Es aberrante la desaparición forzada, escandalosa la incompetencia estatal y natural el escepticismo internacional sobre la modernidad de México. El Senado mexicano tiene, en la selección del nuevo presidente de la Comisión Nacional de Derechos Humanos, una posibilidad extraordinaria para empezar a recoger el tiradero.
Margarita Santizo emuló con éxito al Cid Campeador quien, de acuerdo a la leyenda, ganó batallas después de muerto. La señora Santizo buscaba desde 2009 a su hijo, Esteban Morales Santizo, un policía federal desaparecido en Michoacán. Antes de morir pidió ser velada frente a la Secretaría de Gobernación en Bucareli; quería despedirse increpando a un gobierno federal que se desentendió del caso. El mismo esceptisismo y rechazo hacia las instituciones oficiales se advierte entre los familiares de los 43 estudiantes desaparecidos en Iguala; no le tienen confianza al gobierno y exigen que los análisis de los restos sean hechos por el grupo de forenses argentinos.
En su libro, Estados de negación, Stanley Cohen describió en detalle cómo evaden los gobernantes su responsabilidad en las violaciones a los derechos humanos. Para Cohen hay tres grandes formas de negación: la literal (nada pasó), la interpretativa (lo que sucedió es diferente a lo que se dice), y la justificatoria (lo acontecido era necesario o inevitable). Se trata de una práctica humanamente universal porque a nadie le gustan las malas noticias y tampoco es común que un poderoso acepte con humildad errores u omisiones. En México la negación del horror ha alcanzado niveles tan grotescos que sólo provoca desprecio.
Felipe Calderón ocultó durante años las listas de desaparecidos que iba recopilando su Procuraduría General de la República; en la víspera de su partida nos enteramos, por una filtración a la prensa, que el conteo superaba los 26 mil. El gobierno de Enrique Peña Nieto también ha hecho lo posible por minimizar de múltiples formas la tragedia humanitaria. La atención a las víctimas se ha reducido a discursos periódicos que nada tienen que ver con el día a día.
La atrocidad mayor está en la conducta de la Comisión Nacional de los Derechos Humanos que encabeza Raúl Plascencia. Es más conocida por sus omisiones que por sus intervenciones. Cuando los Zetas masacraron a 72 migrantes se tardó más de tres años en sacar una recomendación y estuvo mal hecha; tampoco se pronunció como debía en la desaparición de 300 personas en Allende, Coahuila en 2011; mientras el gobierno reconocía que lo de Tlatlaya fue una ejecución, él la calificaba de enfrentamiento y se ha hecho el desentendido ante la desaparición de los 43 estudiantes en Iguala.
Restulta inconcebible que el ombudsman nacional haya dado una sola entrevista sobre el caso de los normalistas de Ayotzinapa (6 de octubre, en el programa En los tiempos de la radio, de Óscar Mario Beteta en Radio Fórmula). Es inaceptable que no explique de dónde salieron los 20 millones de pesos que costó su casa (nota de Ernesto Nuñez en Reforma) y que, en lugar de ser estandarte de transparencia, se niega a difundir sus declaraciones patrimoniales. Un ombudsman indolente y ausente no le sirve ni a las víctimas ni al Estado.
En los próximos días los senadores tendrán la oportunidad de demostrar que tienen clara la gravedad de la situación. Al Estado y a la sociedad les urge una Comisión Nacional de Derechos Humanos respetada y creíble. El dilema para el Senado es clarísimo: repetir la negociación cupular que incluye el pago de favores pasados o futuros o hacer una selección rigurosa y transparente que tome en cuenta historial, conocimientos, compromiso y programas. Buena parte del país seguirá con atención este proceso que mostrará el compromiso del Estado con las víctimas.
Vivimos momentos en extremo difíciles. Hay desconcierto, desesperanza y enojo. Reaparece la tentación de la vía armada y la actitud de las víctimas se endurece. El Movimiento por la Paz con Justicia y Dignidad anunció, por medio de uno de sus voceros, Javier Sicilia, que en la “medida de nuestras posibilidades, velaremos a cada uno de nuestros siguientes muertos en la puerta de la Secretaría de Gobernación”; también hicieron un llamado a los “habitantes del país para que repliquen esto en sus localidades con sus víctimas”. ¿Se convertirán los recintos oficiales en capillas de velación?
En tiempos bélicos, la negación de la barbarie es una aberración ética y una tontería política. ¿Lo entenderá una mayoría de los senadores? En unos cuantos días sabremos de qué están hechos.
Fotografía: Gabriela Saavedra
Sergio Aguayo Quezada (La Rivera, Jalisco; 10 de septiembre de 1947) es un académico, columnista, politólogo y promotor mexicano de los derechos humanos y la democracia. Es profesor-investigador del Centro de Estudios Internacionales de El Colegio de México desde 1977 y miembro del Sistema Nacional de Investigadores de México desde 1984.
Más información del autor en www.sergioaguayo.org