2016 va a ser un año diferente. Europa ya no es el paradigma de la seguridad y del progreso que muchos antes admiraban. Al contrario, el establishment europeo se enfrenta a numerosos retos para los que no parece preparado en absoluto.
El primero de ellos es la dicotomía entre la seguridad y los valores fundacionales europeos. Mientras los dirigentes comunitarios se llenan la boca hablando de solidaridad con el pueblo sirio, cientos de miles de refugiados se agolpan en las fronteras esperando recibir asilo, tal y como se había consensuado entre los países de la Unión Europea. Para más inri, de no solucionarse el conflicto sirio a corto plazo, la presión migratoria seguirá aumentando.
Unos más reticentes, otros menos, pero lo cierto es que todos los países de la UE habían aceptado formalmente participar en mayor o menor manera en la acogida de los exiliados sirios. Casi medio año después de aquel negro septiembre, apenas unas decenas de refugiados han conseguido llegar a su destino final. Con la muerte de Aylan Kurdi ya olvidada por los mass media, la UE, el elefante con pies de barro, la casa que nunca se barre, se resquebraja por los cimientos que sirvieron para fundarla tras los horrores de la II Guerra Mundial. Pesa más el fantasma del Caballo de Troya en forma de terrorista suicida infiltrado entre los millares de refugiados sirios que los Derechos Humanos. La solidaridad muere cada vez que un político o un tertuliano recuerda la sobrecarga que supondrían los refugiados para una población activa cada vez más menguada por el envejecimiento y las tasas de paro galopantes.
Si esto fuera un análisis DAFO realizado por una consultoría parecería que los 28 sólo han rellenado los cuadrantes negativos, esto es, las debilidades y amenazas, obviando las fortalezas u oportunidades. Por ejemplo, la fortaleza de tener una Europa variada, donde conviven varias culturas y religiones diferentes y nos enorgullezcamos –de verdad– de ello. O la oportunidad de tender puentes en lugar de destruirlos. En cambio, Europa ha decidido cerrar los ojos ante la realidad de un mundo cambiante. Esta UE desunida cada vez pesa menos en el panorama global y otros actores regionales reclaman su trozo del pastel tras siglos atrás de expolio colonial y económico por parte de las potencias coloniales europeas.
Las revoluciones frustradas de Libia y Egipto, injerencias occidentales aparte, amén de las operaciones de las guerras inútiles e injustas de Iraq y Afganistán no han hecho sino empeorar el escenario geopolítico de todo el Magreb y Oriente Medio. Por eso, 2016 puede ser también el año del ajuste de cuentas pendientes. Habrá que ver, no obstante, si la UE puede fijarse en aquellos errores cometidos para evitar que nuevas equivocaciones se acumulen en el bagaje del órgano decisorio de Bruselas.
Siria ha sido la guinda del pastel de despropósitos preparado en la cocina de la OTAN. Con el objetivo de derrocar a Bashar Al-Assad se ha creado un monstruo mayor, el ISIS. Para entender el puzle completo no basta con retroceder a las últimas guerras iraquíes. En un pasado más lejano encontramos el Acuerdo Sykes-Picot –con el que Francia e Inglaterra se repartían con escuadra y cartabón la tarta de Oriente Medio una vez finalizada la Primera Guerra Mundial y desarbolado el Imperio Otomano– y la sempiterna hostilidad entre Israel y los estados que lo rodean, ya tenemos el cóctel molotov más que preparado.
Siendo sinceros, pocos ejemplos vienen a la mente para agarrarse a la esperanza. Si acaso Túnez, cuna de cartagineses cuyas habilidades comerciales dejaron su impronta en el levante español. Ya fuera por la peculiar idiosincrasia del pueblo tunecino o por su escasa importancia geopolítica, sin ingentes yacimientos de petróleo, bolsas de gas o una importante población y desarrollo armamentístico que preocupara a las potencias occidentales, la nación mediterránea del norte de África se levantó hace seis años, hastiada de los abusos del dictador Ben Ali.
Con la mecha prendida por el joven Mohamed Bouazizi, convertido en mártir tras quemarse vivo tras una vida al límite por la falta de oportunidades en un país machacado por la pobreza a la que sometía a la población una opulenta clase política, el pueblo tunecino consiguió terminar con lustros de dictadura familiar, comenzando un proceso regional que se bautizó como Primavera Árabe. Al abrigo de internet y las redes sociales, fuera de los canales de comunicación tradicionales, los ciudadanos tunecinos se organizaron y consiguieron que la democracia se instaurase en su país. Por el camino hubo enfrentamientos, muertos, y tensión social, como sucede en cualquier proceso en el que el régimen de turno se siente críticamente amenazado. Sin injerencias occidentales, el pueblo logró el cambio. Habrá más muertos, más atentados terroristas y más conflictos en la moderna Cartago, pero es el propio Túnez el que deberá enfrentar estos desafíos, pidiendo ayuda si la necesita y combatiendo sus problemas de soberanía y tensión sociorreligiosa como estimen oportuno. Todo gran cambio político y legislativo implica un profundo terremoto social y cultural, cuyos cimientos cuesta años o generaciones edificar.
Es ahí donde las gafas europeas deben adaptarse a un campo de visión diferente, en el que la religión juega un papel muy importante, las tradiciones son respetadas y los roles sociales, familiares o sexuales van adaptándose muy lentamente según la percepción eurocéntrica. Los cambios, cuando lleguen, deben ser intrínsecos. Sólo estos, aquellos que van de abajo hacia arriba, son los que –al final– llegan para quedarse. Aquellos impuestos desde el exterior, como al adolescente que se le prohíbe acudir a una fiesta sin motivo alguno, acaban recibiendo rechazo y animadversión de vuelta.
¿Por qué no optar por la colaboración y el respeto frente a la imposición? Si eso ocurriera, seguro que 2016 pasaría a la Historia por una buena razón. Inscha Allah (Ojalá).