Siete días atrás, conocí a Sylvain. Siete noches antes, él, había sobrevivido a la matanza del Bataclan.

Desde la barra de la taberna, le ofrecí distintas cervezas artesanas y eligió una saison especiada con clavo. Al captar un deje foráneo en su acento le pregunté de dónde era. Parisino, respondió. Entre una Weihenstephaner y una Brooklyn le tendí la mano transmitiéndole mis condolencias. La emotividad del instante fue notabilísima. Acto seguido, sólo pude inquirir: ¿Cómo estás?

El pesar ceniciento que invadía su rostro era asemejable al de un treintañero aquejado por un cáncer testicular, en remisión. Alguien que arrastra sus huevos por el mundo tras sentir que ha estado a punto de perderlos.

–No sabes qué bien me están sentando estas cervezas…

–Claro, mon ami, podrías estar muerto, y no haber llegado jamás aquí.

–Y aquí estoy.

–Y aquí estás, así que… ¡Bendito sea el lúpulo, incorruptor del fermento! Salut!

–Salut!

Su sonrisa, impagable, tras trivializar sobre nuestra fugacidad. Aquel horror que asomaba en boca del coronel Kurtz se había desbordado en el seno de ese antiguo teatro de varietées, y allí había estado Sylvain –en el epicentro de una masacre–, por tanto, sólo cabía aportar calidez a la consternación, siempre gélida.

–Estoy aquí, en un viaje ya previsto, porque no era mi momento. Pero fue el momento de ver todo aquello. De ver morir, y de ver matar.

–Entonces, la siguiente cerveza ha de ser alguna con dry hopping ¡Hay que restar amargor y cargar de alcohol!

–Absolutement!

Los parroquianos concedieron tregua a nuestra tertulia. Le ofrecí un cigarrillo y proseguir nuestra charla, fuera, en el tonel esquinero. Aceptó con gusto y, tras la segunda calada, sostuvo el cilindro incandescente como si fuera un tubo de ensayo. Cuatro años llevaba sin fumar, musitó. El silencio posterior entrambos fue muy elocuente. Compartíamos uno de esos pitillos de trinchera, con una complicidad tan fugaz como el humo de cada bocanada. Sus facciones afrancesadas se contrajeron por un instante,  y mudó el semblante. Quién era yo para interrumpirle con preguntas huecas. Innecesario del todo. Mientras alzaba la vista hacia mí, endulcé la mirada cuanto pude y, Sylvain, me regaló una mueca cansada repleta de vitalidad.

–En una revista de la que formo parte, voy a escribir sobre este encuentro. ¿Me das permiso?

–Por supuesto.

–Le tour des miserables –pronuncié con mi (mejor) francés impostado.

–Me gusta como suena.

–Tenía previsto combinar la marathon de París con la obra de Victor Hugo y los nuevos enclaves funestos de la ciudad… pero has aparecido tú.

–Merci beaucoup. Espero leerte.

La conversación transcurrió entre meandros cerveceros. La sacudida existencial ya había sido suficiente como para ahondar en el Viernes 13, a la orilla del Sena. Los detalles escabrosos pueden ficcionarse con la imaginación. Alzamos las pintas al cielo, in memoriam, y así nos despedimos en un abrazo cargado de energía.

Como si estuviera en la Roca de Guía, contemplando los azotes del mal entre relatos que cuentan los sedientos. Como si me hubiera convertido en Kvothe, y Sylvain, fuera una suerte de Cronista que llega, sacude e induce a la introspección. Desde detrás de la barra prosigo con mis labores tabernarias y alguna que otra reflexión. Tanto da si son «esos» integristas con que nos acribillan los medios o son operaciones encubiertas de quienes mueven los hilos del mundo y se valen de la yihad para promover el Nuevo Orden Mundial. Tanto da.

La incesante noria de los miserables que nunca abogarán por la paz. Las guerras generan dividendos, esto, no es una conspiranoia, es una obviedad. Estos acontecimientos tampoco son nuevos: mártires y excusas. Desde las Torres Gemelas hasta la explosión del Maine.

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