Siete años de investigación confirman la arbitrariedad de la campaña militar que causó más de 250.000 muertes. Una confirmación más de la existencia de oscuros intereses detrás de la operación. El Informe Chilcot, presentado en Reino Unido, deja claro que se invadió Irak “antes de agotar todas las opciones pacíficas” y amparándose en unas “certezas que no estaban justificadas”: las armas de destrucción masiva que nunca existieron. Tony Blair dice que actuó de buena fe. José María Aznar no da explicaciones.
Fue el también laborista Gordon Brown quien en 2009, cuando ya era evidente que aquellas armas de destrucción masiva se habían inventado, encargó la investigación del proceso que desembocó en esa guerra que aportó la cuota de sangre con que la humanidad intenta iniciar cada siglo de su Historia. El resultado es un informe de doce volúmenes que ya no puede solucionar nada, y que, como mucho, constituye un apoyo moral a las víctimas, ya que no implica la apertura de ninguna causa judicial.
El informe prueba que existieron maniobras propagandísticas cuyo objetivo era hacer percibir la guerra como la única salida posible. Colin Powell se había presentado en Naciones Unidas con un power point lleno de fotos aéreas, flechas y anotaciones que, supuestamente, probaban la existencia de un programa de armas devastador en el golfo Pérsico, pero no convenció prácticamente a nadie. Para contrarrestrar la mala imagen causada por la falta de apoyo de la comunidad internacional, Tony Blair y José María Aznar acordaron una estrategia de comunicación.
La actuación del presidente español fue el ejemplo más claro de mediocridad política y provincianismo diplomático que ha dado este país en los últimos años. Aznar quería invadir Irak a toda costa. Llevaba sufriendo ataques de cesarismo desde la mayoría absoluta del año 2000. Había anunciado que no se presentaría a unas nuevas elecciones y quiso grabar a fuego su nombre a la Historia. Quizás acomplejado por la talla internacional que había logrado de Felipe González, Aznar se postuló como parásito diplomático, se colgó del cuello del emperador George W. Bush y le ofreció apoyo incondicional a cambio de que el presidente de EE UU le agarrara del hombro y lo tratara con ademanes de cowboy. La recompensa de Bush no dio ni siquiera para que se esforzara en pronunciar su apellido correctamente. Aun así, Aznar lo miraba con los ojos enamorados y el bigote caliente.
Desde el PP decían que el presidente había devuelto a España su posición en el mapa, y esa era la idea que excitaba el cerebro de Aznar: dejar un legado presidencial. El Informe Chilcot no da lugar a dudas. En la investigación, el asesor de política exterior del primer ministro británico, David Manning, contó que, aunque Reino Unido hubiera reculado, España habría mantenido su apoyo: “Aznar estaba absolutamente convencido y estaba muy, muy, muy a favor de continuar con ello”.
Trece años después del inicio de la guerra se siguen produciendo muertes. En la presentación del informe, John Chilcot mencionó a los 250 muertos del último atentado como parte de las víctimas del conflicto. Tony Blair ya pidió perdón por los errores cometidos y reconoció que aquella actuación preparó el terreno para el surgimiento de Daesh. A cualquiera que haga unas declaraciones semejantes en España se le acusará de apoyar el terrorismo. Lo último que dijo Aznar es que España salió ganando de aquella masacre. Al parecer, el 11-M sigue pareciéndole un precio pequeño en comparación con la grandeza de que el presidente de los EE UU le dejara poner los pies encima de su mesa.