El fútbol es una escuela de vida y, entre otras cosas, te enseña a perder. La vida, de hecho, es una derrota continua que termina con una gran derrota final. Sólo aquellos que no aceptan esta realidad son los que tratan de engañar a su suerte, ya sea inventándose paraísos imaginarios en el más allá, ya sea entregándose a equipos que cuentan Copas de Europa con los dedos de las dos manos.
Cuando somos niños tratamos que la realidad encaje a las perfección con la forma de nuestros deseos. No obstante, a la que desarrollamos cierta racionalidad y conciencia del mundo, constatamos desolados que nuestras deseos van por un lado y la realidad del mundo por otro. Para un niño, que está empezando a entender de qué van las cosas, comprobar que el equipo de sus amores muerde el polvo de la derrota es muy duro. Entender que la vida va precisamente de esto, de que las cosas se tuercen siempre, es una lección de vida imborrable. El secreto radica en perder y no renegar del juego. Disfrutar con cada uno de los intentos, celebrar el juego como se celebra la vida, experimentar en toda su intensidad el raro instante en el que se saborean las mieles de la victoria y aceptar la derrota como parte del juego.
Todo este rollo viene al caso porque he venida aquí para aquel verano de 1982 cuando, a mis siete años y medio, me preparaba para disfrutar intensamente el Mundial que organizaba España. Aquel año habíamos gozado, los sábados por la tarde, de los dibujos animados de Naranjito y su amigo Citronio. A los niños, Naranjito nos encantaba: tenía un color chillón y era vagamente antropomorfo, requisitos suficientes para que lo quisiéramos. Intenté no perderme ni uno sólo de esos partidos. Había terminado otra liga terrible: el Barça, aquel equipo perdedor de principios de los ochenta que ganaba una liga cada década y media, la había vuelto a cagar. Tras liderar toda la segunda vuelta con solvencia, en el tramo final del campeonato encadenó una serie de derrotas incomprensibles–-la más dolorosa de ellas contra el Español de Maguregui en el Camp Nou, yo estuve en el campo– y finalizó el torneo segundo, detrás de una Real Sociedad que repetía la proeza de la temporada anterior.
Pero el Mundial ofrecía la oportunidad de resarcirme porque había tomado partido por un equipo maravilloso que jugaba como los ángeles. Efectivamente: el legendario Brasil de Zico, Sócrates, Cerezo y Falcão, unos tipos que eran unos románticos del balón, gente que se divertía como niños con el balón en los pies, fantasía, belleza, plasticidad. Joder… debo confesar que casi no me acuerdo de cómo jugaban –hay que echar mano de vídeos en Youtube-– pero esos tipos lo tenían todo. Me fascinaba especialmente el larguirucho Sócrates, un tipo con nombre de filósofo griego y que era doctor en medicina y, posteriormente, me enteré que también un reconocido militante izquierdista, cosa que en vida le provocó bastantes problemas.
Si la generación de mis padres es capaz de decirte en qué lugar estaban cuando se enteraron de la muerte de Franco, muchos también podemos decir dónde estábamos el 5 de julio de 1982, cuando vimos por televisión aquel infausto Italia-Brasil que se disputó en el Estadio de Sarrià. En mi caso fue en casa de mis tíos, en la calle Rogent de Barcelona. Recuerdo que no vi el partido en la televisión grande del comedor –que era en colores– sino en una tele pequeña, en blanco y negro y de cuernos. Vi el partido solo. Creo que en casa todo el mundo dormía la siesta y agarré la tele pequeña, orienté la antena hasta que vi la señal sin interferencias, y asistí a esos 90 minutos en absoluta soledad.
A Brasil le bastaba un empate aunque, evidentemente, no salió reservón ni a aguardar al rival. Entre otras cosas porque era un equipo con una defensa lamentable y sólo sabía jugar al ataque. Fue un encuentro bellísimo, con un fútbol rápido, eléctrico, brillante. Brasil, que había pasado por encima de Argentina, desarrolló su juego habitual pero… el resto es historia. Tres gazapos defensivos y tres zarpazos de Paolo Rossi tumbaron a la canarinha con un 2-3 que sigue doliendo. El equipo con más talento desde el Brasil de 1970 caía ante una rocosa y espabilada Italia. Por dos veces empató Brasil –y recuerdo que celebré el empate a 2 de Falcão con salto euforia, con una alegría desbordada y genuina– pero por tres veces se adelantó Italia. Fue muy duro digerir eso. Muy duro.
Digerir una derrota es complicado, máxime cuando consideras que ha sido injusta, inmerecida. Después de ver de nuevo el partido entero por Youtube –y lo hice con la misma intensidad que lo vi por primera vez, como si me negara a aceptar que se repetiría el 2-3, como si pudiera existir la posibilidad de reescribir el partido– uno acepta que Italia jugó bien sus cartas y que Brasil, con una portería y una defensa tan endeble, con un talón de Aquiles tan evidente, incapaz de defender un córner en condiciones, no merecía ganar un campeonato del mundo. Pero en 1982 fue un drama, al menos para mí. El tiempo, no obstante, pone a cada uno en su sitio y te permite distinguir entre la Victoria y la Gloria. La victoria sonrió a aquel Brasil del repugnante Mundial de Corea-Japón de 2002, con innumerables atracos arbitrales –el de las semifinales frente a Turquía fue particularmente detestable, al margen de los que sufrieron Italia y España con Corea– y su juego mezquino, ramplón, miserable y ventajista. Nadie se acuerda de esa basura de selección ni de un torneo que se consiguió con suciedad y en los despachos. En cambio, todo el mundo recuerda al Brasil del 82. La Gloria, amigos, es exactamente esto.
Una vez eliminada Brasil, mis simpatías se decantaron hacia la Francia de Platini, Giresse, Tigana y Battiston, a los que se le uniría años después un polivalente jugador nacido en Tarifa e inmigrado a francia, Luis Fernández. Otro equipo alegre, ofensivo, que trataba bien el balón y que era el reflejo de una sociedad mestiza y multicultural. En este caso fue peor que con Brasil. Aquella semifinal con la RFA fue demasiado dolorosa. Fue un partido espectacular y, en la prórroga, Francia llegó a adelantarse por 3 a 1. Alemania empató y sucedió uno de esos momentos tan crueles e injustos que caracterizan el fútbol. Battiston se escapaba solo hacia el marco alemán y el meta Schumacher le arreó un bestial golpe de cadera en toda la cara al francés. Expulsión clarísima. Sin embargo el árbitro… ¡ni siquiera señaló falta! Y lo peor de todo es que Battiston tuvo que ser retirado inconsciente dejando a su equipo con uno menos.
Mi desolación alcanzó cotas siderales cuando, al llegar a la tanda de penaltis, el odiado Schumacher detuvo el lanzamiento decisivo, dándole la victoria a Alemania y convirtiéndose en el héroe del encuentro. Aquello era de una crueldad intolerable. Allí terminó mi Mundial. ¿Final entre Italia y la RFA? Me la sudaba
Aquel fue el verano de Italia. El presidente italiano Sandro Pertini se convirtió en el protagonista de la final con sus entusiastas celebraciones en el palco. La televisión le presentó como un entrañable y simpático viejecito italiano algo gagá. Luego, muchos años más tarde, me enteré que Pertini había sido partisano y que, con las armas en la mano, había formado parte del comando que en 1945 capturó y ejecutó a Benito Mussolini: colgado cabeza abajo en una gasolinera, el final perfecto para un tirano.
Aquel fue además el verano del italo-disco. En un ambiente sofocante, un calor de asfixia, de siestas eternas, ventiladores de aspas, crujido de chicharras, playas atestadas con olor a protector solar, avionetas con banderolas de publicidad que arrojaban pelotas hinchables de Nivea y transistores que a todas horas vomitaban la canción del verano. Y la música de aquel verano era el italo-disco, el spaghetti-mix, el Che’ idea de Pino d’Angio, La dolce vita y toda esa música que sonaba en pistas de baile, chiringuitos de playa, fiestas patronales y discotecas pijas de costa. A mis siete años y medio de edad, percibía que me rodeaba un universo misterioso, hedonista, gozoso y lleno de vicio –aunque yo no sabía exactamente qué era eso–. Un universo atractivo al que todavía no me podía unir. Eso no sería hasta un par de mundiales más tarde.