que Ramoncín se entregaba a ser Bruce Springsteen. Pegaba como si el apocalipsis dependiera de que él partiera cuatro tibias en los primeros 20 minutos de partido. Era emocionante. Durante unos meses, los chavales entendimos que el Madrid –y, por extensión, la vida– era una broma. Salíamos al patio en estampida y recreábamos las desventuras de nuestro ídolo danés. Los del 92 seguimos enseñando nuestras heridas en las rodillas cada sábado por la noche, rollo El Club de la Lucha. Eso de ser la generación más formada de la Historia con un futuro más negro que el interior del cráneo de Rafael Hernando nos llenó de amargura. Mientras Gravesen lució el ‘16’ del Madrid, esa amargura tornó cinismo. Fuimos ese treintañero amargado que se queja de que todo el mundo vaya a la Fontana de Trevi a echarse una foto mientras va a la Fontana de Trevi a echarse una foto. Y solo teníamos trece años.
Thomas también nos enseñó a amar. Él era Daphne y nosotros Osgood Fielding. La cosa iba así:
–Hablé con mamá, estaba tan contenta que lloró. Quiere que lleves su vestido de novia, es de encaje blanco.
–Osgood, no puedo casarme con el vestido de tu madre, ten en cuenta que tengo unos brazos como tres navíos de guerra juntos.
–Podemos reformarlo.
–No hace falta. Osgood, he de ser sincera contigo: tú y yo no podemos casarnos.
–¿Por qué no?
–Pues… primero, porque no soy un mediocentro defensivo con rigor táctico.
–No me importa.
–Y rompo tibias. Rompo muchas tibias.
–Me es igual.
–Tengo un pronto horrible. Hace un mes reventé a patadas a Cassano en un entrenamiento, y ayer casi le parto la cabeza a ese saco de huesos negrito que juega en la banda izquierda.
–Te lo perdono.
–Nunca podré dar un pase en condiciones de más de tres metros.
–Ficharemos al nuevo Redondo, que esta vez sí que lo hemos encontrado.
–No me comprendes, Osgood… ¡¡AAAAAAAH, ME CAGO EN DIOS QUE TE REVIENTO LA BARCA DE UN BOCAO!!
Y a nosotros se nos derretía el corazón. Thomas era torpe, agresivo, incapaz de dar un pase de más de tres metros y de mandar el balón a menos de quince yardas de la portería contraria. Tampoco sabía robar un balón sin que el Estado no tuviera que hacerse cargo del rival a partir de ese momento. Era calvo, orejón y algo patizambo, pero le queríamos. Era uno de los nuestros. Después vimos a Spud drogadísimo en una entrevista de trabajo. Esa escena nos habló de estar fuera de lugar, de ser un extraño. Nos acordamos de la megafonía del Bernabéu diciendo: “¡Con el ‘16’…Thomas Gravesen!” Sonreímos. Todavía pensamos en él. Todavía hablamos de la gravesinha y de aquel ·¡¡Julioooooooooo!!” y de aquella risa displicente de Guti.
Don Florentino dimitió. Me gusta pensar que Gravesen fue el momento cumbre de esa obra inabarcable que Don Florentino se ha propuesto escribir y que se titula Cómo convertir al Real Madrid en el equipo más decadente del mundo. Gravesen fue el rosebud de un tipo que todavía no se explica cómo una plantilla con quince mediapuntas no gana cinco Champions seguidas. Llegaron Ramón Calderón y sus nudos de corbata. Llegó Capello diciendo que aquello tenía que volver a ser un equipo serio. Se había acabado la fiesta. Abrimos los ojos y el sol nos cegó. Teníamos una resaca monumental. Thomas se fue al Celtic, le cedieron al Everton y volvió a Glasgow. En 2009, tras meses sin equipo, anunció su retirada del fútbol –o lo que sea a lo que él jugara– profesional. Tenía 32 años. En 2013, el periódico danés BT publicó un reportaje sobre la vida de Gravesen. Por lo visto, Thomas guardó toda la inteligencia para cuando se retirara: invirtió donde había que invertir y se hizo multimillonario. Ahora vive en Las Vegas con su novia, la modelo Kamila Persse. Para nosotros, nada volvió a ser igual. Yo llegué borracho a la última cena de Nochebuena. Toda la familia estaba a la mesa y yo hablé muy rápido. Me metí a la ducha. Puse la cara a dos o tres milímetros de la alcachofa. El agua caía helada. Me acordé de aquel ‘16’ cavando un pozo en el mismísimo centro del Bernabéu. Pensé que todos somos Thomas Gravesen