Mosaico de Lampedusa

Giuseppe Tomasi di Lampedusa, según lo que se sabe de su vida, fue un hombre oscuro. Escribió un libro, apenas un haz de relatos, otros textos sobre sí mismo y sobre Stendhal. Y luego murió, en 1957, sin ver publicada la obra de su vida, El Gatopardo. La habían rechazado dos de las grandes editoriales de la Italia del momento, Einaudi y Mondadori. Post-mortem, un editor rico, comunista y partisano, Giangiacomo Feltrinelli, descubrió el potencial de la novela y se lo descubrió al mundo: la primera tirada, de 30 mil ejemplares, duró tres días. Como el entrenador del instituto que aconsejó a Michael Jordan dedicarse a otra cosa, pues del baloncesto no iba a vivir, o las discográficas que desdeñaron a los Beatles, esas majors del negocio editorial italiano de principios de los 60 cometieron uno de esos errores de juicio que sirven para animar a los aventureros de todos los tiempos; lo que habían tenido delante no era una novela anticuada, desfasada o pasada de moda, sino uno de los frescos bizantinos de San Vital o el Gran Palacio de Constantinopla.

Acaso como él, señor de Lampedusa, un trozo de piedra y arena entre Sicilia y África de la que ya sólo poseía el nombre, el protagonista de El Gatopardo es un fin de raza. Pura contradicción, Fabrizio Salina, el último león de una casa herida de muerte, siente bambolear por su cabeza unos versos que leyó una vez en París, de algún poetastro cualquiera: “Donnez-moi la forcé et le courage de contempler mon coeur et mon corps sans dégoût”. Lo que Lampedusa, intelectual solitario, quizá misántropo, bibliófilo y atado al poste moral al que vino al mundo, construyó fue un alter ego inspirado en la propia existencia de su bisabuelo: un aristócrata cultísimo, de un humor sardónico, al que no comprende nadie y que sólo puede entenderse con lo que le rodea mediante el ejercicio de su prestigio personal, mezcla de respeto ancestral, temor y poderío económico.

Lampedusa escribe como Stendhal. La vida fluye de su escritura, como una manantial que nunca es riachuelo, y muchas veces, en cambio, es Iguazú. Un mundo vivo que gime, llora, ríe, se queja, grita y sobre todo, se estremece, brota de Lampedusa, como brotaba la luz y la partícula elemental de Stendhal. Y de Lampedusa cae en cascada nada menos que Sicilia, la tierra más vieja del mundo: “Abrió una de las ventanas de la torrecilla. El paisaje lucía todas sus bellezas. Bajo el fermento del sol todas las cosas parecían privadas de peso; el mar, al fondo, era una mancha de color puro, las montañas, que por la noche parecían terriblemente llenas de asechanzas, semejaban montones de vapores a punto de diluirse, y la torva Palermo extendíase tranquila en torno a los conventos como una grey a los pies de los pastores. En la rada las naves extranjeras ancladas, enviadas en previsión de disturbios, no lograban infundir una sensación de temor en la majestuosa calma. El sol, que todavía estaba muy lejos de alcanzar su máxima intensidad, en aquella mañana del 13 de mayo, revelábase como auténtico soberano de Sicilia: el sol violento y desvergonzado, el sol narcotizante incluso, que anulaba todas las voluntades y mantenía cada cosa en una inmovilidad servil, acunada en sueños violentos, en violencias que participaban de la arbitrariedad de los sueños”.

Lampedusa

En poco más de 300 páginas, Lampedusa escribe una novela que bien podría ser un apéndice de Guerra y Paz garabateado por Henri Beyle en un balcón al Tirreno. Sin embargo, no es un libro del todo decimonónico, porque se narran unos breves fragmentos de la vida de Fabrizio Corbera, Príncipe de Salina, a través de retratos parciales, casi todos concentrados en torno a las fechas de la Unificación de Italia: 1860, y luego un doble salto temporal al final, de veinte años el primero, y de cincuenta el segundo. Al igual que en la magna opera de Tolstoi, se sucede la acción a través de escenas de salón que reflejan la realidad cotidiana de la postrera aristocracia absolutista de Europa, la del Reino de las Dos Sicilias. Desventradas, diseccionadas sardónicamente por el propio príncipe, las cuitas de unos seres atenazados por la gravedad heredada, formal, unos seres, “que no son como nosotros”, en palabras del cura de la casa, el padre Pirrone, en El Gatopardo Lampedusa recrea un cortejo fúnebre de monstruos infelices. De hombrecillos, de individuos abotargados, de reos condenados a muerte por Sicilia, el tercer gran personaje del libro: los otros dos son el consabido Salina, por cuya voz se nos cuenta la historia, y el padre Pirrone, un jesuita nacido en el campo inhabitable de la isla que aluniza en la Casa Salina como en un planeta remotísmo del cosmos, morado por alienígenas que le dan de comer.

“Verá, don Pietrino”, dice Pirrone, en el capítulo en donde vuelve a San Cono, su terruño, y que Lampedusa aprovecha para contrastar el modo en que pobres y ricos, campesinos y señores, asumen el nuevo status quo impuesto desde el norte por el rey Saboya y el conquistador de la casaca roja. “Los señores, como dice usted, no son gente fácil de entender. Viven en un universo particular que ha sido creado no directamente por Dios, sino por ellos mismos durante siglos de experiencias especialísimas, de afanes y alegrías suyas. Poseen una memoria colectiva muy poderosa, y por lo tanto se turban o se alegran por cosas que a usted y a mí nos importan un rábano, pero que para ellos son vitales porque están en relación con su patrimonio de recuerdos, de esperanzas y de temores de clase”.

Patricios y plebeyos no se diferencian sólo en el dinero. Pirrone, que es plebeyo, vive entre los patricios y los conoce mejor que nadie, pues él sabe cuáles son sus pecados, como depositario sagrado de ellos. El sacramento de la confesión le confiere a Pirrone la virtud, digamos, periodística, de ser un recipiente privilegiado de las mejores fuentes. Él es el reportero que Lampedusa utiliza para contarnos el gran reportaje de la decadencia de un mundo putrefacto que, en 1860, ya había durado demasiado: “Estos nobles tienen además el pudor de sus propias calamidades; he visto a un desdichado que decidió matarse al día siguiente y que parecía sonriente y vivaz como un niño en vísperas de su Primera Comunión. Sin embargo, usted, don Pietrino, lo sé, si se viera obligado a beber uno de sus mejunjes de sen ensordecería el pueblo con sus lamentos; la ira y la befa son señoriales; la elegía y la jeremiada, no”.

Lampedusa radiografía la sangre que corre por sus mismas venas: quizá nadie se ha descrito a sí mismo, ni a los suyos, con tan cáustica exactitud. En Lampedusa no hay distancia: es un aristócrata que se sabe miembro del último pelotón, de la última línea. Y lo cuenta, abriéndose las entrañas, sin importarle el dolor, porque sazona el combate con belleza.

Pero en El Gatopardo no hay escenas de guerra. La guerra es algo que ocurre y condiciona la trama: Garibaldi, la anexión de Sicilia al Estado italiano que se está pariendo entre Cerdeña y el Piamonte, pero suena dentro de la narración como una cosa lejana. Como un fastidio. Lampedusa, seguramente, decidió quedarse con los paseos introspectivos que determinan los cambios de rumbo de Fabrizio del Dongo en La Cartuja de Parma y Julien Sorel en Rojo y Negro. El paisaje se configura así como un interlocutor al que el príncipe se dirige, conmina, maldice y describe: “Uno se encontraba en el inmemorial silencio de la Sicilia pastoril. De pronto uno estaba lejos de todo, en el espacio y más aún en el tiempo. Donnafugata con su palacio y sus nuevos ricos quedaba apenas a dos millas, pero parecía descolorida en el recuerdo como esos paisajes que a veces se entrevén en la lejana desembocadura de un túnel. Sus penas y sus lujos parecían aún más insignificantes que si hubiesen pertenecido al pasado, porque, con respecto a la inmutabilidad de este campo distante, parecían formar parte del futuro, haber sido extraídos no de la piedra y de la carne, sino del tejido de un soñado porvenir, extraídos de una utopía deseada por un Platón rústico y que por cualquier mínimo accidente podía también adquirir formas de acuerdo con maneras del todo distintas o quizá no ser; desprovistos de ese tanto de carga energética que toda cosa pasada continúa poseyendo, no podían ya causar preocupación alguna”.

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El Risorgimento, o el proceso unificador de la histórica nación italiana, acude a El Gatopardo como, naturalmente, metáfora: es el matrimonio entre el ahijado del príncipe, Tancredi Falconeri, y Angelica Sèdara, la hija del alcalde de Donnafugata, la aldea donde veranean los Salina. Lampedusa no escribe: esculpe. Las analogías y metáforas se concatenan, y del libro sale auténtica luz. El Gatopardo huele, su perfume es de vida y es de muerte, porque las dos huelen a lo mismo. Tancredi, heredero de un linaje arruinado, es tan manirroto como su padre, pero mucho más listo: avista en el horizonte y ve una paloma muy gorda y muy próspera. Es la bolsa de su suegro, Calogero Sèdara, un pequeñoburgués que se ha ido haciendo rico a costa de la desgracia de la vieja aristocracia, que sólo sabe gastar, gastar y aparentar. Tancredi es la vieja clase dominante copulando con la nueva, fecundando así Italia, el nuevo constructo nacional representado en la tricolor (despreciada por el príncipe por considerarla remedo de la bandera francesa) con una clase nueva, mestiza, criolla: la burguesía, basta y tacaña con su abuela materna campesina, ambiciosa y ávida de opulencias como su abuelo el noble en bancarrota. La unificación es vista por Fabrizio como un pacto: aquello de que todo cambie para que todo siga como está, frase que tanto ha trascendido de la obra lampedusiana, y que le sirve al príncipe para despertar y darse cuenta de lo avispado que es su sobrino.

Para la estirpe de la que el príncipe Salina es el último ejemplar, la transición del absolutismo borbónico al nuevo orden de las cosas, constitucional, saboyano y ‘nacional’ (esto es importante; la conciencia nacional viene en las alforjas de los nuevos amos, quienes necesitan legitimarse como los machos alfa de una sociedad hasta ese momento gobernada por unos reyes y unos nobles prácticamente iguales ante Dios y ante la tierra, únicos fundamentos de su poder terrenal) significa ceder una parte para conservar el todo: Salina tiene que congraciarse con los apóstoles del nuevo Estado, quienes le aseguran zalameramente que ni él ni su patrimonio sufrirán más menoscabo del preciso. También significa mezclarse, diluirse en una sangre nueva que parirá una nueva oligarquía: la de las castas políticas que regirán la Italia del siglo XX. Pero para el pueblo, para los campesinos, para la carne de cañón, el nuevo Estado se revela como un recaudador masivo que confisca mediante el tributo y el control, como bien se queja el herbolario de San Cono, que ha de pagar, a partir de ahora, 20 liras al año por un trabajo que hasta ahora había llevado a cabo gracias a la indulgencia de los abades, dueño de la tierra a la que arrancaba sus yerbas.

El fallecimiento, no obstante, del príncipe, tiene la rotundidad silenciosa de la muerte de Petia Rostov, y la piedad atmosférica que cae sobre la de Andrei Bolkonski como un manto de naturalismo que cala hasta los huesos del que lee. Y lo hiela. “El fragor del mar se calló del todo”. La belleza viste El Gatopardo con un hábito de grandeza incomparable en la literatura moderna, porque Lampedusa es un extraordinario creador de imágenes. Algunas son tan potentes que trascienden el texto, y le dan a la historia narrada verdadero relieve físico: de las páginas salen hombres y mujeres encadenados entre sí por un impulso sexual irresistible que atraviesa la novela como una corriente telúrica que nunca llega a desbordarse del todo. Como en la escena de Novecento en la que el viejo Berlingheri, Burt Lancaster, va a morir a la vaquería de su finca intentando que la niña campesina se la ponga dura, Fabrizio Corbera, Príncipe de Salina, muerde el bozal de la civilización que le impide polinizar a Angelica: por momentos, la tinta de la letra se recalienta hasta hacernos sentir la angustia física del propio príncipe, quien lamenta no ser uno de sus tatarabuelos feudales para acogerse a la pernada. La niña de los Sèdara es el retrato de Eva con la manzana en la boca. Era natural que Burt Lancaster también protagonizase la adaptación al cine de El Gatopardo. 

“Las rosas Paul Neyron, cuyos planteles él mismo había adquirido en París, habían degenerado. Excitadas primero y extenuadas luego por los jugos vigorosos e indolentes de la tierra siciliana, quemadas por los julios apocalípticos, se habían convertido en una especie de coles de color carne, obscenas, pero que destilaban un aroma denso casi soez, que ningún cultivador francés se hubiese atrevido a esperar. El príncipe se llevó una a la nariz y le pareció oler el muslo de una bailarina de la Ópera…” Salina, Pirrone, Tancredi, Angelica, todos son títeres de Sicilia, madre que tortura a sus hijos mediante el calor, el bochorno y la sensualidad perezosa. En ninguna obra tanto como en la lampedusiana, el hombre está sujeto con tanta fuerza a la tierra que pisa. Nadie escapa de Sicilia, ni nadie escribe como Giuseppe Tomasi, capaz de hacernos ver al soldado destripado entre las breñas de Casa Salina, capaz de convertir un huerto no en un lugar de santidad como era para Víctor Hugo, sino en un cementerio. Un camposanto donde danzan a la vez el deseo, la lujuria y la mezquindad. Estremecidas todas ellas por el estertor de la tierra, que muge invitándonos a pisarla para dormir el letargo de los siglos.

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