Sentado en el parque, en un banco cercano a un gran roble, un niño solitario llora desconsolado. Tras varios minutos de llanto desaforado empieza a darse cuenta de que nadie repara en su pena y poco a poco, hipando de cuando en vez logra ir calmando su triste estado de ánimo. A lo lejos, una figura destartalada lo mira preocupado, lleva varios minutos observando al niño, dudando si acercarse o no.
El niño, que espera la llegada de sus padres tras un entrenamiento con su equipo se fija en la figura que avanza hacia él. Es un viejo vagabundo que camina arrastrando tras de sí una pequeña carretilla llena de cosas. El viejo se dirige cansinamente hacia donde se encuentra el niño y al acercársele lo saluda con una sonrisa que muestra una dentadura blanca e impoluta. El niño lo mira serio y al darse cuenta de que es un vagabundo cambia la mirada hacia otro lado sin dar importancia a quien tiene delante.
–Buenas tardes querido amigo. ¿Te encuentras bien? Te he estado observando y he visto que no parabas de llorar.
–Buenas tardes –contesta el niño educadamente. –No me pasa nada, estoy esperando a mis padres, ¿qué quieres?
–Nada, saber si te encuentras bien. Nadie llora sin motivo y pensé que te pasaba algo grave –le responde el viejo amablemente.
–Sí, estoy bien, solo es que hay cosas que no me gustan. El entrenador me ha puesto de defensa y yo soy delantero, me ha gritado delante de todos mis compañeros y me ha dicho que tengo que jugar donde él me ordene. Eso me ha dado mucha rabia.
–Bueno, eso es un motivo para llorar, la rabia me refiero, es motivo más que suficiente para desahogarse. Pero no creo que jugar de defensa sea un problema. Es cuestión de enfoque, de cómo entiendas que debes jugar y de qué aspectos del juego seas capaz de disfrutar –contestó el viejo sabiamente.
–Me gusta el balón, regatear, marcar goles, hacer pases y sobre todo jugar. El entrenador me hace marcar a un rival, no me deja jugar como quiero y me grita si no le hago caso. Un defensa no luce, no destaca, solo debe destruir el juego del rival. A mi padre no le va a gustar que juegue de defensa, a mí tampoco me gusta –replica el niño seguro de su argumento.
–Tal y como lo veo, jugar de defensa no te impide hacer lo que te gusta, simplemente tienes que adaptar a tus obligaciones tus propios gustos. Es obvio que defender implica una serie de cometidos que debes hacer pero ello no supone que no puedas hacer las cosas que te atraen, lo único que tienes que aprender es a realizarlas cuando correspondan. Además, el que juegas eres tú, a tu padre le tiene que gustar que juegues y cómo juegues, no el puesto que ocupes. Eso ahora es irrelevante, ¿no crees?
–No, el puesto es importante, llegan los que destacan y si juegas de defensa no destacas, solo los que marcan goles y se lucen con el balón son los que más posibilidades tienen de ser jugadores de fútbol –dice el niño con tristeza.
–Bueno, quizás lo veas así ahora pero seguro que a medida que entiendas el juego y te expliquen lo que significa jugar en equipo podrás entender que lo importante son otras cosas- contesta el viejo tratando de abrir una vía de esperanza en el pobre muchacho.
–¡Si me sigue poniendo de defensa me iré! –responde el niño, airado.
–Bien, esa es una posibilidad que tienes. También puedes tratar de entender por qué te ha puesto en un lugar que no te gusta y puedes buscar lo divertido de tu cometido en vez de abandonar. No siempre las cosas salen como uno quiere pero al final lo que cuenta es conocer y entender los escollos del camino para poder alcanzar la meta. Para ello, si me lo permites te haré un regalo- y extendiendo la mano cubierta de un guante viejo y descolorido, le entrega al niño un viejo libro, muy usado pero en buen estado que el muchacho recoge dubitativo. –¡Tómalo, es para ti! Seguro que te servirá para entretenerte en el tiempo que esperas a tus padres cuando sales de los entrenos.
El niño toma el libro con sumo cuidado y lo revisa con curiosidad. Al mirar al viejo a los ojos percibe una mirada limpia y una sonrisa abierta, el viejo, con poblada barba y una piel curtida por la intemperie lo mira con cariño.
–¡Muchas gracias! –dice el niño. –Lo leeré y cuando termine te lo devolveré.
–No hace falta, es un regalo, es para ti.
El viejo se aleja pausadamente con su carrito de cachivaches y mira desde la lejanía al niño que concentrado, se ha puesto a ojear el libro que le ha regalado.
El niño, sorprendido por el regalo del viejo abre el libro y lee el título, Miguel Strogoff de Julio Verne. Sin más comienza a leer su primer capítulo Una fiesta en el palacio nuevo y sin reparar en el tiempo se sumerge, concentrado en una lectura que lo apasiona.
A lo largo de la semana es habitual ver al niño enfrascado en la lectura de Miguel Strogoff, mientras espera que sus padres vengan a recogerlo del entrenamiento. A través de las páginas, el niño comprende los avatares del héroe. Silenciando sus hazañas debe llevar el correo del Zar a su objetivo y cumplir con todos los requisitos encomendados, afrontando y superando peligros y situaciones extraordinarias. Debe realizar el trabajo en secreto, nadie debe saber quién es y qué pretende, solo debe ejecutar su tarea y lograr evitar la catástrofe de una traición que incidirá en la vida de muchos. A lo largo de un viaje épico logará adaptarse a las circunstancias y vivirá momentos de extremo peligro, sufriendo en sus carnes la ignominia de un enemigo sin escrúpulos y conviviendo con todas las emociones que un hombre solo siente al amparo de unos compañeros de viaje, que serán su familia en su largo caminar.
En el entrenamiento, de forma inconsciente, el niño empieza a comprender situaciones que antes no había considerado. Jugar de defensa no le resulta atractivo pero entiende que su cometido es importante para su equipo. Realiza las tareas que le encomiendan y además trata de jugar poniendo todo su empeño en cumplir con los objetivos marcados, independientemente de lo que le cueste llevarlos a término. Igualmente trata de hacer lo que le gusta, ajustando las acciones al riesgo y al momento en que deben ser ejecutadas y con el tiempo, se da cuenta de que el juego y su relación con el entrenador y el equipo mejoran día a día.
Las esperas del entreno ya no son un momento de tristeza y llanto, sino que es un tiempo de reflexión en el que trata de transferir lo que Miguel Strogoff ha realizado y llevarlo a su terreno, jugar al fútbol. Él es en su equipo el correo del zar y ha de conseguir cumplir con la misión encomendada. De vez en cuando, levanta la mirada para tratar de ver si el viejo vagabundo pasa por allí. Quiere agradecerle en cuanto pueda el regalo y comentar con él lo que ha leído. Pero el viejo no vuelve a aparecer.
Un día, a la salida de la práctica, el niño se vuelve a sentar en el banco del parque, al lado del gran roble y ve sobre la base de este un paquete envuelto en papel de estraza y atado por un vasto cordel. Se levanta y lo recoge del suelo. Al tacto se da cuenta de que es un libro. Abre el paquete y se encuentra con otro volumen viejo y usado, muy usado. Se lo lleva al asiento y lo abre. El nombre de la rosa de Umberto Eco.
Sonriente el niño mira a todos los lados para ver si encuentra al viejo vagabundo, sabe que ha sido él quien ha dejado allí el paquete, pero no logra verlo. Sin más se sumerge nuevamente en la lectura y afronta el primer capítulo con emoción. Pronto las aventuras del monje franciscano Guillermo de Baskerville y su joven discípulo, Adso de Merk lo trasladan a una época y a un lugar mágico, lleno de misterios sin resolver, la abadía benedictina de los Apeninos ligures.
A lo largo de los días, la lectura lo lleva a un sinfín de situaciones en las que lo que parece no se corresponde en absoluto con la realidad. La sagacidad y la inteligencia de Guillermo contrastan con la candidez e inocencia de Adso. Nadie es lo que representa y poco a poco se va descubriendo una trama con un final electrizante. El niño se fija en las habilidades de Guillermo de Baskerville para afrontar los problemas como un reto y la persistencia y perseverancia a la hora de seguir una pista. La confianza que da el conocimiento y la ruptura de las normas estériles que hacen inflexible el transcurso de la resolución de un problema. Día tras día las aventuras de la vieja abadía forman parte del repertorio de actividades que realiza el chaval de forma cotidiana y nuevamente el mensaje es captado. Todo es susceptible de ser aplicado a la vida real.
Jugar de defensa le sigue sin entusiasmar pero en los partidos empieza a vivir situaciones que le hacen avanzar hacia nuevas sensaciones. Sensaciones agradables cuando aplica los cometidos en situaciones adecuadas. Salir jugando el balón, romper la regla no escrita por su entrenador en la que el defensa entrega el balón inmediatamente al centrocampista más cercano y sin riesgos. Asumir la responsabilidad de ejecutar las acciones con sutileza, sin entrar en un juego brusco y bruto. Guillermo de Baskerville le enseña a mantenerse en su sitio y tratar de entender que su juego no solo es destruir, sino también empezar a crear, atreverse a dar un paso más allá para ver lo que hay. Los misterios del fútbol le empiezan a parecer un libro en sí mismo.
Los entrenamientos empiezan a tener un aliciente más. Sin darse cuenta, el viejo ha logrado introducir en el joven futbolista la magia de la curiosidad y el niño experimenta en su entorno todas las posibilidades que le ofrecen los conceptos sacados de los libros. Entiende lo que le dijo el viejo la primera vez, se puede jugar de defensa y tratar de sacarle el máximo partido al puesto. Pero los matices que el joven muchacho ve en el juego no son compartidos por la gente que lo rodea. El mensaje negativo sobre el papel de un defensa y lo poco destacado sobre el resto de posiciones le sigue pareciendo un problema. Pero a medida que trata de probar cosas nuevas y estas salen con beneficios no esperados, la confianza en su criterio comienza a crear un estado de ánimo que le empuja a seguir probando.
El tiempo pasa y los partidos se suceden. El chico sigue jugando al fútbol. Las tardes de llanto han desaparecido y la espera se ha convertido en un momento de expectativas. ¿Volveré a ver al viejo vagabundo, me dejará algún otro libro? Ese es el pensamiento del joven jugador, pero el viejo tarda en dejarse ver. Una tarde nublada y fría, el muchacho se encuentra nuevamente sentado en el banco del parque, junto al gran roble. La sesión ha sido desafortunada, sus nuevos entrenadores no comprenden su tendencia a la aventura y le coartan cada decisión que toma, el fútbol vuelve a ser un problema y su estado de ánimo está bajo mínimos. La sombra de la duda planea nuevamente en la cabeza del chico.
Sin darse cuenta, la silueta de una sombra aparece junto al banco del parque. El viejo vagabundo se había acercado sigilosamente al muchacho y este solo se había percatado cuando el anciano había llegado a su vera.
–¡Buenas tardes, muchacho!
–¡Buenas tardes! –contesta el chico. –Hace mucho tiempo que no sé nada de ti.
–Me alegra saber que te preocupas por mí. He estado ocupado, pero he visto que no todo va como debiera.
–No –contesta el chico. –Jugar al fútbol no es fácil, sobre todo cuando no te permiten hacer lo que te gusta. Me siguen poniendo de defensa, pero cuando trato de hacer las cosas que me atraen, me gritan y me corrigen diciendo que esa no es mi labor.
–Tu labor es jugar en equipo, aprender a entender el equipo y sufrir los avatares conjuntamente con tus compañeros. Pero además es ayudarles a que puedan cumplir sus objetivos. Todos deberíais entender el juego como una ayuda colectiva. Dentro de ese contexto, seguro aprenderéis a valorar lo que cada uno hace mejor.
–Pero a los defensas solo los valoran cuando juegan duro, despejan con contundencia y se pelean contra los delanteros- dice el niño impotente. – A mí me gusta jugar la pelota, anticiparme y no necesito hacer faltas para demostrar que hago las cosas bien. Nunca me destacan mi trabajo y siempre paso desapercibido.
–A veces, quienes pasan desapercibidos son quienes tienen las misiones más importantes. No desesperes y aprende de lo que te ocurre día a día –contesta el viejo sabiamente.
Tras su breve alocución, el viejo se levanta y se marcha saludando brevemente con la mano. Sigue cargando con su vieja carreta llena de pequeñas cosas que parecen inservibles, pero deja para el joven muchacho un abultado paquete envuelto en papel de periódico. El niño palpa el paquete y sonríe. El viejo le ha vuelto a hacer otro regalo. Ansioso y contento rasga las viejas hojas del diario y se encuentra con un voluminoso ejemplar. Al igual que los otros dos libros, este ha pasado ya por muchas manos a lo largo de los años. Hojas amarillentas, una portada manoseada por muchos lectores ávidos de conocer su interior. Un libro que huele a tiempo y que ofrece nuevas alternativas. El Señor de los Anillos de J.R.R. Tolkien.
La Comunidad del Anillo y las aventuras de Frodo Bolsón le trasladan a un mundo nuevo y desconocido en donde la lucha entre el bien y el mal afecta a todos. Cumplir una misión y afrontar los riesgos sin esperar nada a cambio, vivir la desesperanza de ver cómo la pesadez de una obligación doblega poco a poco al protagonista. La amistad sin cortapisas de un Samsagaz Gamyi inseparable y un grupo de amigos dispuestos a dejarse la piel en el intento.
La lucha para alcanzar una meta parte del ejercicio de humildad de quienes tienen que afrontarla y el más insignificante de todos tendrá la responsabilidad de ser quien haga el esfuerzo final. La magia, la épica, la fantasía de un mundo diferente en riesgo de ser destruido, absorbe de tal manera al muchacho, que no puede esperar a terminar sus responsabilidades para empaparse de la trepidante historia que Tolkien ha legado para la posteridad.
El juego del muchacho empieza a tomar tintes reconocibles. Su capacidad para acudir en la ayuda del compañero le enseña a leer las situaciones de juego en las que otros pueden entrar en riesgo y él puede aportar desinteresadamente su contribución. Su posición retrasada no lo coloca en los focos atractivos del juego pero su papel se convierte en relevante cuando los demás no son capaces de resolver sus propios problemas. A su particular repertorio irreverente y heterodoxo, el muchacho incorpora la solidaridad y el tesón de mantenerse firme en la disputa, a pesar de la ausencia de reconocimiento y de la dureza de la tarea. El equipo es más importante, la misión del grupo prevalece, él es una pieza insignificante en la consecución de los logros finales. Pero entiende que debe dar lo mejor de sí mismo para que su labor represente un valor a la vista de sus compañeros.
Sin darse cuenta, el muchacho madura actitudes y comportamientos que lo van convirtiendo en un futbolista más completo. La confianza adquirida por su afán aventurero se incrementa al entender el juego desde la perspectiva de la solidaridad colectiva. Un defensa que se entrega para evitar que los males del enemigo triunfen. Su visión épica de la misión le hacen sentir importante a pesar de que nadie le regale el brillo del que sí disfrutan otros.
El viejo ha puesto en sus manos un arma nueva que le permite reflexionar sobre aspectos del juego a los que nunca había prestado atención.
Las semanas y los meses pasan y el chico va madurando a medida que su aventura futbolística va avanzando. Poco a poco se va convirtiendo en un futbolista competente. Lo empiezan a convocar para eventos de mayor trascendencia y su papel empieza a ser reconocido, pero todavía no brilla con la luz que él espera. El fútbol tal y como se lo ofrecen en su entorno y en los foros de influencia no se parece al que él está viviendo. La opinión de los demás sigue teniendo importancia. Y la duda permanece y crece a medida que avanzan los procesos.
Poco a poco las categorías van pasando y la complejidad del juego empieza a convertirse en algo cotidiano. A medida que crece, las dificultades se presentan con mayor asiduidad y ante la incomodidad de jugar en un puesto al que todavía no da un valor adecuado se unen las dificultades del juego en su conjunto. Ello empieza a erosionar los criterios que tan bien asentados tenía en su cabeza. Los nuevos entrenadores le exigen más y lo agobian con las responsabilidades. No puede errar, porque no hay margen para solucionar el problema. Ese tema le preocupa mucho y no sabe cómo quitárselo de la cabeza. El fútbol empieza a convertirse en una actividad agobiante.
Una tarde, casi en el crepúsculo volvió a pasar por el parque y no pudo resistir el impulso de sentarse en el viejo banco, junto al gran roble. No bien se hubo acomodado cuando un sobresalto interior le alteró el ánimo. Junto a las fibrosas raíces del árbol había una bolsa de papel, vieja y arrugada. No pudo evitar la curiosidad y se levantó en el acto para ver lo que había dentro.
Nuevamente una sonrisa acudió a su rostro de inmediato. Un viejo libro lo estaba esperando. No sabía cuánto tiempo llevaba allí, pero el viejo le había vuelto a sorprender. Las aventuras de Sherlock Holmes de Arthur Conan Doyle. No bien se hubo acomodado, pronto sucumbió a la tentación de empezar la lectura y el Escándalo en Bohemia le descubrió los perfiles inequívocos de un ser único como el detective Sherlock Holmes y las particularidades de su extraordinario ayudante el Doctor Watson. A medida que avanzaba en la lectura, supo de Moriarty y de la frenética lucha de mentes privilegiadas que los dos, protagonista y antagonista, libraban para demostrar su superioridad.
Holmes, con sus extrañas costumbres y excentricidades abordaba los problemas desde la más absoluta tranquilidad, la deducción como arte, la capacidad para ver lo que otros no ven, adaptarse al problema tratando de empatizar con todas las partes y la ayuda inestimable de su compañero, le llevaban al muchacho por caminos de excitación que nunca antes había recorrido. Lograr descifrar los más intrincados enigmas y avanzar en su camino a la excelencia lo tenía embelesado.
La excelencia, esa era la clave para resolver sus problemas. Tratar de hacer las cosas de forma excelente le llevaría a entender y resolver las cada vez más complicadas exigencias que sus entrenadores le encomendaban. Afrontar los problemas desde una mente deductiva, aplicando las mejores técnicas en cada momento sin dejarse abrumar por la dificultad. El pensamiento y el raciocinio aplicado al juego. Afrontar el envite desde el convencimiento de que no se va a cometer ningún error. Ello obligaba al muchacho a completar sus aptitudes con una actitud de máxima exigencia. Nuevamente se abría ante él una nueva senda de experimentación. Ya no solo era jugar desde la excitación de un gran viaje, afrontando los misterios y rompiendo aquellas reglas que le impedían avanzar. Ya no solo era entender el juego dentro de un contexto colectivo en el que su papel irrelevante podría cobrar importancia vital en cualquier momento. Ahora se trataba de hacerlo desde la más exquisita eficiencia, haciendo lo debido en cada momento y decidiendo desde la creatividad que da el conocer lo que se debe ejecutar en cada instante. El juego complejo había dimensionado sus funciones llevándolo a otro nivel. Nuevamente el viejo le había regalado un nuevo criterio a aplicar y él lo había entendido a la perfección.
El tiempo transcurre inmisericorde, el muchacho avanza en su largo peregrinar futbolístico y llega a la etapa trascendente, al último eslabón de su proceso de formación, momento en el que el fútbol deja de ser una actividad más para convertirse en prioritario. Es el momento de decidir. El niño que no quería ser defensa se ha desarrollado en su demarcación y ha interiorizado no solo las particularidades de su puesto sino las sensaciones y emociones de vivir el fútbol desde esa perspectiva. Su cansino llanto inicial fue tornándose en un proceso de aprendizaje que lo ha llevado a conocerse a sí mismo hasta culminar su caminar en el momento en el que todo se debe tomar desde el prisma de la dedicación plena.
El chico ha ido evolucionando en su proceder y ha llegado al momento en el que pocos consiguen traspasar la barrera y casi todos se quedan con un pie en la puerta. El fútbol profesional está ahí, a la vuelta de la esquina. Solo hay que pasar una etapa más, aguantar o que te digan gracias y buena suerte y en esta fase de revelaciones injustas uno debe vivir el mayor de los contrastes, ser elegido, que las circunstancias sean propicias y que el acierto se torne en costumbre para evitar el riesgo de caer. El muchacho vive desde dentro la presión de ser observado con lupa y de ser juzgado por todo cuanto hace. La presión se palpa, la competencia es atroz, no sabe si juega con ellos o contra ellos, los límites ya no están tan claros, los intereses externos salpican a todo el que se mueva, empresas intermediarias, marcas, previsiones fundadas e infundadas, todo afecta y a todos condiciona.
El chaval necesita una perspectiva diferente para afrontar una situación que lo agobia y vuelve todas las tardes al parque, al banco de siempre junto al gran roble para ver si el viejo aún anda por allí, pero el viejo no está, no se deja ver. Tampoco hay libros, no hay nada. El joven futbolista que renegaba de su posición recuerda con nostalgia ese momento extasiante al recibir un nuevo libro y el no menos trascendente minuto final, cuando se acaba y una luz nueva aparece. Reflexiona sobre cómo han sido sus encuentros con el viejo y una sensación de nostalgia lo invade. Permanece sentado en la soledad de un parque que le ha servido de refugio a todas sus dudas, esperando, necesitando un punto de vista diferente, la duda ha llegado a niveles dolorosos.
–Veo que las buenas costumbres permanecen inalteradas –dice una voz temblorosa a la espalda del chico. –¡Me alegra volver a verte muchacho! Has crecido, te has hecho un hombre.
El chico vuelve la cabeza lentamente y ve la figura del viejo vagabundo parada a su espalda, con su misma cara marcada por los años, con la poblada barba blanca que cubre gran parte de su rostro, con sus ropas incoloras y ese olor a iglesia, a vino viejo, a sabiduría. La sonrisa se dibuja en su cara y una luz distinta enmarca el momento del encuentro.
–Tú me has enseñado a tener buenas costumbres, viejo amigo –contesta el joven sorprendido por la visita. –Me has dado armas pero ahora mismo la lucha me lleva a territorios desconocidos. No sé qué hacer.
–Te ha llegado el momento de decidir si todo lo hecho valió la pena. Ha llegado el momento en que otros decidan si tú vales la pena. Una situación complicada. Decidir si tu tiempo ha sido bien aprovechado y que terceros decidan si aún pueden seguir sacando provecho de ti.
–La eterna duda que me persigue –contesta el chico humildemente.
–¿Todavía te disgusta ser defensa?
–No, me he acostumbrado, he jugado ahí los últimos años y he aprendido a adaptarme y a disfrutar del juego desde esa posición. He aprendido a valorar mi trabajo y a entender que un equipo es lo que es, que todos somos importantes a pesar de que unos brillan más que otros.
–Bien, veo que has entendido la esencia del juego. Ahora tendrás que entender la esencia del negocio, porque ese será el campo de batalla en el que tendrás que pelear a partir de ahora.
El joven mira fijamente al viejo tratando de escrutar su rostro pero el anciano vagabundo es inescrutable. Con un movimiento lento y pausado recorre el trayecto hasta su viejo carro, revuelve entre sus cosas y saca un nuevo libro. Sin mediar palabra lo extiende hacia el joven y se lo entrega sin más. Después el viejo se marcha en silencio. A medio camino se para y mira al muchacho que ya no le presta atención.
–¡Disfrútalo! –dice el viejo en la distancia. –Es un libro que te enseñará el valor de la paciencia, el valor de la espera. La traición está a la vuelta de la esquina, un poquito más allá está la venganza. Que no te salpique el ansia de demostrar a los demás lo que vales, conténtate con demostrártelo a ti mismo.
El chico lo escucha atentamente, tratando de descifrar el significado de sus palabras, pero sabe que todo está en el libro que le han entregado. Se recrea un momento viendo alejarse al viejo e inmediatamente abre el libro para volcarse como un poseso en su lectura. El Conde de Montecristo de Alejandro Dumas.
Pronto los momentos de ocio se convertirán en una perpetua convivencia con Edmundo Dantés y sus desventuras en el castillo de If. La traición y la injusticia se hacen eco muy pronto en la conciencia del joven lector. La casualidad y el compañerismo fluyen en la convivencia del desdichado Edmundo en su cautiverio injustificado. Conocer secretos insondables y soñar con todas las riquezas del mundo para justificar una venganza largamente planeada. Solo un alma atormentada puede vivir en la constante lucha contra el deseo de venganza y el joven futbolista encuentra en Dantés a un reflejo de su persona, como todos los que alguna vez se acercaron a este libro desde la más pura inocencia. El perdón enmarca un final que lo llena de plenitud. El joven futbolista sabe desde el momento en que termina el libro que el viejo le ha entregado un tesoro.
Pronto comprende la realidad que le tocará vivir. El joven defensa ha de competir contra todo y contra todos, demostrando no solo su capacidad sino su adaptabilidad al medio para el cual es requerido. Necesita demostrar constancia en su rendimiento, dominar sus ansias de medrar y gestionar su ego debidamente. Dantés le ha enseñado a tener paciencia, a sufrir en silencio, a escuchar a los amigos y a disfrutar de sus tesoros. Su mayor tesoro es su confianza, su tesón y su entrega. Sabe que le pondrán muchas zancadillas, que luchará contra traidores que lo llevarán hacia tierras confusas que tratarán de empantanarlo en su caminar. Pero el joven sabe de la importancia de valorarse a sí mismo y sigue el consejo del viejo, no tratar de demostrar nada a nadie que no pueda demostrarse antes a sí mismo.
Su talento para la posición es indiscutible pero su actitud hacia la competición es intachable. Los jueces escrutadores ven en él un valor en alza que podrá aportar su talento y su talante al más alto nivel y allí es invitado en cuanto sus potenciales características llenan el ojo el último juez con capaz de decisión, el entrenador del equipo profesional.
El muchacho ha aprendido a respetar su posición, ha comprendido su cometido y ha establecido sus prioridades. Sabe romper las reglas que le impiden la flexibilidad necesaria para desentrañar los misterios de su tarea, es la excelencia aprendida de Holmes la que le permite auparse a niveles superiores pero es la paciencia y el control de sus emociones lo que le lleva hacia el último tramo antes de llegar a la cima. Con Edmundo Dantés camina ese penúltimo recorrido. El último paso será mantenerse el mayor tiempo posible.
Transcurren los meses y el joven futbolista ha llegado al máximo nivel. Todos los pasos los ha recorrido debidamente y tras una corta etapa en el equipo filial, es elegido para formar parte del primer plantel. Su camino ha sido largo y sus vivencias profundas. Cree acceder al negocio del fútbol con los mejores niveles posibles pero pronto se da cuenta de que la realidad lo vuelve a superar. El fútbol profesional es frío, el egoísmo y el egocentrismo es algo que le impacta profundamente. El joven no encuentra su sitio, no entiende el rigor distante en las relaciones personales, el camino no es recto, está lleno de profundos socavones que no vio venir. Nuevamente las sensaciones se agolpan en la cabeza del muchacho y un nuevo proceso tiene que ser afrontado desde el desconocimiento.
Su rendimiento está siendo el necesario pero no el suficiente, no llega con saber jugar, necesita adaptarse al nuevo entorno para saber competir. Sufre en los entrenamientos la exigencia con respecto a sus compañeros, no encuentra en su entrenador a un cómplice sino a un capataz competente que le mide por una vara que a él le disgusta. Solo sirve rendir, el resto son excusas. Su vida ha pegado un giro muy profundo. Vive del deporte profesional pero aún no se ha adaptado a lo que ello supone. Tiene de todo, más de lo que necesita pero le falta la chispa que le permita disfrutar de su privilegiada posición a gusto. Todo es como pensaba que sería, pero no esperaba sentirse tan vacío.
El fútbol de élite lo había alejado de sus rituales, de sus rutinas, necesitaba encontrarse a sí mismo, todo lo desbordaba y no entendía por qué.
El banco del parque, al lado del viejo roble lucía triste y abandonado. El frío invierno lo había cubierto de escarcha y hojas muertas. El joven defensa no podía evitar pasar por allí siempre que tenía oportunidad, era su conexión con su propia realidad. Buscaba al viejo con angustia, hacía mucho que no lo veía, ni siquiera sabía si estaba vivo. Sentado en el banco con la cabeza agachada entre las rodillas y las manos en la nuca pensaba en su situación, absurda por cómo vivía, tenía todo lo que quería y no sabía cómo disfrutarlo. Un viejo y conocido sonido alertó al muchacho, un chirrido agudo e incómodo le hizo levantar la vista. A unos metros de él escuchaba el viejo lamento de la carreta oxidada acercarse lentamente, el viejo venía en su lento caminar derecho hacia donde él se encontraba.
–¡Un verdadero gusto volverte a ver, viejo amigo! –dijo el joven emocionado.
–¡El gusto es mío muchacho!- respondió el viejo sonriente. –Te veo fabuloso, luces como una estrella de cine. Has logrado llegar, ¿no es cierto?
–Sí, lo he logrado, desde hace meses soy un futbolista profesional –contesta el chico orgulloso.
–Me alegra oírlo. Me sorprende que estés aquí como la primera vez que te vi. ¡Algo te pasa! Has descubierto que no todo es luz en lo que brilla, que el abono que nutre la cima huele demasiado y te cuesta respirar en ese ambiente, lo leo en tu mirada. Hoy no muestras tu llanto abiertamente, lo tienes escondido en tu interior.
–¡Me cuesta disfrutar con lo que hago! Pensé que al llegar todo sería más fácil y no entiendo lo que ocurre. Todo es frío y distante, no logro conectar con nadie. Nunca me sentí tan solo –concluye el muchacho con un tono triste y una mirada que inmediatamente dirige al suelo.
–No tienes por qué avergonzarte –dice el viejo amablemente. –Has llegado a donde querías pero no cómo querías. Tu problema está nuevamente en el enfoque. Miras con ojos de aficionado un mundo que es profesional. Has llegado demasiado pronto a la madurez y esta te golpea sin consideración. Tu talento te permite jugar al máximo pero tu cabeza necesita crecer para entender la realidad del mundo complejo en el que te has metido. Y lo triste es que esto no lo cura el tiempo, ni la fe en ti mismo, solo lo cura la experiencia, el conocer y el sufrir en silencio los miedos que te alejan del disfrute. Poco puede hacer un viejo como yo por ti, muchacho. Necesitas vivir y sufrir esta experiencia por ti mismo y sacar tus propias conclusiones. A veces hay que tener cuidado con lo que se sueña porque puede convertirse en realidad.
El muchacho miraba al viejo con tristeza. El viejo le devolvió la mirada pero en sus ojos había un brillo diferente y una leve sonrisa dibujó un rayo de esperanza en el rostro del chico. El viejo lo miró largamente y sin mediar palabra se marchó. Esto sorprendió al joven pero al llegar al recodo del camino el viejo se giró y con una sonrisa estentórea le gritó:
–¡Mira en el árbol, muchacho! Hace tiempo que he dejado algo para ti. Mira debajo de la gran raíz en el gran hueco. ¡Disfruta chico, disfruta!
El joven se apresuró a buscar en el inmenso tronco del gran roble y allí, tal como dijo el viejo encontró un paquete envuelto en un plástico que lo protegía de la humedad. Emocionado por ver lo que el viejo le había dejado, abrió con torpeza el envoltorio y allí se volvió a encontrar con algo que ansiaba desde hace tiempo, un viejo libro, ajado y muy usado, un volumen importante con la portada desgastada y las letras impresas algo borrosas. David Copperfield de Charles Dickens leyó el muchacho e inmediatamente se sentó a leer, ávido de nuevas emociones.
En cuanto su horario le permitía, el joven corría buscando un rincón tranquilo en el que leer. Las aventuras del joven David lo tenían ensimismado. La dulce Pegotty, el inseparable Traddles, el extraordinario y particular Mr. Micawber, todos, con sus miserias, sus pérdidas y su deseo de vivir pese a la adversidad. Ese submundo en el que todo es drama y todos buscan un momento para sonreír. La ausencia de una madre muerta en la niñez, de una familia con la que sentirse seguro, la calle, cruel y fría, la exigencia de quien solo te necesita para producir, el odio escondido y la envidia de un ser podrido como Uriah Heep y todo el entorno, duro y cruel de una vida que solo busca encontrarse a sí misma. Esos locos entrañables que te muestran caminos imposibles, soluciones que no existen y que sin embargo te dan luz con su particular forma de ver el mundo, Mr. Dick o ese carretero pragmático buscando el placer de las cosas sencillas. Y finalmente el amor incondicional, escondido cerca, a pesar de haber elegido a otra. Agnes, el complemento perfecto y el final, el equilibrio, encontrarse a sí mismo para ser uno mismo. El joven jugador se vio reflejado como en un espejo en la figura de David Copperfield y su estado de ánimo cambió.
El vestuario ya no le pareció un lugar extraño, la exigencia la entendió como parte del privilegio de ser un futbolista profesional, las relaciones fueron tamizadas por la percepción clara de quién era amigo y quien compañero. La dureza del entorno se convirtió en un hábitat en el que encontrar tu posición más cómoda, la que te hace sentir bien, con la gente que te permite mostrar tus mejores recursos, lo malo se gestiona, lo bueno se disfruta. Toda esta nueva perspectiva permitió al chico entender el nuevo mundo al que había llegado. Su juego era el esperado, su nivel, suficiente, su manera de entender el entorno había necesitado de un nuevo enfoque que le permitiese afrontar lo desagradable como parte ineludible de la tarea para centrar toda la atención en disfrutar de lo que realmente importa. El negocio del fútbol no tenía por qué atemorizar al chico nunca más, sabía que las cosas serían así, era él quien debía encontrar la forma de asumirlas.
Y el fútbol fue llevando al chico por nuevos caminos y experiencias impensadas al principio. Vivió el sabor dulce la victoria y la amargura de la derrota, supo entender la culpa de un error y disculpar la falta en un compañero. Aprendió a ser parte de un todo complejo asumiendo humildemente su papel. Y vivió el lujo, el agasajo, su ego se alimentó hasta engordar y muchos se preocupaban de que siempre estuviese henchido. Muchos halagos, demasiados halagos. Mujeres y hombres ofreciendo su amistad, algunos algo más, todos buscando algo, lo que fuese, todos queriendo algo. Pronto el submundo en el que se encontraba lo llevó a apartarse de los puntos cardinales que lo mantenían orientado. Demasiada gente, demasiado interés. La superficialidad y el dinero eran la moneda de cambio habitual. El espíritu estaba ausente, el cuerpo sin alma empezaba a preguntarse para qué tanto, por qué tanto. El exceso lo abrumaba. La realidad que vivía el joven futbolista era demasiado lineal, cosas, cosas y más cosas. Y entre tanto exceso, la tristeza empezó a dejarse ver.
El chico trata de salir de ese círculo vicioso y repetidas veces vuelve al parque, al banco junto al gran roble, para reflexionar, para tratar de entender lo que es y no es importante y un buen día, allí, en el medio del banco se encuentra un paquete envuelto en un papel sencillo, blanco, sin manchas. Lo mira sorprendido y trata de encontrar al viejo, pero no está allí, no lo encuentra. Sabe lo que se va a suceder a continuación y una sonrisa le cruza la cara mientras recoge con cuidado el paquete envuelto con suma delicadeza.
Es un libro, el viejo le ha dejado otra puerta por la que entrar en una nueva dimensión. Abre el paquete y se vuelve a encontrar un viejo volumen de páginas amarillentas, una portada gastada y el olor que tanto le gusta, tinta vieja sobre un papel curado por el tiempo. Cien Años de Soledad dice el título, de Gabriel García Márquez.
El muchacho pronto se sorprende al conocer a la familia Buendía y cómo construyeron su paraíso y su infierno particular, Macondo. Se asombra con el patriarca, José Arcadio y con Melquíades, el gitano. Vive el dolor de la pérdida de la memoria y del sueño, el caos por el temor de perder lo más preciado. Vive con ansiedad la guerra en la que el Coronel Aureliano Buendía asume el liderazgo de su pueblo y lucha contra los conservadores. Vive el miedo perpetuo a que el cruce de la misma sangre produzca una aberración, vive el crecimiento de Macondo, de su gente, cómo viven en la abundancia, como se reproducen sus vidas y sus miedos. Vive la irreverencia y el exceso, vive la magia de una realidad que supera a cualquier ficción. Descubre que los Buendía son Babilonia y que la muerte aparece cuando ellos mismos lo deciden. Vive que todo estaba escrito, como si el destino no tuviese otra cosa mejor que hacer y vuelve a vivir el comienzo tras la caída, porque todo lo finalizado esté pendiente de volver a empezar.
El realismo mágico lo despierta de su ensoñación y se da cuenta de todo lo absurdo de una vida disoluta basada en el tener y no en el ser. Comprende que el camino de la superficialidad no lo llevará a buen puerto y que su Macondo particular está escrito, pero entiende que las letras las pondrá él. La magia es crear tu propia realidad desde el sentido del ser y no del poseer. El joven aprende a valorar lo importante y comprende que su ausencia de alegría, su tristeza era una ensoñación, el insomnio que precede a la pérdida de la memoria.
La temporada avanza y las experiencias se acumulan. El jugar al más alto nivel ya no es una motivación en sí misma es una realidad cotidiana y la vivencia de disfrutar partido tras partido de un protagonismo reflejado cada domingo en la alineación titular hace de nuestro defensa un baluarte relevante de su equipo. La confianza se construye a base de jugar y acertar, de ser entendido e incluso disculpado cuando el error venial aparece y sus consecuencias son irrelevantes. Pero la confianza se muere en el acto cuando el jugar y errar provocan una consecuencia inmediata y no subsanable. El juicio se sucede y los jueces, justos algunos y fariseos muchos otros, gritan a la mínima ocasión sus imprecaciones ausentes de argumentación técnica y de ética avalada por la comprensión del contexto.
El joven defensa juega con la convicción de pertenecer a un todo que disfruta y sufre unido de las consecuencias de su juego pero pronto la realidad le abofetea con el revés de la mano al interpretar el error fuera de ese todo indivisible y le señala a él como culpable.
Un balón que viene franco es despejado con un desequilibrio provocado por un rival y la superficie de contacto elegida no es colocada a tiempo para impactar el balón debidamente. La consecuencia, un golpeo aleatorio que elige su propia órbita y acaba en el único sitio al que no debe ir, la propia puerta. El silencio inunda los cinco segundos siguientes a la acción, las briznas de hierba se escuchan como un escándalo a la salida de una ópera, todo se para y ese pequeño impasse de tiempo dura una eternidad para nuestro querido muchacho. Solo hay luz para él, cuando en realidad lo único que desea es que toda la oscuridad del mundo lo cubra de inmediato. Ha marcado un gol en propia meta en una situación inverosímil, su equipo ha sufrido el escarnio de un error posible pero poco probable. Los compañeros lo miran pero nadie se acerca, si quiere consuelo se lo debe proporcionar él mismo, un onanismo emocional al que reniega por orgullo. Ha fallado, no hay remedio, hay que seguir jugando.
El partido concluye y el error ha tenido más trascendencia de la esperada. Su equipo ha perdido por la mínima, un gol a cero, su error ha sido la causa. Su error y la ausencia de acierto del resto de sus compañeros para marcar gol, pero su error prevalece en la retina de todos los justos que han acudido al estadio. Pero el sanedrín de sabios aún no ha dictado su sentencia. Esta aparece en forma de discusión desaforada, de descrédito desmedido, de ausencia manifiesta de respeto en todos los argumentos vacíos que ofrecen los ilustrados en la televisión. La prensa escrita lo señala sin pudor. Todo lo que rodea al muchacho apesta a error, todo lo que salpica al joven futbolista es un compendio de miseria argumental, ruido interesado y algún que otro beso de Judas que siempre aparece oportunamente.
El chico sufre el impacto del juicio sumarísimo y aprende que existe un submundo que vive a expensas de succionar la moral y el espíritu de quien se equivoca. La exposición mediática es brutal, el muchacho interioriza su error como algo inherente al juego, la sociedad lo incrimina como un fracasado, como un paria del deporte.
Nadie se acerca al apestado, solo se le señala, el silencio lo acompaña. Su espalda llena de puñales, su sueño manchado por la realidad infame de un deporte nacional habitual y consentido, la ignominia generalizada al dueño del error.
A lo largo de la semana que transcurre al partido fatídico, el muchacho recorre solitario los caminos del viejo parque y llega siempre a su destino final, el banco al lado del gran roble. Allí medita su pena y mastica su rabia. Allí espera inútilmente que termine su castigo pero necesita volver a jugar para demostrar lo pasajero del momento, el error insubsanable deberá formar parte de su cuaderno de ruta, de su experiencia pero mientras el ruido persista deberá asumir su papel de privilegiado social y aguantar como pueda ese chaparrón que solo parece caerle a los elegidos.
El viejo lo mira en la distancia, conoce los hechos y sabe de la crueldad de una sociedad que solo idolatra el éxito y de los palmeros que solo aparecen para adular o insultar la inteligencia de los mansos, aprovechando el ruido colectivo para tratar de hincar el diente y llevarse algo de porquería a la boca.
El muchacho, cabizbajo vive su pena en solitario intentando entender la dimensión de los hechos. No ha pasado nada en realidad, un error suyo ha supuesto un gol en contra, en cambio todos lo señalan públicamente como culpable, todos lo ven como el causante. Nadie habla de la ausencia de acierto de los demás, él purga la pena de todos.
El viejo se sienta en silencio al lado de su pupilo y lo mira con condescendencia. El muchacho lo mira con ojos que denotan perplejidad y dolor de espíritu.
El viejo no dice nada, solo lo mira. Una mano áspera y callosa, oscura y arrugada se acerca lentamente a la cara del muchacho y lo raspa tratando de parecer una caricia. El muchacho sonríe con esa mueca triste del payaso desganado. El viejo se levanta y le entrega un paquete. Sin mediar palabra, se marcha sin mirar atrás. La lección ha de ser aprendida en la soledad absoluta, la solución vendrá en una explosión de autoafirmación que necesita ser provocada desde dentro. El orgullo personal generará el valor suficiente para impulsar el ansia de demostrarse a uno mismo que está por encima del bien y del mal y sobre todo, que uno está por encima de Caínes e Iscariotes, que Efialtes de Tesala no puede oscurecer el afán de crecer y de creer en uno mismo. La traición solo viene del interior de la persona cuando deja de creer en lo que lo mantiene de pie. Los de fuera son de palo, decía el maestro. Pero el viejo vive la angustia de ver sufrir a quien se quiere y decide no profundizar en el dolor con palabras banales.
El muchacho sabe lo que encierra el paquete recibido. Lo abre con cuidado, como siempre y vuelve a sentir en sus manos el peso de algo más que un libro, está recibiendo un nuevo mapa que lo guiará a la próxima estación. Abre el libro sin mostrar ninguna emoción pero por dentro arde el primer rescoldo de lo que será la llama que lo eleve al momento de afrontar su realidad con la contundencia y el empaque de los que saben sufrir y salir adelante.
La Conjura de los Necios se titula el libro, de John Kennedy Toole.
Ignatius Reilly invade la vida del muchacho en toda su extensión. Su impacto es total, su abrumadora personalidad, su capacidad para ser un inadaptado total en un entorno en el que ocurren las más hilarantes situaciones lo hacen reír sin complejos a la par que le hacen pensar en lo miserable que es la vida en ausencia de valores. La tristeza de darse cuenta del impacto de la superficialidad y el brote de esperanza al pensar que uno, particular e indivisible, trata de imponer su criterio a pesar de la locura de sus actos y de lo incoherente de sus juicios. A medida que se acerca al final, el joven muchacho ve en Ignatius al rebelde irreductible que confunde los caminos pero no la actitud y comprende que a través del sentido del humor puede y debe asumir las consecuencias de sus problemas para afrontarlos sin temor. El viejo conoce los resortes que mueven a un ser humano y nuevamente lo ha impulsado a levantarse e imponerse a sí mismo una conducta de rebeldía que debe llevarlo a crecer desde dentro.
El partido ha llegado y ha sido elegido para defender nuevamente los intereses de su equipo. El público le silba recordándole el pecado mortal cometido en el partido anterior pero el joven futbolista juega envuelto en una coraza impenetrable, su concentración es total, su nivel de acierto aumenta a medida que el partido avanza, asume el protagonismo y se rebela contra lo establecido, juega, participa, colabora se muestra y se expone indiferente al error, las sensaciones que irradia pronto contagian a todos los que lo observan, los fariseos tienden a esconderse, el sanedrín hace un master del dominio del silencio y engullen cada uno de sus improperios lanzados sin la más mínima consideración. El balón le llega franco, todos esperan que en un acto de genio lo impacte y lo saque del estadio, pero el chico sabe en qué consiste su trabajo y elige la mejor opción, su superficie de contacto, la ideal, impacta debidamente en el esférico y este orbita justo en la dirección adecuada, hacia el compañero mejor situado que inicia un contragolpe que sorprende al rival, la consecuencia final, el gol. El único gol del partido que otorga la victoria a los dueños del acierto.
Sin necesidad de reivindicarse, abandona lentamente el campo de juego, podría gritar “me lo merezco” pero su humildad se lo impide, podría señalarse reiteradas veces su número pero él sabe que su gozo es interior, no necesita reivindicarse públicamente, no lo hizo en los momentos amargos, no lo hará ahora. Simplemente sale saboreando el dulce y profundo éxtasis de la victoria, el orgullo y el ego están encadenados y solo campan a sus anchas en ese diálogo interior que comparte en su cabeza. La relatividad de un momento de acierto o error ha dejado de suponer un problema, el juicio ha dejado de provocar un caos innecesario. La miseria social no mancha más que en aquel pequeño instante. El muchacho conoce cuales son las motivaciones que lo mueven en el fútbol y asume su papel sin medias tintas. Hoy la luz vuelve a cubrirlo nuevamente para mostrarlo al mundo tal cual es, un futbolista comprometido con su profesión.
La confianza vuelve a crecer y el fútbol fluye sin obstáculos. El muchacho domina la situación y juega, vive los mejores momentos de su corta carrera y se consolida como uno de los mejores en su posición. Se especula con sus posibilidades futuras e incluso los ecos de la selección nacional empiezan a sonar. Él sigue su camino trazado, centrado en cada partido, en cada momento, afrontando su trabajo desde el rigor y la profesionalidad. Sabe que si todo va bien, las cosas llegarán pero para ello necesita continuidad.
Partido tras partido demuestra que va a más y la confianza se instala de forma definitiva a vivir en su amplio estado de ánimo. Cada partido sufre los embates de los contactos, lucha y se impone por fútbol, utiliza la fuerza necesaria, se guía por una ética personal del trabajo que lo ayuda a desarrollarse como deportista. Su juego crece y evoluciona, pero un balón dividido se cruza en su camino y un pequeño resbalón previo al arranque hace que llegue tarde. El delantero se anticipa y se lleva el balón, el joven muchacho impacta con contundencia con su rodilla contra la tibia del rival y gira de forma heterodoxa quedando tendido en el suelo en una posición incómoda. Algo va mal, la pierna no responde, creyó escuchar un leve chasquido y ahora su rodilla no funciona, atascada trata de volverla a su posición pero no puede, un grito desesperado de impotencia sale de lo más profundo de su garganta. Pronto llegan los médicos y lo inmovilizan, no pinta bien. Sale en camilla ante el aplauso unánime del coliseo, aplausos mudos a los oídos del muchacho que solo ve que su cuerpo está incompleto, su rodilla no funciona, no puede caminar y no sabe las consecuencias del daño. El miedo lo inunda todo y un llanto inconsolable lo envuelve en una neblina de angustia que crece a medida que pasan los minutos. Al llegar al vestuario una primera exploración y las miradas cruzadas por los doctores le indican que la cosa no va bien, debe ir al hospital cuanto antes.
Las horas pasaron lentamente, su rodilla dormida y recién operada se encuentra vendada y protegida. La lesión ha sido grave, muy grave, necesitará mucho tiempo de reposo y una complicada recuperación. El mundo se le viene encima al pobre muchacho. Como siempre, en el momento más inoportuno una desgracia no prevista trunca el camino a seguir. No queda más que conformarse y esperar. No puede reprimir las lágrimas cada vez que se queda solo, su primera lesión grave lo puede condenar a abandonar lo que tanto le ha costado conseguir.
Pasadas unas semanas, la lesión ya está totalmente asumida pero el estado de ánimo sigue por los suelos. Ya puede desplazarse con la ayuda de muletas y el chico se aventura a realizar pequeños paseos que lo llevan una y otra vez al parque, al banco situado al lado del gran roble y allí, cansinamente espera la llegada de su viejo amigo.
El viejo, sabedor de la lesión de su compañero se deja ver pronto por las cercanías y arrastra su sempiterno carrito, cansinamente tras de sí, hasta llegar a los pies del joven futbolista lesionado.
–Veo que te has hecho mucho daño- dice el viejo apesadumbrado. –¡Lo siento mucho!
–Ha sido grave –contesta el muchacho en un tono bajo que denota su preocupación. –Tendré que guardar reposo durante mucho tiempo y después trabajar durante varias semanas para recuperar la total movilidad. No saben si podré volver a jugar al mismo nivel que hasta ahora.
–No lo saben porque no lo pueden adivinar, son médicos, no magos –contesta el viejo tratando de infundir ánimos al chico.
–He tenido mala suerte, nunca pensé que me podría pasar esto. Puede ser el final de mi carrera.
–Mala suerte es morirse o peor aún, perder a quienes más quieres- dice seriamente el viejo. –Has tenido la fatalidad de lesionarte gravemente, algo a lo que has estado expuesto todos estos años sin que le hubieses prestado la más mínima atención. Deberás concienciarte de que el camino a recorrer ahora será duro pero que servirá para volver a ser, no el que eras, sino alguien mucho mejor. Esta experiencia debe fortalecerte para crecer y mejorar.
–Es fácil decirlo cuando puedes caminar por ti mismo y no tienes nada que perder- responde airado el muchacho.
–Tengo lo mismo a perder que tú, el respeto por mí mismo, ni más ni menos. No te pienses que por tener una lesión y haber vivido en el más absoluto de los privilegios te da derecho a exigir más condescendencia que a los demás. Mucha gente sufre y pierde lo que tiene y no le queda más remedio que salir adelante. Tú has tenido una fatalidad pero no creo que tengas que devolver todo lo conseguido por estar cojo por unos meses. ¿Estás dispuesto a entregarlo? Es normal que te quejes pero hasta un punto. Comparar tu situación con la de otro solo te servirá para crear malestar y provocar controversia innecesaria entre quienes te apreciamos.
El muchacho guardó silencio sabedor de que había ofendido al viejo con sus quejas. Esperó unos segundos y se disculpó pobremente. El viejo, conocedor del estado de ánimo abatido del chico no profundizó en el problema y simplemente le sonrió, dando por zanjado el tema. Antes de marcharse, revolvió en su destartalado carrito y sacó un pequeño libro que entregó en mano al joven jugador. Este lo recogió con una sonrisa agradecida. El viejo se levantó y se marchó, no sin antes atusar el cabello de un muchacho que ya solo tenía ojos para lo que reposaba en sus manos. El libro era pequeño, muy usado, como todos los que el viejo le había regalado, sus páginas amarillas se apretujaban entre las portadas de un cartón ajado no por el tiempo sino por su constante uso. El hombre en busca de sentido de Viktor Frankl.
Pronto comprendió el muchacho el porqué de la airada reacción del anciano. Viktor Frankl, el padre de la logoterapia había sufrido en sus carnes la pérdida de sus seres queridos y había sido encarcelado en el campo de concentración de Auschwitz. Allí sufrió todas las carencias imaginables por las que pasa un ser humano y también las inimaginables. Vivió la ausencia de todo lo que nos distingue como personas y sufrió en sus propias carnes la maldad, el terror y el dolor de compartir la crueldad humana más descarnada. Desde dentro del más absoluto pandemónium ayudó a sus semejantes y logró ir salvando día a día a algunos que habían perdido la voluntad de vivir. La voluntad de vivir, de ver un día más, la esperanza de volver a juntarse con los tuyos, ver como acaba todo, la curiosidad escondida a pesar de las más brutales consecuencias. Viktor Frankl supo soportar y sacar provecho de su desgracia para llegar al final y vivir. Vivir para poder ayudar a otros bajo una disciplina, la psicología, que se vio completada por las propias vivencias del protagonista.
El joven muchacho terminó pronto la lectura, se la devoró de inmediato y comprendió que su futuro estaba en sus manos, en su voluntad de salir adelante. Comprendió que para superar su problema debía mantenerse firme en sus convicciones y no perder el deseo de vivir, en este caso, el deseo de recuperarse y tratar de mejorar. Sufrió durante muchas semanas la incomodidad del reposo y afrontó el proceso de recuperación con entereza, a pesar del dolor, a pesar de algunos pasos atrás que tuvo que dar para seguir teniendo garantías de que su recuperación sería posible.
Y ese día llegó, por fin. Tras muchos meses de incertidumbre, el momento de volver a entrenar se convirtió en realidad. Muchos días de llanto contenido por el dolor soportado. Muchas noches de lágrimas fáciles por la incertidumbre generada. Su rodilla se recuperó y con ella todo lo demás. La experiencia, dura, le enseño al muchacho a valorar, más si cabe, el privilegio de su trabajo. Supo entender desde el primer momento que volvió a pisar el vestuario, la importancia de sobreponerse a la adversidad para volver a disfrutar de una posición única. Su deseo era volver a jugar, a correr y sentir las sensaciones que antes no había valorado suficientemente. Nuevamente salía el sol, un sol para un muchacho distinto, para un hombre que había madurado desde el dolor, que había dejado su crisálida de juventud para salir al aire y volar con sus nuevas y coloridas alas. La lesión lo había transformado, ahora debía corroborar dicha transformación mostrando su madurez en el propio juego.
Los partidos, poco a poco empiezan a sucederse. Al principio los minutos de juego, contados y ganados a pulso en cada entrenamiento, son momentos de duda, los balones divididos aún atemorizan un poco al joven futbolista y los choques y contactos propios del juego provocan cierta inquietud. La duda se va disipando a medida que los encuentros se suceden y jugar con asiduidad empieza a convertirse en normal. La continuidad trae consigo nuevamente la confianza y sobre todo, la nueva dimensión que ha cobrado el juego para el muchacho. Jugar se convierte en un disfrute, atrás quedaron ya aquellos años en los que lloraba porque no quería ser defensa, tras el impacto de la lesión, la percepción del fútbol es algo más que una simple profesión y eso se nota en el rendimiento.
A medida que pasan las jornadas y la temporada avanza, el protagonismo en el juego es cada vez más palpable, su experiencia y su talento le permiten afrontar los partidos con un talante diferente, sabe competir, sabe jugar, se enfrenta a las incógnitas del juego con la solvencia de quien conoce todos los caminos a recorrer, las vivencias, los ejemplos, las aventuras vividas en momentos de introspección personal le permiten afrontar las decisiones derivadas del partido con suficiencia y ello trae consigo el reconocimiento general. Nuevamente los cantos de sirenas se dejan oír y los grandes equipos se molestan en enviar emisarios para tentar con sus propuestas al futbolista. Y finalmente el momento culminante de toda trayectoria llega, la selección nacional hace su llamada.
Tras años de formación, sacrificios y mucho tiempo de reflexión, el fútbol permite al joven alcanzar la cima, tras los sinsabores de la derrota, la significación del error, la crítica, ser denostado, el reconocimiento al logro y la superación como elementos determinantes de todo deportista, llegó el momento de afrontar el reto de representar a todos y no a unos pocos, y ello llena de orgullo al propio futbolista y a todo su entorno. La llegada al lugar de concentración supuso toda una experiencia para el joven jugador pero el momento determinante fue a la salida del túnel de vestuarios, su llegada al campo de juego, en formación para afrontar el partido de su debut.
Debidamente alineado con sus compañeros, formados para iniciar los protocolos habituales de todo partido internacional, el inicio del himno nacional le indicó que el sueño era toda una realidad. La mirada alta, al tendido, vislumbrando de soslayo a toda la afición en pie alentando esa oda al viento que significa el canto de una letra común, ese momento era el reflejo de toda una trayectoria de trabajo. La plenitud profesional, el sentirse elegido y llamado a defender el interés de todos. Esa sensación resumía el placer de haber vivido durante tanto tiempo en la incertidumbre de tratar de saber si llegaría el momento o no. E inconscientemente el muchacho se acodó del viejo vagabundo, del banco del parque al lado del gran roble, de los momentos de soledad acompañado de un libro y de mil sentimientos encontrados. Ese breve instante de diplomacia deportiva sirvieron para darse cuenta de lo importante que había sido el viejo en su vida.
Y nuevamente el reconocimiento llegó y con él la fama y el dinero, la posibilidad de crecer en su carrera y afrontar nuevos retos. Muchas cosas habían ocurrido desde aquel día que sentado en el banco del parque, lloraba porque no quería ser defensa.
Tras los fastos y las loas del partido internacional y después de haber asentado su posición en el equipo de cara a un futuro, el joven futbolista volvió reiteradas veces al parque en busca del viejo. Nunca lo encontraba, cada vez que trataba de localizarlo, el tiempo pasaba inmisericorde sin que el viejo se dejase ver.
Una mañana, tras el entreno, el joven volvió a desplazarse al parque y como siempre tomó asiento en el viejo banco y pasó largo rato mirando al gran roble. No había libros a su alcance y el viejo no daba señales de aparecer.
Un señor de traje y corbata se dirigió al muchacho y le habló muy educadamente, la pregunta que le hizo lo alteró:
–¿Es usted el niño que no quería ser defensa? –dijo despreocupado el hombre del traje.
El chico se quedó estupefacto mirando a su interlocutor y no pudo articular frase alguna.
–Mi cliente me ha encargado que le entregue esta carta y este libro. Soy su albacea. ¿Por favor si es tan amable de abrirla y leerla?
El chico tomó la carta con manos temblorosas y la abrió torpemente. Un papel blanco inmaculado estaba doblado cuidadosamente y al extenderlo, una caligrafía cuidada y pulcra, ligeramente inclinada y muy bien elaborada dejó sorprendido al muchacho. Tras un instante de duda, comenzó a leer:
Estimado muchacho:
Cuando leas esta carta, ya no estaré en este mundo, he encargado a mi abogado que se ponga en contacto contigo para llevar a cabo mis últimas voluntades. Por fin me habré ido, todo lo que tenía que realizar en esta vida ya lo he hecho, solo me quedaba despedirme.
He tenido la suerte de verte crecer y por fin de verte llegar a lo más alto. He contenido las lágrimas de emoción al verte erguido, orgulloso cantando el himno previo al partido, seguramente mi último partido. He disfrutado como un padre al comprobar que todo lo que has sido capaz de asimilar a lo largo de tu trayectoria lo has sacado a la luz ese día. He visto a Strogoff, a Sherlock Holmes, a Guillermo de Baskerville, al Conde de Montecristo, he visto cómo Frodo Bolsón afrontaba la misión más compleja desde su intrascendencia, a David Copperfield e incluso a Ignatius Reilly cuando se ha terminado el partido y te has mostrado tan irreverente por el resultado. Pero sobre todo, te he visto a ti, al niño que no quería ser defensa, superando todos los retos y demostrándote a ti mismo tu propio valor.
Me he sentido orgulloso de haber podido compartir, desde mi insignificancia, todos tus momentos importantes que los he hecho míos.
Desde aquí me despido con un hasta siempre. Estaré esperándote allí en el cielo, si es que existe, pero no te des prisa en venir. Y si no hay cielo, bueno, simplemente seremos parte de algo que seguro valdrá la pena.
Hasta siempre amigo mío. Solo te pido una cosa, ¡disfruta, muchacho, disfruta!
Un viejo que se ha llevado consigo la alegría que le has dado.
El chico se quedó sentado, muy quieto mirando la extraordinaria caligrafía del viejo, cuando una lágrima surcó el rostro del joven, del hombre, una lágrima que sería la única derramada como tributo al recuerdo del viejo vagabundo, una lágrima lenta en su caminar, llena de significado, una lágrima que se encontró una compañera de viaje, cuando el chico abrió el libro que le había tendido el hombre de corbata, una sonrisa sincera, la sonrisa que siempre aparecía al iniciarse cada nueva aventura, la lágrima frenó su penar al llega a la comisura de unos labios que pronunciaron quedamente: “En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme, no ha mucho tiempo que vivía un hidalgo de los de lanza en astillero, adarga antigua, rocín flaco y galgo corredor”.