Había un bar, en una esquina, que se llamaba O’Miño 2. Su céntrica localización y su dejado aspecto físico lo convertían en un espacio emblemático. Como muchos otros bares de su especie, lucía orgulloso las fotos de los platos que elaboraban dentro, y unas altas cristaleras permitían ver desde el exterior el ambiente del bar. Era fantástico. Hace menos de un mes, de la noche a la mañana, unas furgonetas aparcaron en esa esquina, confluencia entre la Puerta del Sol y la calle Espoz y Mina. De ellas fueron bajando unos trabajadores entusiasmados con sus respectivas herramientas. En ese preciso instante –o preciso día– empezaron el lavado de cerebro: desmontaron, picaron, rompieron, ¡destrozaron! el interior de ese tesoro autóctono hasta arrebatarle el alma. Como en ese popular programa de televisión, le hicieron un ‘cambio radical’, sin necesidad de recurrir a Paulo Coelho ni a ningún otro gurú de la autoayuda. Ya les gustaría a muchos humanos que las transformaciones fueran así de veloces y sencillas. Ellos lo hicieron a fuerza de pico y pala: plis, plas, plas plis.
Ahora la esquina es un Ria Change: una de esas casas de cambio que facilitan la vida a los turistas que buscan euros para gastar en la ciudad. El cartel, el mostrador, los polos uniformados de los empleados son todos de color naranja. De hecho, es todo tan naranja –tan naranja estridente– que molesta a la vista.
Cuando giro esa esquina me invade cierta absurda melancolía y recuerdo esos tiempos pasados en los que el bar aún existía. Al mediodía solía haber algún grupo de guiris tomando café con porras. Víctimas de una evidente resaca, luchaban por mantener los ojos abiertos y atinar la porra dentro de la taza. En ocasiones vi a parejas de jubilados que comían sus pinchos de tortilla de un modo solemne, sin dirigirse la palabra. Otros días contemplé a trabajadores engullendo bocadillos kilométricos: en este caso, las fotos de sus platos eran verídicas. Aunque, realmente, muchas veces no pude ver qué pasaba dentro porque los insistentes RRPP se colocaban enfrente de la cristalera y me veía obligada a cambiarme de acera.
La calle olía a fritanga, a huevos rotos ahogados en aceite de girasol, y alguna vez, tras girar la esquina, tuve la sensación de llevar el pelo más grasiento que cuando salí de casa. Varios manifestantes con experiencia terminaban el recorrido de las marchas en O’Miño 2: tomaban una fresca Estrella Galicia y una tapita bien merecida por haber cumplido. En ese bar se gestaron revoluciones que desconocemos, seguro. Tampoco faltó nunca espacio para nuevos hocicos curiosos; a fin de cuentas, era un bar sin filtros ni prejuicios y abierto a todos los públicos.
En esos incomprensibles arrebatos de nostalgia que padezco esporádicamente, se revela mi indignación. Pienso, luego digo: estamos presenciando otra obra más del capitalismo salvaje que habita entre nosotros. Hemos perdido a uno de los nuestros. A uno más. Pienso, luego añado: espero que las franquicias de la plaza no consigan nunca lavar el cerebro a los clientes de ese antiguo bar de la esquina. Sería una lástima.
Fotografía: Marc (Flickr)