Los bares, como las iglesias, sirven para refugiarse de la lluvia. Uno entra en busca de un techo, pero se olvida enseguida de mirar hacia arriba y con actitud práctica pierde la vista en el horizonte, donde descubre una barra o un altar, que para el caso son lo mismo. El símil podría estirarse como un chicle para continuar diciendo que el camarero sirve cañas en la barra de metal como el sumo sacerdote oficia en el altar, repartiendo cálices a los feligreses que guardan cola. Y a veces, si la tarde acompaña, se encuentra uno entre hielos, al fondo de un vaso de tubo, con el Espíritu Santo.
Dejó escrito Walter Benjamin que el aura es aquello que hace única a cada obra de arte, aquello que la vuelve, digamos, imposible de reproducir. Sirve esa misma idea para describir algunos espacios. Y es que parece que hay ciertos lugares que concitan todo cuanto ha sucedido antes allí, desprendiendo algo que flota en la atmósfera y que va más allá de lo que son en términos puramente físicos. Todo esto lo explicó muy bien el otro día Álex Chico, que la semana pasada estuvo en Madrid, en la librería La Buena Vida, presentando su libro Un final para Benjamin Walter. Chico se refería en su intervención a la legendaria estación ferroviaria de Portbou y al cementerio de esa misma población fronteriza, pero yo pensé de inmediato en El Palentino, mítico bar de Malasaña situado en el número ocho de la calle Pez, y que está impregnado de esa misma condición aurática que hace que un local aparentemente sin nada lo tenga, en efecto, todo. Si supiera decir qué es lo que hace de El Palentino un bar diferente a todos los demás, casi un santuario urbano, sería un farsante o un demiurgo. Supongo que será la vida, esa brisa inasible. No me parece algo menor, aunque admito que eso apenas sirve para explicar nada. En cualquier caso, me gusta pensar que de todos los locales de la flamante calle Pez –hoy una de las más modernas de Madrid en el sentido más perverso del término – Benjamin elegiría El Palentino para hacer un alto en su camino.
Hay bares (cada vez menos) que son una prolongación de la calle. Por eso, cuando entramos en ellos tenemos la impresión de que la ciudad continua en su interior, que seguimos sujetos a su irresistible vaivén, exactamente igual que en una avenida, con la única salvedad de que ahora estamos acodados en una barra de metal, en vez de en un semáforo o con la espalda contra un muro. Y es en esos bares que son la calle donde se nos aparece a veces, casi por sorpresa, el narrador popular y empieza a contarnos una historia que es la suya, o la de un amigo, o la de un amigo de un amigo, o la de alguien que ya no está y que ni siquiera llegó a conocer de primera mano, y así, en esos relatos que cambian cada día, que mutan cada vez que son contados, irá creciendo esa literatura urbana –que es siempre en primer término una literatura oral– de la que están hechas todas las ciudades, y que es un material tan esencial como el cemento de sus calles o los huesos de sus habitantes. El Palentino es, por decirlo así, uno de los nudos principales de la narración interminable de Madrid, cuyo eco persiste en la película El bar de Álex de la Iglesia o en la crudeza de las fotos de Jonás Bel. Escenario de vídeos musicales, de películas, de proyectos fotográficos y de escenas novelísticas, diría que a El Palentino solo le falta convertirse en tebeo, pues por momentos parece salido del rotulador de Ibáñez. Queda para otra ocasión la comparación con los cafés literarios de Madrid, como el elegante Café Gijón, de los que El Palentino es su versión proletaria y canalla, refugio de gatos callejeros y de gallos de pelea.
Hace años, cuando Andrés Calamaro desayunaba allí cada mediodía, El Palentino seguía exactamente igual que ahora, y exactamente igual que antes, como si en esa heroica continuidad de ser siempre igual a sí mismo encontrara su razón de ser. Diría que no se trata de tradicionalismo cerril, sino de clasicismo. Es decir, no de quedarse varado en el pasado, sino directamente de vencer al tiempo, o al menos plantar cara. También Calamaro, cuando estaba en el interior del bar, era igual a los demás clientes, apenas un hombre común frente a su café con leche en vaso, alejado de los focos y del divismo de las rockstars para regresar a esa condición esencial de ser un hombre a ras de suelo. Porque en El Palentino –esa es una de sus mayores cualidades– todos somos iguales: todos somos gente corriente. Poco importan oficios y nacionalidades, nada importan las trayectorias de vuelo. Y es en esa capacidad de igualarnos a todos, de fundar ciudadanía en la soledad del café con leche, en la fraternidad de la caña o en la desesperación del gin-tonic, donde podemos decir que El Palentino es una de las instituciones republicanas más perfectas que existen en todo Madrid.
Y ahora que Casto, una de las mitades que mantienen en pie El Palentino, se ha ido para siempre, y que solo nos queda Loli, la otra mitad, nos empiezan a temblar las piernas. Lo que tenga que suceder sucederá. Siempre es así. No hace falta caer en la nostalgia preventiva, sin embargo, para darse cuenta de que llevan mucho tiempo tramando un nuevo tipo de ciudad: una ciudad sin ciudadanos. El Palentino, por ahora, como el dinosaurio, seguirá allí, fastidiándoles el invento.