Foto principal: Lorena P. Durany
Periodista. Escritor. Creador y productor de obras teatrales. A sus 52 años, Júlio Ludemir tiene mil facetas para reflexionar sobre el Brasil que mejor conoce: el que duerme en una favela. Todo en su vida como escritor –ya ha publicado más de seis libros– gira en torno a la periferia. Incluso ha impulsado un festival literario (el FLUPP) que se desarrolla en favelas que han sido pacificadas. Defensor del mestizaje y de los valores negros de la identidad brasileña, Ludemir cree que la élite que “siempre ha querido blanquear Brasil tiene sus días contados”. El poder se desplaza “irremediablemente” de los barrios ricos a la periferia, que al entrar en el mercado de consumo “ya no queda aislada y explota en muchos campos, como por ejemplo el cultural”. Eso lo refleja bien él en su último espectáculo, donde a ritmo de funky, rock o hip-hop un grupo de jóvenes intérpretes ponen baile a unas canciones que retratan cómo fue y cómo es la vida en la favela. Sin tabúes. Es una forma de gritar que el arte brasileño es mestizo. Un paso adelante para salir de la marginalidad sin despreciar los valores de esos barrios humildes y marcados por la droga que tan bien conoce Júlio Ludemir.
“Mi historia con las favelas de Río de Janeiro empieza de la peor manera posible: desde el punto de vista del drogadicto. Fui un gran fumador de marihuana y un gran consumidor de cocaína en mi juventud. Eso me puso en contacto con la favela en los años 80. Estoy limpio desde el 91, cuando nació mi segunda hija. A mi primer hijo no lo crié y me juré que eso no iba a volver a pasar. A finales de la década de los 90 hago el viaje contrario y vuelvo a la favela para estudiarla y reencontrarme con el periodismo porque ya estaba harto de ganarme la vida traduciendo manuales de informática. Fue duro; me encontré con viejos amigos que seguían en la droga y que me veían como un sospechoso”.
–Negra Tinta. ¿Qué diferencias había entre la favela de los 80 y la favela del 2000?
–Júlio Ludemir. En los 80, un morro lleno de favelas era la miseria absoluta. Recuerdo ir a comprar cocaína a la comunidad de Santa Marta y ver a los jóvenes consumiendo la droga encima de la acera. En la del 2000 se había creado una clase media y había más riqueza de lo que la gente que nunca ha subido se imagina.
–NT. ¿Cuándo empieza la venta de droga en las favelas?
–JL. Desde siempre. Donde vivía el negro había marihuana. La cocaína ya se había hecho fuerte a finales de los 70, la época en la que llego a Río, pero se podía comprar en las favelas desde los 60. En aquel Río que conocí en mi juventud todo se movía en torno a Meio Quilo, un traficante de la favela de Jacarezinho [al norte de Río] al que suministraban la cocaína directamente desde Bolivia. Bien, ¿cómo se extendió al resto de la ciudad? Gracias a que Meio Quilo entró en prisión y contactó allí dentro con bandidos de otros barrios.
–NT. ¿Cómo se crea esa guerra entre bandas de narcos que llegaba a Europa por televisión?
–JL. En Brasil el crimen se estructura en la cárcel. Durante los 80, el orden en la cárcel lo imponía un gran clan llamado Comando Vermelho. No hubo problemas hasta que de ese gran grupo se escindió un comando conocido como la turma [cuadrilla] de los Jacaré, jóvenes que rompieron la regla sagrada de los bandidos cuando están en prisión: empezaron a extorsionar y robar a sus semejantes. El impacto de romper las normas fue tan grande que desde entonces jacarizar significa “robar al ladrón”. Se generó una guerra dentro de las cárceles brasileñas que luego se trasladó fuera cuando los jefes de las bandas salieron de prisión. Y es que en Brasil hay una lógica: el bandido que entra en la trena, sale tarde o temprano de la trena.
Como si de un saviano se tratase, Júlio Ludemir empieza a explicar la gomorra que conoció en las favelas cariocas de hace 30 años. El funcionamiento de esos barrios humildes es prácticamente calcado al que describe el periodista italiano en su obra más famosa cuando habla de los quartiere del extrarradio de Nápoles que dominan los clanes mafiosos de la Camorra. En el Napoli brasileiro, era imposible escapar del crimen porque es el crimen “lo que asegura el orden”. La legalidad se basa entonces en la fe inquebrantable hacia las actividades ilegales. ¿Quién garantiza que tu hija no será violada mientras estés en el trabajo? Los bandidos de tu favela. ¿Quién garantiza que no te robarán el jornal cuando vuelvas a casa? También los bandidos, que procurando el bienestar de sus convecinos hasta vigilaban que la ropa no desapareciera “mientras se secaba al sol”. “Los narcotraficantes llegaban a ocuparse de controlar el urbanismo. Sí, allí dentro, donde todo parece caos, hay urbanismo. Solo te permiten construir tu casa hasta cierta altura para que no le tapes la vista al que vive justo encima de ti”.
Esas eran las normas que se acataban con convicción. Un uniforme de policía producía rechazo hasta en las familias que no estaban relacionadas directamente con la venta de droga. Para un favelista ‘limpio’, la policía era sinónimo de corrupción, represión arbitraria y doble moral. El periodista y escritor brasileño remata el asunto: “¡Tío, acercarse a un policía era arriesgarte a que te robaran! Policía en la favela quiere decir ‘ser no confiable’. Te quitaban la droga y la revendían en el asfalto o te confiscaban la pistola para vendérsela a una banda rival. Ellos no trajeron la paz a unas favelas que pasaron en pocos años de 200.000 a 2 millones de habitantes. Quien garantizaba mi seguridad era el bandido”.
A Ludemir le apasiona dialogar sobre las leyes internas de los criminales. Ha escrito mucho sobre este asunto. Por ejemplo, destaca que para los seguidores de la doctrina del Comando Vermelho, “los problemas de la calle se resuelven en la calle”. Es decir, dentro de los penales brasileños no hay ajustes de cuentas. Para fortalecer esa ética interna, los grandes jefes llegaron a adaptar el lema de “paz, justicia y libertad” a su particular visión de la vida. “’Paz’ quiere decir tranquilidad. Cuanto más tranquilo sea tu comportamiento, menos problemas tendrás con la policía carcelaria. ‘Justicia’ advierte sobre lo que le pasará al que rompa los códigos. El término ‘libertad’ tiene un uso más irónico: para fugarse, vale todo. Los criminales brasileños suelen decir que un bandido no entra en la cárcel por su propio pie”.
La fascinación por la favela y el Brasil negro le viene a Júlio Ludemir de su infancia en Olinda, una ciudad-dormitorio del estado de Pernambuco. El nordeste es una de las regiones más pobres y tiene el mayor porcentaje de residentes de raza negra de todo el país. Ludemir, hijo de un judío acomodado que llegó a dirigir la edición pernambucana del Jornal do Brasil, ejemplificó durante su infancia “la lógica del comportamiento” de sus paisanos. “Las relaciones eran próximas y las clases sociales no eran estancas. La gente se mezclaba. Olinda tiene un centro histórico muy bonito que está rodeado de favelas. Nosotros vivíamos en ese centro, pero yo pasé mi infancia en la calle, jugando al fútbol con los chicos de las favelas. Esa fue mi educación. No éramos precisamente Sudáfrica, aunque Brasil tenga un racismo incluso peor que el apartheid”. Según el periodista, a ese tipo de segregación racial se la podría llamar “racismo informal” y está más que presente en las grandes urbes del centro y el sur.
–JL. Yo vivo en una favela de Río de Janeiro, en el morro de Babilonia. Cuando vengas verás que la mayoría de la población es negra. En Ipanema ya habrás visto que todos son blancos. El hijo de un amigo mío vivía en Ipanema y se marchó a París a cursar un doctorado. Cuando hablaba con su padre por teléfono le preguntó: “¿Sabes por qué es diferente París, pai?” El tipo pensaba que el chaval le iba a hablar de la cultura, el Louvre o la Torre Eiffel, pero su hijo le contestó que lo diferente de París era que “allí había muchos negros” Hace poco estuve en Londres y pasaba lo mismo.
¿Dónde se meten los habitantes negros o mestizos de Río, si representan conjuntamente casi la mitad de los más de 6 millones de habitantes que tiene la segunda ciudad de Brasil? Para Ludemir, la respuesta la dio Sartre. En un viaje a la ciudad carioca, el filósofo francés, harto de caminar por los barrios ricos, llenos de descendientes de portugueses, alemanes o italianos, se paró en seco y preguntó a sus acompañantes locales: “Pero bueno, ¿dónde están los negros de la ciudad? ¿Qué historia es esa de que Brasil es un país mestizo?” Medio siglo después de los paseos de Sartre por Río, una impresión parecida a la del referente intelectual del Mayo del 68 se pueden haber llevado los hinchas extranjeros que hayan visto alguno de los partidos del Mundial en directo. En las gradas de los estadios, el 95% de los espectadores locales eran blancos.
–JL. Todo lo que cueste más de 100 reales [33 euros] está reservado prácticamente a ese público. Nosotros no ganamos nada con el espectáculo musical que estamos representando en Río. Renunciamos precisamente para traer a las funciones a la gente que nunca pudo pisar un teatro. La gente negra de periferia no tiene el hábito de gastarse ni siquiera 5 ó 10 reales, una cosa insignificante, en cultura.
–NT. Si la favela ha empezado a despertar económicamente, ¿por qué los negros no tienen acceso ni siquiera a las actividades culturales de bajo coste?
–JL. Por falta de educación. Aquí se educa en el racismo de una manera muy sutil. Algo fundamental en un país tan mezclado como este es el tipo de pelo que uno tenga. De pequeño yo era rubio y parecía blanquito, pero tenía unos rizos en la zona de la nuca que denunciaban que no era totalmente blanco. La cuestión autoidentitaria es dramática en este país. Las mujeres negras quizás hayan sido las mayores perpetuadoras del racismo en la historia brasileña.
–NT. ¿Por qué?
–JL. Las madres negras prácticamente obligaban a sus hijos a casarse con blancos. El ideal de Brasil ha sido la eugenesia, convertirse en un país blanco.
–NT. Si los negros quieren convertirse en blancos en un futuro es imposible que se active un black power similar a los Estados Unidos.
–JL. Está cambiando esa mentalidad. Es muy complejo hablar sobre ello, por eso antes hay que recordar que una de las grandes políticas públicas de Brasil fue la de blanquear a la población. Ahí está ese personaje del mulato que se va haciendo cada vez más blanco. Pese al gospel o las iglesias baptistas, si tú vas a Estados Unidos no ves que la influencia africana se haya generalizado tanto y con la misma fuerza que en Brasil. Se ve en la música, en la samba, en los ritos, en los vestidos, en la gastronomía… Hasta en nuestra relación con Dios. Incluso nuestro acento y nuestra forma de caminar son africanas. La raíz negra impregna toda nuestra vida. Todo eso saltó de los esclavos al resto del país, sobre todo de Sâo Paulo hacia el norte. ¿Entonces por qué quiere convertirse en blanco? La respuesta es simple: se ha tomado al sur como modelo.
En Brasil el sur es diferente. Los tres estados que forman la región meridional del gigante sudamericano suman 27 millones de habitantes. El 80% son blancos en la zona más rica del país. Es el otro Brasil, el Brasil alfabetizado y desarrollado industrialmente, europeo hasta en el clima, cálido sin excesos en verano y templado tirando a frío en los inviernos. Uno se encuentra con apellidos italianos, españoles, polacos, ucranianos, libaneses o japoneses, pero el patronímico predominante es el alemán, que llena de rubios ciudades como Florianópolis o Porto Alegre. En Brasil, Alemania también es sinónimo de prosperidad.
–NT. ¿Hasta qué punto Curitiba, la capital del sur, es distinta a Recife, la capital del nordeste?
–JL. Hablamos de otra cultura, en principio, pero hasta ellos se han acabado contaminando en el buen sentido por el negro. Porque ya no son alemanes, italianos o japoneses. Se consideran brasileños y, al ser brasileños, se empapan del carácter del resto del país.
El carácter de un pueblo que camina, come, baila y piensa como un negro. Y que empieza a valorarlo, por encima del color de la piel. Irremediablemente, ese cambio de mentalidad tiene que ver con el engranaje que mueve al mundo: el poder económico.
Rocinha, año 2000. Ludemir vuelve a la favela, pero esta vez no busca cocaína para esnifar. Va a la caza de historias que escribir. Regresar a la comunidad chabolista más grande de Río de Janeiro es su forma de resucitar como periodista y su primer contacto con el “mundo no asfaltado” tiene miga. Ese universo mísero ha prosperado gracias al dinero que ha ido dejando el narcotráfico. “Las drogas habían creado una realidad económica propia, diferente a la de los barrios ricos”. Muchos habitantes de Rocinha tenían móviles, electrodomésticos o motocicletas, comprados con la ayuda de los créditos de bajo interés que los bancos empezaron a conceder en Brasil hace 15 años para activar un consumo a gran escala. Sin embargo, a este mercado al alza se le presentó un enemigo inesperado: la pacificación policial. En la Operación Río (años 90) se ocuparon las grandes favelas dominadas por el tráfico de drogas.
“Marcos Alvito, un escritor y profesor de Historia, amigo mío, lo define muy bien en uno de sus trabajos”, explica Júlio. “Subir a la favela de Acarí suponía esto. Voy a comprar droga. Paro, me bebo una cerveza. Paro, me como un churrasquinho. Es decir, se crea todo un comercio alrededor de la boca de fumo [el nombre que se le da en Brasil a las casas donde se venden estupefacientes]. Después de la pacificación, 300 negocios cerraron. El vecindario ya no era pujante para mantener aquel mercado”.
La primera pacificación que se recuerda en Río de Janeiro no fue producto del deseo de un político. Un batallón policial decidió entrar en el morro de Santa Marta por iniciativa propia. La policía traspasaba por primera vez la frontera prohibida y le declaraba la guerra al narco. Rápidamente, esta acción en el barrio de Botafogo se ganó el favor de la clase política y los medios, que pasaron por alto los métodos violentos y la corrupción de las milicias de la BOPE (Batallón de Operaciones Policiales Especiales). Que se pueda pasear tranquilamente por las empinadas calles de Santa Marta se presenta como un gran éxito social. Hay quien ha sacado tajada de la nueva vida de esta favela, donde proliferan las excursiones guiadas y ya han aparecido hostales. Ludemir, en cambio, pide un poco de autocrítica: “La pacificación es la gran cuestión de Río de Janeiro. Analizar cómo está siendo pacificada es otra cuestión bien diferente. El problema es que mostrarte partidario de la pacificación, sin valorar los métodos, automáticamente te convierte en una persona honrada y de derecho para un público concreto”.
“La violencia se sustenta en la corrupción y viceversa –continúa el escritor–, ambas vienen del mismo tronco: la arbitrariedad, creada en un pacto entre policías que se da desde el mismo proceso de formación. Los novatos son basura a ojos de los que llevan dos o tres años en la academia de oficiales. Si se quieren mear en tu cama, se mean. Domina el macho: primero sufres para después hacer sufrir. Así se crean unos vínculos de complicidad entre los oficiales para que nunca nadie se atreva a delatar a un compañero corrupto. Nadie entrega a nadie haga lo que haga”.
Esa ley del silencio alimenta una violencia que, en vez de ser censurada desde la sociedad, se ha visto “idolatrada”. “Existe una ‘bopelatría’, más aún después de películas como Tropa de élite. Un tipo concreto de brasileño tiene la fantasía de que la BOPE va a resolver todos los problemas del país porque piensan que aquí se soluciona todo a porrazos. Se cree en la lógica de la violencia. Eso refuerza una sociedad paternalista y patrimonialista. El poder del macho”. Curiosamente, el periodista define a la policía brasileña como la primera “institución democrática” de Brasil en cuestiones raciales. En los años 30 ya había oficiales negros. Es decir, vistiendo ese uniforme, el preto tiene opciones para ascender en la escala social. La mayoría de los negros que ascendieron socialmente tuvieron un antepasado policía. Fueron los negros domesticados por el poder blanco.
–NT. Es contradictorio. Por un lado está ese carácter violento del que hablas y que se ve en el alto número de homicidios que tiene Brasil, pero por otro la gente es abierta, hospitalaria y muy afectiva. ¿Cómo se pueden celebrar grandes eventos y fiestas en un país tan agresivo?
–JL. Por la lógica que relaciona multitud con seguridad. Cuanto más rodeado te veas más seguro te vas a sentir. Es todo lo contrario a lo que ocurre en Europa, donde la gente huye muchas veces de las aglomeraciones por el miedo que ha provocado el terrorismo. Todo lo multitudinario es peligroso allí. Sin embargo, en Brasil promovemos las mayores fiestas del mundo. Somos un pueblo festivo y darle color a esos eventos es nuestra especialidad, no es un tópico. En la Nochevieja de Río tienes a 3 millones de personas en la calle y apenas hay problemas de violencia. Un par de miles de hooligans borrachos son un problema en Europa.
–NT. Hablabas del daño que le hizo la pacificación a la economía de Acarí. ¿Puede sobrevivir la economía de las favelas sin la venta masiva de droga?
–JL. Sí. El morador ahora cree en el futuro, por eso ha mejorado enormemente como inversor. Hay un prototipo de emprendedor que se ha centrado en la construcción de casas dentro de la favela. Después, las alquila. En el fondo, lo que están haciendo es desarrollar el otro gran pilar económico de estas comunidades, que siempre fue la construcción. Se ha creado ya una burguesía de favela. Son los propietarios de otros negocios que empiezan a crecer, como panaderías, restaurantes o servicios de taxi. Quien tiene una moto se pone a repartir pizzas. Ya es algo ajeno a la droga. Se ha creado una élite.
Ese auge económico convierte por primera vez al favelista en un personaje contestatario. En Rocinha reconvirtieron el lema “Sonría, usted ya está en Barra de Tijuca”, el barrio más exclusivo de Río, prácticamente apartado de la ciudad. A la entrada de la favela, colgaron un cartel en el que se podía leer: “Sonría, usted ya está en Rocinha”. Con esa frase ha titulado uno de sus libros el propio Ludemir. Para él, esa fue una respuesta “a una de los peores ejemplos de cómo funciona el apartheid carioca”. Así, el reportero cree que empieza, por primera vez en la historia de Brasil, un diálogo entre la periferia y el centro. “Con el mensaje original, la clase alta te decía que te alegraras porque ya habías llegado a Miami. La ciudad insegura y mísera quedaba atrás. En el fondo, el objetivo que ha tenido el gran capital durante estas décadas ha sido convertir a Río en un Principado de Mónaco reservado para blancos de alto poder adquisitivo. Pero ese objetivo ya es irrealizable”.
“Hay algo que la clase media-alta blanca no ha entendido. Un siglo después de que la periferia de las grandes ciudades se creara con la migración que llegaba del campo, ese extrarradio, y no solo la favela, está empezando a tomar el poder. Es un Brasil que está provocando novedades en todos los sentidos. Económicamente, nunca en la historia de este país fue más ventajoso vender para el pobre que para el rico”. Para Ludemir este hecho, propiciado por las políticas económicas de los gobiernos del PT y el PSDB, las mismas que han hecho crecer el PIB del país desde 1998, es fundamental. En Brasil todo se proyectó pensando en un público exclusivo, desde el sistema de salud hasta los centros comerciales, pasando por el ancho de las calles. La burguesía acomodada era flaca y ahora empieza a engrosar. El problema es claro: mientras la gente con poder adquisitivo aumenta, los servicios públicos no lo hacen.
–JL. El cambio es galopante y la favela evoluciona por momentos. La periferia ha adquirido una capacidad increíble para renovarse. Todo se basa en el futuro y en seguir una consigna bien clara: conseguir que tus hijos vivan mejor que tú. Por eso hay cada vez más universitarios que nacieron en una favela y siguen viviendo en el barrio. Ya no quieren escapar. Esa generación –y las que vienen por detrás– son las que van a cambiar el país. De ahí las protestas del año pasado, durante la Copa de las Confederaciones, un hecho histórico en un pueblo que se había acostumbrado a vivir callado. Es un cambio de paradigma total y de ahí no solo van a salir los políticos del mañana. También los artistas y escritores. Los grandes narradores del nuevo Brasil viven en un morro y ya están empezando a contarnos cómo va a ser nuestro país dentro de 20 ó 30 años.
–NT. ¿Y el establishment blanco no se va a revelar para mantener sus privilegios?
–JL. No podrá. Tiene el dinero, pero no tiene la misma fuerza que una capa social que está en crecimiento. Creo que los poderosos tendrán que adaptarse a lo que viene para no ser engullidos a largo plazo. Las próximas generaciones verán por fin un mestizaje real que llegue hasta las clases más altas.