Jairo Perera sigue teniendo cosas que decir y ganas de fiesta. Por lo menos, eso es lo que parece después de que haya vuelto a reunir un puñado de melodías para grabar un nuevo disco. Mientras termina el trabajo de edición en el estudio, Muchachito rueda de nuevo por las carreteras españolas, esta vez sin los Bombo Infierno tras hacer un punto y aparte en su vida musical. Teniendo en cuenta el chute de buen rollo que impregna a cualquiera que acuda a sus conciertos, el regreso del catalán a los escenarios es una buena noticia. Su proyecto artístico siempre se ha preocupado por salirse –de forma voluntaria– del estrecho carril que suelen marcar las grandes discográficas, y su mayor mérito es que, aplicando esta fórmula, su apuesta le ha dado resultado. Prueba de ello son los tres discos que ha publicado hasta la fecha, precisamente, grabando con pequeñas compañías.
Desde 2005, con la aparición de su primer trabajo de estudio Vamos que nos vamos, pasando por Visto lo visto (2007) y llegando a Idas y vueltas (2010), Jairo –armado con su gorro, sus patillas prolongadas hasta el bigote y su ritmo innato– no se encarga solo de ponerle voz y guitarra a la banda sino que (que hacía honor al nombre clásico del grupo) toca también un bombo que siempre aparece enfrente de su silla en los escenarios. Viendo a este hombre sobre las tablas, da la impresión de que es incapaz de limitar su papel como percusionista a apoyar con el bombo esos ritmos vertiginosos que su muñeca y sus dedos rasguean a la guitarra. Él tiene dos pies y no dudará en usarlos. El bombo es la prolongación de una capacidad rítmica que desborda en cada una de sus composiciones.
¿Y cómo se refleja esa adrenalina musical en sus letras? Sin renunciar a la jerga de barrio, quien fuera líder de Muchachito Bombo Infierno dice exactamente lo que quiere decir de una forma bella… y sin caer en preciosismos. Jairo canta sobre los temas de siempre –esos que nos tocan a todos tan de cerca– pero lo hace sin ningún rastro de pretensión, sin enredarse con esa poética que por intentar alcanzar el máximo grado de perfección aleja demasiado los pies del suelo y termina sonando forzada. El muchacho del bombo, el sombrero y la guitarra le canta a la cultura que vivió creciendo en uno de los pueblos que se convirtieron en barrios-dormitorio hace medio siglo, una de esas colmenas que te encuentras cuando entras o sales de Barcelona. Su placenta como músico fue, entonces, Santa Coloma de Gramenet; su patria chica. La inmensa cantidad de inmigrantes que recibieron la capital catalana y su área metropolitana –muchos de ellos, provenientes del sur de España– entre los sesenta y los ochenta ayudaron a catapultar las capacidades de la rumba que ya tocaban los gitanos de Gràcia o Mataró. Jairo recogió esa herencia, la de Peret o el Gato Pérez, a mediados de los 90, cuando se inició en la música tocando en la calle.
Allí, en el hábitat que nunca ha abandonado, comenzó a investigar nuevas fusiones a partir de las cuales surgirían sus canciones. En su obra te puedes tropezar con la guitarra más rumbera o con el bajo más funky que se haya escuchado jamás. Los vientos que acompañan muchos de sus temas parecen sacados directamente de un swing. Fusionar, sin embargo, no es tarea sencilla. Se requieren buenos mimbres para hacer nuevos cestos. Jairo tuvo el buen ojo de rodearse de unos músicos de muy alto nivel, aunque sus nombres no aparezcan en las listas más fichadas de internet; el contrabajo de Lere o la media batería de Héctor Bellino –precisamente, los instrumentistas que acompañaron a Jairo en su etapa de músico callejero– le dan el matiz frenético que define al grupo, a lo que se añade la experiencia de Josué El Ciclón tocando la trompeta y de Tito Carlos percutiendo las teclas el piano. Son estos músicos de estudio con especial habilidad para el jazz, mérito que le aportaba un plus de talento al sonido de los Bombo Infierno.
Cada vez que empieza a sonar uno de sus temas es fácil acordarse de la escena de Los Aristogatos en la que los mininos se arrancan a cantar Todos quieren ser un gato jazz. El ritmo, sus actitudes en el escenario, la sinceridad con la que tocan… Podría decirse que en Muchachito Bombo Infierno todos los músicos eran auténticos gatos jazz. En esta cuadrilla de felinos urbanos había que incluir, por supuesto, a uno de los elementos más especiales con los que se presentaba la banda sobre el escenario: “el músico de los pinceles”, más conocido como Santos de Veracruz, amigo de la infancia de Jairo e ilustrador de las portadas de los discos de la banda. A parte de esta labor de postproducción, Santos se dedicaba a acompañar a estos rumberos polifacéticos en sus giras. ¿Cuál es su labor? Pintar un cuadro en cada concierto mientras suenan los instrumentos y la garganta de Jairo desgrana el setlist sin que sus pies dejen de golpear el bombo. El añadido pictórico les sirvió como huella característica a lo largo de una década de trayectoria. En ese aspecto era, indudablemente, únicos en su especie. Una autenticidad lograda, paradójicamente, a golpe de mezcla. Ahora, tres años después de su último show, es momento de investigar otros caminos. Sin embargo, Santos continuará en la nueva formación de su compadre Jairo, que suma a su vez el punteo jerezano de Diego el Ratón, conocido por ser una de las tres patas de los extintos Delinqüentes.
El tour La Maqueta, que anunció la banda hace ya algún tiempo, empezará hoy –7 de octubre– en el Teatro Apolo de Barcelona y continuará hasta el 18 de diciembre en Zaragoza. El 16 de octubre pasarán por Madrid, donde quieren reventar La Riviera. Además en cada concierto de este tour otoñal, Muchachito regalará con cada entrada un adelanto de su nuevo disco para ir poniendo los dientes largos al respetable después de cinco años sin entrar en el estudio (tiempo que Jairo ha aprovechado para aventurarse en proyectos como La Pandilla Voladora, maxigrupo garrapatero que bien merece otro artículo).
Fotografía: Alterna2