La barra del bar era tan larga como algunas sonrisas del lugar, la noche aún corta, y restos de licores salpicaban los rincones más profundos de los vasos. La brisa de la costa entraba serpenteando entre el porche y el puesto de los puros, trayendo consigo humedad y olor a sal. Y la luna no se veía, pero se percibía más grande que otras veces.
–Sírvanos un último cóctel, que nos ayude a dormir –le dijeron al camarero.
Y veinte minutos después, les arrastraba yo por los pasillos del hotel. Uno iba pensando en voz alta que le habían drogado, y el otro, que se iba a morir por haber mezclado todo lo bebido con un ibuprofeno; los dos con una borrachera del carajo.
Cuando creía que iba a morir, el amigo de mi hermano pequeño se tumbó en la cama un poco patas arriba y con la cara traspuesta, y me dijo: «Dile a mi madre que la quiero. A mi padre no hace falta, él ya lo sabe. Pero ella no creo que lo sepa. A mi hermano mayor dile que es genial; y a la pequeña que siga jugando al fútbol, que tiene un don». Resultó que la hermana a lo que jugaba era al baloncesto, y que el mayor no era chico sino chica; y les dejé a los dos chavales ahí, mal abrazados, y me fui al salón a tumbarme en el sofá-cama, con la terraza abierta de par en par y la luz de la mañana entrando con fuerza. Cogí el libro que andaba leyendo y me lo tiré por encima mientras me iba quedando dormido. Era Los detectives salvajes, de Roberto Bolaño.
A mediodía, yendo a comer con las dos familias, apareció mi otro hermano de detrás de unos arbustos, que había dormido fuera con una chica argentina y traía incluso acento. Comimos copiosamente y me eché en una de las hamacas a la orilla del mar, de ese mar medio Caribe medio Atlántico que mecía sus olas hacia la arena tostada de la República Dominicana.
Vi a un hombre con un corazón rojo tatuado en el brazo, entre el codo y la muñeca. Supuse, tatuado para recordar que su cuerpo latía. Y vi pasar a unas jóvenes corriendo que me hicieron despistar. Cogí el libro que reposaba en mi barriga (la cual llevaba tiempo jugando con mala gana a esconder mis abdominales, la hija de puta) y lo abrí por la página 240, donde parecía describirse a ratos, solo a ratos, a sí mismo: «Una historia de poetas perdidos y de revistas perdidas (…), una región imaginaria o real, pero desleída por el sol y en un tiempo pasado».
Para mí, porque hay tantos perfiles hechos de Bolaño que casi mejor hablaré de mí (y porque me siento un intruso hablando de él, si apenas he leído nada suyo y solo Los detectives salvajes), esa novela tiene una de las mejores primeras partes que uno se pueda cruzar. Ese mundo de poetas, del escaparse de casa, de las chicas y los primeros encuentros sexuales, de las cafeterías… Mezclado todo a ritmo de juventud.
Bolaño fue un escritor que se agarró a lo que pudo, y así encontró hasta en la idea del suicidio un equilibrio. Con una vida a veces decente a veces paupérrima, y a veces de vivencias y a veces de sobrevivir. De viajes o sedentismo. De leer o escribir. De poesía o prosa. De salud o enfermedad. De trabajar de camarero, lavaplatos, vigilante nocturno en un camping, de botones, entre otras cosas, y de encontrar en su tiempo libre el hueco para escribir sus novelas. Chileno que pasó la juventud en México, donde fue uno de los poetas fundadores del infrarrealismo. Viajó por Europa y vivió en Francia para terminar encontrando una cierta estabilidad en Barcelona. De hecho, conoció una de las mejores barcelonas, que terminó conquistándole. Y con la ciudad, una tal Carolina.
En 1992, ese hígado que «le debemos a Bolaño» empezó a flaquear, para, en poco más de una década, terminar llevándose entera su vida.
«Una de las pruebas, tal vez la más sencilla, me impresionó mucho –decía Bolaño–, consistía en mantener durante unos segundos las manos extendidas de forma vertical, vale decir con los dedos hacia arriba, enseñándole a ella (la enfermera) las palmas y contemplando yo el dorso. Le pregunté qué demonios significaba ese test. Su respuesta fue que, en un punto más avanzado de mi enfermedad, sería incapaz de mantener los dedos en esa posición. Éstos, inevitablemente, se doblarían hacia ella. Creo que dije: ‘Vaya por Dios’. Tal vez me reí. Lo cierto es que a partir de entonces ese test me lo hago cada día, esté donde esté. Pongo las manos delante de mis ojos, con el dorso hacia mí, y observo durante unos segundos mis nudillos, mis uñas, las arrugas que se forman sobre cada falange. El día que los dedos no puedan mantenerse firmes no sé muy bien qué haré, aunque sí sé qué no haré. Mallarmé escribió que un golpe de dados jamás abolirá el azar. Sin embargo, es necesario tirar los dados cada día, así como es necesario realizar el test de los dedos enhiestos cada día».
El libro que yo leía aquel verano, Los detectives salvajes, es de esos libros que invitan a vivir, y parece poco pero es mucho. Y además es una gran novela, de la que Enrique Vila-Matas dijo: «Los detectives salvajes sería una grieta que abre brechas por las que habrán de circular nuevas corrientes literarias del próximo milenio». A mí, me la dio un día mi padre diciendo: «Es una de mis novelas favoritas, cuídala bien». Y la leí con cuidado, y años después, cuando decidí volver a leerla, casi la descuartizo, con el cariño que eso conlleva: la subí a un avión hasta Miami y la arrastré por las grandes avenidas, por la piscina del hotel, por la recepción y por la arena de la playa, para volver a subirla a otro avión y llevarla a la República Dominicana, a ese pequeño y casi aldeano aeropuerto de Punta Cana. La subí a un autobús destartalado y la arrastré hasta la habitación de otro hotel, donde la dejé y perdí en numerosas ocasiones en la semana siguiente; la paseé bajo la lluvia y derramé alcohol escurrido de mi barbilla sobre alguna página, y también algo de comida, y la volví a perder por todas partes. La olvidé en hamacas y la encontré en otras, y de ella leí algún fragmento a alguna chica. Y ahora está en la mesilla de noche de mi cuarto en Madrid, en perfecto estado (no tanto, ni parecido, pero por si acaso leyera esto mi padre).
Este es uno de esos libros que uno recuerda por la escena vital en que le acompañó. En brazos de la mujer madura, que también recuerdo bien, fue mi pareja de baile en mi primer viaje a Nueva York. Por poner un ejemplo, y no más (porque se nos haría tarde, casi de noche, y tendríamos entonces que tomarnos dos gintonics y subirte yo la falda y echarnos a rodar por las escaleras de cualquier portal antes que amaneciera. Y lo lamento, pero he de comportarme, señorita; tal vez otro día podamos, que me ha pillado escribiendo: quizás cuando esté haciendo cosas realmente importantes).
Decía, que a mí me gustan los libros en los que se habla de sexo (también a veces en los que no), y sobre todo en los que se habla de sexo sin pamplinas. Como cuando el poeta real visceralista García Madero, a sus diecisiete años, se cruza en mitad de la noche con María: «Me bajó la cremallera de los pantalones y buscó mi verga». Y te meces en esa exploración que sigue de los cuerpos hasta que ella le dice que no se «venga» dentro, y él responde: «Lo intentaré». Y si algo sabe hacer bien Bolaño es eso, narrar el sexo quizás como nadie, como lo haría cualquiera, sí, pero como nadie. Y a mí siempre me agrada descubrir que alguien habla de sexo como lo hacía él en su estupenda conferencia de literatura + enfermedad = enfermedad. Y que lo mezcle y agite con los libros de tan buenas formas, puñetas.
Y mientras leía a Bolaño en Punta Cana, salía a pasearme cada noche vestido de vaqueros y camisa o camiseta y me remangaba contra la resaca del día anterior para conquistar a alguna moza, ayudado de licores, con el fin último de tener sexo en la playa. No sin perder antes, muy rigurosamente, algunos dólares en el casino del hotel. Porque “hay momentos para recitar poesías y hay momentos para boxear”.
Una chica americana con la que había ligado uno de mis hermanos le dio plantón, y entonces me la ligué yo, y también me dio plantón. Morreé a una negra de dos metros y rapada casi al cero (la cabeza) que terminó pasando de mí. Y acabé, otra noche, con una guatemalteca en el jacuzzi (o bañera) de la habitación, un poco pendiente a los largos minutos que pasaban, que se me escurrían a modo de sudor por la frente, para no caer redondo sin siquiera tensión por culpa del calor mezclado de ron con cocacola, e hice que nos precipitáramos enseguida a la cama, albornoz y nada puesto, que ya la playa me daba igual. Me habría valido cualquier lugar, porque soy un romántico. Y cuando cerca estábamos de agitarnos bajo las sábanas o sobre ellas, los cuerpos ya casi rendidos al placer de encontrarse una vez y saber que no más, tan distintos y distantes, con mi trasero ya al descubierto y encaramado de lado en una posición un poco extraña (porque carecer de flexibilidad hace buscarse la vida de otras formas sorprendentes), se abrió la puerta de la habitación de par en par y aparecieron muy contentos mi hermano pequeño y su amigo, que dormían en la cama donde yo intentaba coronarme, y se quedaron mirándonos con esa risa nerviosa y tan curiosa de las borracheras adolescentes.
Les mandé al salón casi de un latigazo con la cuerda de la bata, como si fuera Indiana Jones, y me dispuse a seguir a lo mío, casi colocándome el sombrero. Ella, sin embargo, recogía ya sus ropas para marcharse, sin que hubiéramos entrado en faena siquiera. Claro, que le había contado al conocernos algunas mentirijillas. Que estaba allí yo solo en un viaje de negocios, por ejemplo, fue una de las más discretas.
Se marchaba dando un portazo cuando saqué un poco la cabeza del colchón y grité «¡te quiero!», por si acaso. Y me fui a la terraza, a beberme una cerveza y leer un rato Los detectives salvajes (que se había humedecido y casi derretido entera por el vapor del baño), antes de quedarme dormido.
–Pues no entiendo cómo no te la follaste… –me dijeron al día siguiente los dos chavales, de nuevo muy contentos. Que entonces yo, según creo recordar, me quité la cuerda que anudaba mi albornoz y les perseguí corriendo escaleras abajo para atizarles, esta vez sí, como si de un látigo se tratara.