Doscientos años de historia argentina y permanentes conflictos sobre la identidad del «argentino» se reflejan en toda la literatura de un país que no ha terminado de identificarse a sí mismo. Aquí una reflexión sobre esa complejidad y su reflejo en distintas obras.
Cuando apelamos a la tipificación de nuestra identidad como pueblo tomamos como punto de partida, generalmente, el concepto «nacionalista» de perfil geográfico y unidad idiomática y de costumbres. Esto puede resultar, visto de otro modo, algo así como identificar el alma de un hombre a partir de su contextura física y la ropa que viste.
Pocas literaturas tratan de forma tan recurrente el tema de la patria y la identidad del pueblo como lo hace la literatura argentina. No hay en ella una afirmación positiva sino, mas bien, una búsqueda y un cuestionamiento permanentes, incluyendo, como en el poema de Ricardo Rojas al centenario, ficciones de buenos deseos antes que aproximaciones a verdades propias del sentido común; lo cual es propio de un país de apenas doscientos años de existencia.
Observemos, primero, que la identidad no es otra cosa que el resultado de una madurez evolutiva; y que solo comprendiendo y aceptando el proceso podemos orientarnos hacia aquello que se pretende ser o se es.
Históricamente, el primer y más conflictivo paso de lo que hoy llamamos Argentina requirió cuarenta y tres años (1810-1853). Se trató de dejar de ser «españoles defectuosos», ya que el criollo no es otra cosa que un español nacido en América (un síntoma de esto pudiera ser la larga y conflictiva polémica sobre el idioma que usamos y que afectó a toda la literatura; como así también debe haber influido tangencialmente en toda nuestra estructura de pensamiento).
De forma tal que esta ruptura traumática puede ser causante de nuestro complejo de inferioridad hacia ese padre-modelo que abandonamos. Probablemente necesitábamos de una fuerte justificación emocional para sobrellevar esta ruptura. Fue allí donde la pregunta ¿Quién soy? fue formulada en forma angustiante e imperativa, llevándonos a responder antes que con la realidad del fin de nuestra infancia, con la imagen del ideal o de la potencialidad implícita en un futuro muy lejano, o muy utópico, o muy costoso.
Esto produjo, como ocurre comprobadamente en al adolescente, el conflicto entre esa identidad ideal pretendida y la realidad en la cual debe desarrollarse. Forzándonos a interpretar el personaje asumido y estereotipado se pierde, al mismo tiempo, flexibilidad para interactuar y modificar la realidad.
El sentimiento devenido de esto podría expresarse como: la permanente insatisfacción por aquello que no se nos permite ser, porque la realidad histórica y los conflictos humanos jamás permiten la plena realización de esa identidad idealizada.
Esta insatisfacción está completamente implícita en el Martín Fierro (1873, José Hernández) donde se prefiguran todos sus ingredientes; el exilio o autoexilio (versos 2148/2168), el paraíso perdido (v. 132/288), inmigración y mestizaje (v. 318/330), injusticia y corrupción (v. 618/798).
Estos ejes de conflicto, que existen por sí mismos, convierten (literatura mediante) a la identidad ideal en identidad mítica, siendo su primera personificación el mismo Martín Fierro. Se reengendrará en distintas versiones de sí mismo: el sabio pastoril de Güiraldes (Don Segundo Sombra), el épico de Lugones (La Guerra Gaucha), su renovación (mezcla popular canallesca) en Juan Moreira (Eduardo Gutiérrez), etc.
Una notable y justa revisión de la identidad mítica, que conviene tener en cuenta, es la traslación cinematográfica (1973) que Leonardo Favio hace del Juan Moreira de Gutiérrez. [Trailer en youtube]
La evolución histórica parece ensañada con esta identidad mítica que deberá metamorfosearse en los principios siglo XX en el compadrito romántico y exaltado por la inteligencia literaria de la época y desde el mismo epicentro popular que produce el tango.
Arbitrariamente personificamos, a manera de ejemplo, a esta nueva forma en la Milonga de Jacinto Chiclana de Borges.
Aquí ya no se mencionan los ejes de conflicto que citamos del Martín Fierro ya que estos pasan a ser constantes asumidos de la historia argentina. Lo que puntualiza Jacinto Chiclana son los valores de esa identidad mítica; a la que llamamos así por reflejo de la tercera cuarteta donde el nombre (J. Chiclana) prefigura al hombre mítico: alto, cabal, capaz de no alzar la voz y de jugarse la vida (cuarta cuarteta), único, firme, inigualable en el amor y la guerra (quinta cuarteta), indiferente a la muerte (octava cuarteta), sólo comprendido por Dios (novena cuarteta).
Encerrados en este conflicto de identidad mítica y enfrentando el siglo de más violentos y veloces cambios sociales e históricos no podemos retener las particularidades complejas y polifacéticas de lo que somos en forma completa. Los intentos al respecto oponen un listado de vicios y falencias que forma parte de la permanente polarización de todas nuestras expresiones. A la identidad mítica se le opone sin piedad ese otro argentino vago, cómodo, indiferente; en el permanente juego de fracturas que va de unitarios a federales, pasando por Boca – River, Braden – Perón, galeritas – cabecitas… (Léase Muerte y transfiguración de Martín Fierro de Ezequiel Martínez Estrada) etc.
La idiosincrasia de las provincias que nos integran es absorbida u disgregada por el rostro gesticulante que muestra la Cabeza de Goliat (otra vez Martínez Estrada): Buenos Aires. Allí se pretende catalizar en un todo identidad del país.
Esto obedece, también, a un hecho tan lamentable como inevitable: la inteligencia provinciana (política, artística, literaria, etc.) sólo prueba su existencia siendo y reconociéndose en Buenos Aires y Buenos Aires es una Babel que en su debate de identidad no es Paris ni Londres y casi nunca Buenos Aires-Argentina.
Al mismo tiempo esa cabeza que domina prepotentemente el resto del cuerpo cambia sus gestos en forma tumultuosa, no pudiendo retener ni integrar a nivel intelectual o analítico nuevas tipologías sociales que le permitirían crecer y fomentar una madura identidad real. Así las personalidades que Roberto Arlt identifica vívidamente en sus Aguafuertes Porteñas pasan a formar parte de ese anhelo inconcluso, de esa posibilidad negada al disgregarse en el vértigo del siglo y de las propias polarizaciones del pensamiento argentino. Sumando a ello el propio sentimiento de perdida que trae la emigración europea.
Deducimos de esto la constante en nuestro gusto popular por cualquier forma de género costumbrista ya que en él siempre vemos reflejado aquello que fuimos y hemos perdido, siendo que, asimilándonos al pensamiento de Manrique, aquel pasado perdido siempre fue mejor. No podemos negar, ya que nosotros mismos somos argentinos, que quizás esto sea cierto.
Debemos entender a partir de esta imposibilidad de atenuar ese doloroso sentimiento de un mejor pasado perdido, que estamos, consciente o inconscientemente, abonando al conflicto de la identidad mítica.
«…La realidad era cada vez más impura y sucia y empezó a acuñar sus metáforas más negras. Roberto Arlt descubrió en 1931 que el argentino era un Simio triste, ensordecido por la noche, por una noche de comerciantes, militares, políticos e industriales, aunados en la tarea de aplastar la verdad. Dos años después, Ezequiel Martínez Estrada levanta su áureo Apocalipsis, censaba todas las sordideces… » (*).
Dentro de este marco “El hombre que está solo y espera” (Raúl Scalabrini Ortiz) es la lucha inconclusa entre identidad mítica e identidad real. Fundamentalmente, es el nudo entre la aceptación de lo que se es y ese anhelo equívocamente volcado hacia el pasado pero nunca puesto como referencia hacia el futuro, nunca capaz de ser alcanzado y para siempre perdido. De allí la tristeza argentina, el resentimiento, la espera, el ir a menos, el salvarse, el identificarse con un Dios como nosotros: argentino, que como a Jacinto Chiclana, es el único que nos puede comprender… y a la vez ese “Argentino Hasta la Muerte” de Cesar Fernández Moreno que se burla de sí mismo y en ese mirarse risueño se afirma en todos sus tics y contradicciones.
La permanente sensación de pérdida tiene que ver con una tensión ingenua entre la pretensión de una identidad perfecta y una realidad imperfecta y fluctuante:
«….un mundo mucho más negro que el que lo había engendrado y donde, por lo menos, los hombres se sentían capaces de matar a la mujer infiel o al amigo traidor porque todavía creían en el amor o la amistad, porque no habían perdido toda su inocencia…» (*).
Por último, este complejísimo conflicto que nos atormenta aun en nuestros días encuentra un análisis bastante completo en la obra de Ernesto Sábato: El escritor y sus fantasmas (1963).
El importante y malogrado, o truncado, impulso de identidad real que se personifica con el período peronista y los cambios mundiales posteriores a la segunda guerra, nos lleva a una mayor confusión, encono y resentimiento intestino; de allí en más nos alejamos de la identidad mítica conservando todos sus defectos pero sin intentar el esfuerzo de ejecutar sus virtudes. Tampoco la reemplazaremos con un nuevo mito propio y mucho menos con la conciencia de aceptar una identidad madura y real.
Desde El Escritor y sus Fantasmas (caprichoso punto final de éste recorrido), más allá de los puntos de vista o particularidades, queda pendiente un renovado análisis en el que debemos ahondar; agregando, por supuesto, los referentes y variables que se han acumulado en estos casi cincuenta años de historia oscura, sangrienta y demasiado cercana. A eso apunta esta arbitraria recorrida de textos, que en modo alguno nos dará respuesta pero que creemos indispensable para fundar un debate donde podamos entender y aceptar lo que somos y definir qué queremos ser y cómo y cuándo podremos serlo.
(*)de Paula Tabaré (1968): Tango y realidad social, en La Historia de la literatura argentina. // Bs. As. , CEAL, 1981, Cap. 121.
Bibliografía arbitraria y al azar
– Aguafuertes porteñas / Roberto Arlt.
– Milonga de Jacinto Chiclana / Jorge Luis Borges.
– El Martín Fierro / José Hernández.
– El hombre que está solo y espera / Raúl Sacalbrini Ortiz.
– El escritor y sus fantasmas / Ernesto Sábato.
– La Cabeza de Goliat / Ezequiel Martínez Estrada.
– Muerte y transfiguración de Martín Fierro / Ezequiel Martínez Estrada.
– Argentino Hasta la Muerte / Cesar Fernández Moreno.
– Juan Moreira / Eduardo Gutiérrez.